Las campanas doblan por todos

(Evocando una novela de Hemingway)

 

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Por Reinaldo Spitaletta

La historia humana está ligada a la guerra. Se podría afirmar que el guerrear es propio del hombre. Ha sido una constante, desde los tiempos primigenios. Tratada por filósofos, científicos, poetas, estadistas y por los pueblos en general, la guerra ha abonado con sangre y fuego, el arte de la literatura. Ahora y siempre. De los chinos a los egipcios. De Oriente a Occidente. Todos los puntos cardinales del orbe han sido escenario de la confrontación armada entre los hombres.

Ya se volvió un lugar común una de las frases más célebres de Clausewitz: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”. Y esta de Miguel de Cervantes, no es que sea hoy rara: “el fin de la guerra es la paz”, que parece haberla tomado de San Agustín. La guerra, en muchos casos, ha inspirado obras de gran calado, como la Anábasis o el regreso de los diez mil, de Jenofonte; la Ilíada, de Homero; Guerra y Paz, de Tolstoi y aun la Biblia, que tiene muchos pasajes dedicados a encarnizadas batallas.

En el siglo XX, el más sangriento de todos, la literatura ha dejado, como testigo de la crueldad y el absurdo de esta centuria, numerosas piezas sobre el tema. Faulkner, Dos Passos, Steinbeck, Böll, Mailer, Valtin, Malaparte y Hemingway, son algunos de los escritores que han utilizado la guerra en sus obras. El último de los mencionados, aventurero, aficionado a los toros, la caza, la pesca, el boxeo, el buen licor y, desde luego, las mujeres, aprendió sus lecciones de literatura en el ejercicio del periodismo. Sus crónicas y reportajes, como también varias de sus más logradas obras de ficción, son un testimonio revelador de las contradicciones de nuestro tiempo. Testigo y actor de las dos devastadoras guerras mundiales, de la guerra civil española, de la invasión japonesa a China (una de las más sangrientas de la historia) y del choque greco-turco, el autor de El viejo y el mar tomó buena parte de su materia prima narrativa de esos acontecimientos.

Heredero y cultivador en el terreno reporteril del estilo de John Reed (conocido como el Reportero de la Historia), no solo fue un observador pasivo (de actitud binocular o de catalejo) de los combates. Fue protagonista. Luchador. Parte de la batalla. Y hasta carne de cañón. Durante la Gran Guerra, en el frente italiano, el entonces joven Hemingway fue herido por la explosión de un obús. Varias de las 237 esquirlas que penetraron en su cuerpo las llevaría toda la vida. Algunas de sus experiencias de la primera guerra las consignará en Adiós a las armas, publicada en 1929, y que es, a la vez, una historia de amor.

Hemingway, corresponsal de guerra, hombre de acción, aquel que según Marlene Dietrich encontró el tiempo para hacer las cosas con las que los otros hombres se limitan a soñar, desarrolló su arte novelístico en Por quién doblan las campanas, que, en determinados aspectos, puede ser su mejor novela. Es una suerte de fresco sobre la guerra civil española, en la que hace gala de su talento, en particular del manejo del diálogo. “No fue solo la guerra lo que puse en mi libro, ha sido todo lo que aprendí en España durante 18 meses”, declaró alguna vez.

La obra trasciende la guerra. Hemingway, que tomó abiertamente partido por la causa republicana, y además consideraba a España como su segunda patria, crea en esta pieza personajes que algunos llaman inolvidables. Jordan, el viejo Anselmo, Pilar, El sordo, María, van más allá de ser gente matriculada en uno o en otro bando, o de tener uno u otro rótulo de facciones. Cada uno a su modo, reivindica el género humano. Y aunque es un libro que huele a muerte, también tiene el particular olor de la vida. “Vi cómo los mataban a los dos. Mi padre dijo: ‘¡Viva la República!’ cuando le fusilaron, de pie, contra las tapias del matadero de nuestro pueblo. Mi madre, que estaba de pie, contra la misma tapia, dijo: ‘¡Viva mi marido, el alcalde de este pueblo!”.

Al leer Por quién doblan las campanas, se pueden quedar varias impresiones. Una de ellas es poder decir, con Agustín, uno de los personajes: “¡Qué puta es la guerra!”, y, otra, afirmar con Robert Jordan, el protagonista de la novela: “He estado combatiendo desde hace un año por cosas en las que creo. Si vencemos aquí, venceremos en todas partes. El mundo es hermoso y vale la pena luchar por él, y siento mucho tener que dejarlo”.

El epígrafe de esta novela, que Hemingway toma de una meditación del poeta inglés John Donne, tiene una vibración permanente, como la de espíritus cuyos cuerpos desaparecieron hace años. Un apartado advierte: “Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.

Las guerras continuarán porque, parece, son esenciales al hombre. Y estos procesos de destrucción de la razón y la inteligencia, continuarán inspirando a artistas y generando posiciones éticas y estéticas. Como las que asume, por ejemplo, un personaje de la novela La luna se ha puesto, de John Steinbeck: “Los hombres libres no pueden iniciar una guerra, pero una vez que ha comenzado pueden luchar hasta la derrota. Los que forman rebaños, los que siguen a un jefe no pueden hacerlo, y es por esto que las manadas ganan los combates y los hombres libres ganan las guerras”.

Entre tanto, las campanas continuarán doblando. “¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?”, se preguntaba el poeta inglés en su meditación. Y hay voces que llegan con el viento, incluidos los vientos de guerra, que dicen que las campanas doblan por todos. Así que no hay por qué preocuparse. ¿O sí?

 

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Ernest Hemingway con milicianos de la Guerra Civil española

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1 comentario

  1. PAULA ANDREA MEDINA ALZATE

     /  abril 28, 2014

    Como siempre muy nutrido escrito y lo mejor: Luchar por la paz es el mejor ejercicio de la politica en el mejor sentido de la palabra.

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