Un tango para después de mucho tiempo

 

(Mi reflexión, en la voz y el acompañamiento de dos uruguayos)

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

En el paisaje sonoro del barrio era común, por la disposición de wurlitzers y Seeburgs en los bares de esquina, la orquesta de Francisco Canaro, con maderas y piano y violines y bandoneones, y bueno, en ocasiones uno escuchaba a los discutidores de café decir que era una cosa del otro mundo la tal orquesta del músico uruguayo, uno de los pioneros de la orquesta típica. A uno, en cambio, poco le importaban aquellas disquisiciones, ni menos aún las músicas que brotaban con majestad de aquellos aparatos que en las tardes y hasta media noche brillaban con luces fosforescentes en los que danzaban discos negros y uno que otro fantasma.

 

Después supe, cuando ya tenía años de patanerías y recorridos mundanos, que un tango que sonaba en aquellas pianolas y ponía a los concurrentes en silencio, como si se tratara de un ritual religioso, de una elevación sacrosanta que en vez de campanas tenía una invisible presencia de asuntos de trascendencia terrenal, era con la orquesta de Canaro (alias Pirincho) y la voz de otro uruguayo: Carlos Roldán, que también hacía parte de aquellas calles que eran pura melodía.

 

Poca atención le prestaba a lo que el cantor decía. Es que no era una manera musical de comunicarse con muchachos, no nos alentaba a vivir, ni a conquistar la naturaleza, el mundo, el cielo estrellado, sino, más bien, se trataba de una convocatoria a quedarse quietos, pensativos, como unos dolientes que no habían podido enterrar su muerto. Pero, eso sí, el que cantaba sí era ya un conocido en el entorno, como los que pasaban cada mañana ofreciendo periódicos, como el zapatero ambulante de la bicicleta, como los que vendían parva en canastas recubiertas por una tela limpia. Mas no nos importaba. Paisaje y nada más.

 

Sin embargo, no nos digamos mentiras, de tanta repetidera a tarde y noche en las pianolas de bella forma, máquinas que al principio tenían un encanto sin explicación para los que transcurríamos al frente de las cantinas y mirábamos desde las puertas el interior de un espacio que para los menores estaba proscrito, de tantas escuchaderas a uno se le iba pegando, así fuera sin conciencia, lo que decían los cantantes (¿de dónde serán?).

 

Y ni siquiera había la posibilidad de imaginar, ni por asomo a los más dotados para ese ejercicio, que años después esas músicas inevitables se meterían en lo más hondo, se instalarían en mente y corazón sin posibilidad de fuga. Y así pasó con Carlitos Roldán y aquel tango tremebundo y de corte existencialista: Mi reflexión. Al tipo, que era con Raúl Berón y Enrique Campos, de los más escuchados en barriadas como el Congolo y Prado, que eran las que caminábamos nocturnamente, se le invitaba a estar en los pianos con otro tango: Cristal, que, más que el reflexivo, se oía en la radio y hasta le gustaba a mamá, porque, según decía, cantaba un dolor con dulzura (“cristal tu corazón,  tu mirar, tu reír…”).

 

A un jovenzuelo nada le podría indicar ni alertar en lo más mínimo que un cantante dijera: “Pasó mi vida entre sonrisas y alegrías, / pasó mi vida en una eterna diversión”. Cómo iba a ser, si estábamos en las primeras de cambio, en los días sin dolores ni remordimientos. No había de qué arrepentirse, nada era pasado, ni futuro. El presente nos consumía sin darnos cuenta, y nosotros nos tragábamos el tiempo, cada día, como si no hubiera más. Sin saberlo, recogíamos la flor de cada jornada, como en un poema latino. La vida es ahora, a lo mejor algo así se pensaba, sin aires de importancia. Entonces no era pertinente para los mozalbetes aquello de “no encontré nunca la amargura en el camino / y con grave desatino brindé mi corazón”.

 

El tango de marras continuaba con la mención de los “compañeros de las noches de parranda” y cosas así. Nada nos hacía atenderlo (ni entenderlo), abrirle la puerta de la atención y los significados. Hay que decir que si entró en nosotros, fue por mecanismos que para entonces no comprendíamos. Ni idea. Por qué nos iba a conmocionar que un cantor dijera “ya están blanqueando mucho mis cabellos”, si lo único que se blanqueaba por aquellos contornos eran las paredes de algunas casas, con hisopo y la aspersión de una pintura barata que olía a humedad: la modesta cal.

 

A un jovenzuelo no le entraba aquella verdad inocultable (ni disimulada con maquillaje) de “ya tengo huellas hondas en mi frente”, si la nuestra era lisa, lozana, reciente. Que no nos adelanten la vejez, pudiera haber dicho uno, pero nada se dijo. Se ignoró la canción y eso fue todo… Dice uno. Porque de todas maneras llegó el después. Y el tiempo abrió otras sensibilidades, enterró días de “tierna juventud” y arrimó cuerpo y espíritu a madureces y pensamientos. El gotán advertía que era “muy tarde ya para reflexionar / no quiero, no quiero ni pensar”. La voz de Roldán dramatizaba. Enfatizaba ocultos dolores. Y la orquesta ayudaba a la puesta en escena de una situación de vacíos, de decaimientos ineluctables.

 

Y de súbito, sin advertencias ni prescripciones médicas, nos vimos en el espejo y las señales del tiempo, como lo dicen tantos tangos, estaban en la frente, en el cabello, en la piel. En el alma y los almanaques. “Los años han pasado así volando / amarga soledad fueron dejando”. La interpretación de aquella voz que nos acompañó en buenos tramos de la adolescencia, pero sin ser escuchada, estaba ahí, susurrando, casi llorando, diciéndonos al oído, con tranquilidad y certeza, que todo se va.

 

Hoy, cuando de vez en cuando escucho ese tango de tiempos muertos, las pianolas del barrio danzan con temblor en el recuerdo, con una sonrisita de burla por los que ya no son parte de las suavidades de la juventud, pero, increíble, también arrugan el ceño (que esos aparatos tienen ceño, señores) como si se entristecieran con la categórica caída del telón: “quién puede remediar ahora / este vacío en mi corazón”. Escuchen y no lloren, a ver si son capaces.

 

Pintura de Hugo Luis Pimentel_El pensador

 

Mantra

 

 

 

Cuatro letras las primeras que pronuncié

incompletas porque la lengua pesaba

acostumbrada a tener

una rosa de leche en los labios

la palabra se asoció a una cara rosada

una melena rubia

unos ojos carmelitas sin hábito

cuatro letras primer mantra

Crecieron las palabras

la primigenia prevaleció en escondites

en refugios antibombas atómicas

en las esquinas en las que otras palabras

llamaban con mi nombre

ven a casa, coge una flor, vive ahora

no me olvides mañana

Crecí con las palabras

pero la primera no se diluyó en el olvido

se enterró sí en un exilio sin retorno

y hoy es apenas un recuerdo

memoria sin llanto

una rosa láctea

Evocación sin lágrimas

que fue lo que pidió al marcharse

recuérdame con alegría

aleja de mí lo triste

que cuando llegaste

mi cara solo era risa.

 

Reinaldo Spitaletta

 

 

 

Numero cero o la farsa de la prensa

 

(La última novela de Umberto Eco, un thriller con historias de la conspiración)

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Es una novela policíaca, género que el autor dominaba y que había modificado con nuevos aportes, a principios de los ochenta, con el denominado “thriller cultural” de El nombre de la rosa, que además es una suerte de homenaje a Poe, pero, sobre todo, a Arthur Conan Doyle y su Sherlock Holmes. Y, claro, a Borges y a Aristóteles y a los medievalistas. La última obra de ficción que escribió Umberto Eco, con la que, por lo demás, da cuenta sin decirlo de la muerte del denominado “cuarto poder”, que hoy y desde hace rato ha sido absorbido por los otros poderes a los que se supone fiscalizaba y vigilaba, es una suerte de mixtura de espionaje, crítica al periodismo contemporáneo y elementos explosivos de la historia del siglo XX.

 

En Número cero, ubicada en su temporalidad ficcional en 1992, hay, si se quiere, una parodia de acontecimientos históricos, como los que tienen que ver con el cadáver de Mussolini, con un presunto doble del dictador italiano, y de operaciones de la CIA, la Otan, y actividades de una logia masónica, del Vaticano, con los entresijos y montaje de un periódico que jamás saldrá a la luz pública, pero que se diseña y construye para ejercer presiones contra poderosos y otros políticos, con un nombre imposible para un diario (que no es diario): Domani (Mañana).

 

Narrada por un reportero de edad madura, casi jubilable, traductor de alemán y una especie de “perdedor compulsivo”, que recibe una propuesta de “un tal Simei” para que sea el jefe de redacción de un periódico que, más que dar noticias, las encubrirá y que oscila en su producción entre la imaginación fantasiosa, la especulación histórica y la elaboración de mentiras que, como se ha dicho en teorías propagandísticas, si se repiten hasta la hartura alcanzan la condición de verdades.

 

Colonna, que así se llama el periodista de marras, protagonista de la obra, inicia su recorrido narrativo el sábado 6 de junio de 1992, a las ocho horas, con unos datos que el lector comenzará a hilar casi al final de la novela, con un hecho que abre la historia: “Esta mañana no salía agua del grifo”. En este principio, que puede que no esté a la altura de comienzos novelísticos de alta dimensión (El Quijote, La metamorfosis, La divina comedia, Moby Dick, Cien años de soledad, El extranjero…), hay un elemento de indicio policíaco que más tarde se logrará atar en la lectura.

 

El narrador va ubicándonos en la espacialidad de su lugar de habitación, y de entrada pone una palabra alemana que se refiere a duendes o fantasmas: poltergeist, que de todos modos no han sido propiamente esos seres irreales los autores de la quitada del agua, y comienza a mostrarse como un tipo racional, que no está para especuladeras y que, además, como él mismo lo observa, no hay en su casa una chimenea “por la que pueda haber pasado el orangután de la calle Morgue”, en otra suerte de homenaje de Eco al inventor del relato policíaco moderno y del detective Augusto Dupin.

 

El lector se va enterando de que hay una anomalía provocada por alguien; que los que cerraron la llave de paso estaban buscando cosas relacionadas con un periódico y que hay un asunto espeluznante que se llama Braggadocio, y que todo el embrollo que parece se ha armado, con un muerto producto de un asesinato en apariencia conspirativo, es todo un “jaleo” del cual el narrador culpa al profesor Di Samis y a que él mismo, Colonna, sabía alemán.

 

Y así, entre muestras indiciales y aspectos de la personalidad y trayectoria de Colonna, el lector va adquiriendo información que, más adelante, tendrá a granel con episodios históricos y conexiones de cariz absurdo. Colonna, por ejemplo, que ha terminado su matrimonio, soñaba como “todos los perdedores” en escribir un libro con el cual pudiera alcanzar gloria y dinero, y en sus aprendizajes fungió de “negro” (o de ghost writer) de un autor de novelas policiales, que, según aquel, era fácil porque bastaba con imitar el estilo de Chandler o de Spillane. Y así, con datos pertinentes, se va el lector haciendo una imagen de Colonna: es un escritor fracasado. Y de pronto, aparece el proyecto que sostiene la novela: la creación de un periódico, que Colonna va a dirigir a instancias del señor Simei. Un periódico que no es periódico, pero en el que se cocerá un plato sicológico, unas tácticas para cautivar lectores de prensa y modos de hacer reportajes sensacionales. O, mejor dicho, sensacionalistas.

 

Un periódico de audacias, pero, a la vez, de contraperiodismo. Detrás de los bastidores está el señor Commendatore Vimercate (que algunos críticos han asimilado a Silvio Berlusconi), que es del dinero, el pagador. “El Commendatore quiere entrar en los altos círculos de las finanzas, de los bancos e incluso de los grandes periódicos”. El ricachón, o, mejor, el financista, necesita una publicación (que no se publicará) para hacer llegar el Número Cero (quiere hacer varios números ceros, con pocos ejemplares, en los que, por cierto, se copian las publicidades de otros periódicos) a ciertos políticos y magnates para ponerlos en apuros o contra la pared.

 

El proyecto es como un género de extorsión, de chantaje no solo moral sino que se instala en los nichos del complot. Domani consigue seis redactores, a cargo del dottore Colonna, “hombre de gran experiencia periodística”, como lo presenta Simei a los colegas. En la parodia de los lugares comunes del lenguaje de prensa, tan abundantes en los periódicos de hoy, se habla de que Domani tiene que tener un contenido no para intelectuales sino para un público menos trascendental, que es como el de los que leen deportes. Hay algunos redactores, claro, que aspiran a hacerse célebres en la publicación. Y colisionan contra la realidad de un periódico hecho para la falsedad y la conspiración. Hay los que proponen grandes temas investigativos, que son rechazados por la dirección. Aparecen maneras propias de la mafia para limpiar dinero, el lavado de fondos sucios. Y a su vez, los acomodamientos noticiosos, las maneras de hacer que no haya memoria sobre los acontecimientos, los diversos intereses creados, el rol de los periodistas, que por más que deseen hacer un periodismo transparente no podrán realizarlo, porque hoy (bueno, digamos en 1992, hoy como ayer) los periódicos han sido cooptados por los poderes, se sumaron a los mecanismos de alienación colectiva, están integrados a los ejercicios del mercado y las transacciones. Y así, el periodismo dejó de ser una actividad intelectual para convertirse en una muestra de feria y manipulación. Todo esto se ve y se siente en la novela, que es una revelación de componendas, consejas y de apartados de la historia italiana, pero también norteamericana, inglesa, belga, la del capitalismo moderno, con sus sofisticadas formas de seducción y engaño.

Número cero es una crítica histórica, una formulación de cómo muchas cosas están hechas sobre apariencias y vestiduras de relumbrón, para mantener un statu quo, o hundir y desviar protestas populares, o crear falsas banderas. Domani es una muestra de la degradación periodística y de la penetración de los poderes (que no se ponen con consideraciones ni se paran en mientes) en una opinión pública hecha para la docilidad y la falta de reflexión o deliberación. El tripitorio, las vísceras o entrañas de un periodismo para la enajenación, quedan exhibidos con creces en la sarcástica novela de Umberto Eco.

 

Hay, por otra parte, cierta amargura en personajes como Maia, que aspiraba a entrar a un periódico en el que pudiera ejercer un periodismo respetable y digno, pero termina haciendo horóscopos vacuos y comercialoides, lo mismo que en el imaginativo Braggadocio, que al igual que el resto de la plantilla llegaron de medios frívolos y livianos, con la esperanza de encontrarse con otros retos, con asuntos de mayor elaboración y profundidad. El fracaso y la derrota la tienen como aureola, que en Domani tal situación va a ser más marcada y traumática.

 

La obra está matizada por las aventuras de cama entre el narrador y Maia, en medio de una vida humillante de la redacción del periódico que no es más que una treta, una trapisonda. Una farsa. En la novela, que es un recorderis de acontecimientos conspirativos, de atentados y desfalcos, aparece de paso la muerte del juez Falcone y en la discusión de un cubrimiento, se vuelve a que es necesaria una prensa sentimentaloide, lloricona, que entreviste parientes y busque reacciones más que racionales, de carácter visceral, porque, se dice, “la indignación hay que dejársela a los periódicos de izquierda”. Y de tal modo, el juez Falcone muere por segunda vez, porque Domani quiere dedicar sus páginas “a temas más serios”.

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Y en medio de un ambiente de tensiones y desconsuelos en la redacción, la capacidad no solo de imaginar sino de conectar archivos, datos, situaciones que posee Boggadocio le irá dando giros a la novela. Y en el escenario aparece el fin de la segunda guerra en el frente italiano, la huida de Mussolini, el encuentro final del Duce con su amante Clara Petacci, la presencia de un doble que es el que, según el periodista de las iluminaciones, es asesinado por los partisanos, mientras el caudillo de veras, que queda vivo, se va a Argentina o, según otra posibilidad, lo guardan en el Vaticano. Esta parte de la obra, en la que hay tonos burlescos, pero también una especulación inteligente, un juego de probabilidades, todas tejidas por Braggadocio, se vuelve un agradable bocado para la degustación del lector.

 

Y dentro de la obra, el otro lector, el lector de diarios, es clasificado como un sujeto sin memoria, porque es el resultado de mecanismos tejidos por la prensa para que el olvido sea un elemento de la vida cotidiana. Un hecho borra al anterior. Y la desmemoria no solo es para los receptores de los medios de información (que, en Número cero, son más de desinformación, así como lo son en casi todo el mundo), sino para los mismos reporteros.

 

Número cero da cuenta de conspiraciones, de operaciones especiales, promovidas por la CIA, por los poderes de países capitalistas europeos, por diversos servicios secretos, que en determinado momento pueden apoyar el terror o financiar grupos de sabotaje. La organización Gladio, financiada por la CIA, está desentrañada en la obra, así como el surgimiento de las Brigadas Rojas o la muerte de Aldo Moro. En medio de toda una red de hechos y desechos, de situaciones conflictivas, se llega a la conclusión desconsoladora, pero real: “El caso es que los periódicos no están hechos para difundir sino para encubrir noticias”. Lo que puede significar, en últimas, que a las redacciones, para que sean publicadas en el medio, llegan todas las manipulaciones diseñadas por los poderes, a los cuales ya la prensa no vigila ni cuestiona, sino que se torna eco, caja de resonancia, acólito y calanchín.

 

Número cero vuelve a poner en cuestión, por ejemplo, el asesinato del papa Juan Pablo I (como se hace, por ejemplo, en El padrino, que sugiere que fue producto de una conspiración criminal) y se torna a la investigación periodística realizada por David Yallop (En nombre de Dios). Es una novela que, a diferencia de Domani, reivindica la memoria histórica y ubica al lector en momentos de infamia de la historia contemporánea, como el rol de monseñor Marcinkus y el banco vaticano, la matanza de la Piazza Fontana (hecha para que todas las sospechas recayeran en la izquierda) y las acciones de la Logia P2.

 

Braggadocio, con conjeturas, indicios, pistas y documentos, arma un rompecabezas en el que aparecen figuras del poder implicadas en tramas de asesinos, traficantes y golpistas. Y debido a sus hipótesis y seguimientos se torna en un ser peligroso para los que están en la sombra, en un hombre que sabía demasiado y al que hay que eliminar. Una cuchillada en la espalda lo manda al mundo de los muertos, hecho que también dará al traste con Domani. El crimen alerta a Colonna que debe “desaparecer del mapa” antes que lo encuentren los asesinos del inquisitivo reportero.

 

Número cero, novela policiaca, es, a la vez, un tratado de política y espionaje, del uso de la mentira y lo complots para establecer terrores y otros miedos. También, al final de la obra, es una crítica a ciertas expresiones del poder norteamericano, a los Estados Unidos “donde matan a los presidentes” y a los países centroamericanos y sudamericanos, “sin misterios”, en los que todo, asesinatos, corruptelas, golpes de estado, crímenes políticos y de los otros, lavado de dinero, “todo sucede a la luz del día”. Pero Maia y Colonna no se irán a ninguno de esos estados tercermundistas, sino que partirán a una isla de la Italia en la que “resplandecerá de nuevo el sol”.

 

Con esta, su última ficción, Eco, muerto el 19 de febrero de 2016, deja un legado de sapiencia en profundidad, de asumir con seriedad y rigor las novelas, como parte —cuando están bien confeccionadas— de una suerte de teoría del conocimiento. Número cero, en la que aparece un redactor delirante, pero cuyas especulaciones y conjeturas tienen sentido, crea una realidad de deslumbramientos que puede transportar al lector a un mundo en el que se debaten, como en un pugilato, la realidad histórica y una irrealidad que puede tener muchos visos de verdad. O que puede ser la verdad misma. Y es en este punto cuando del grifo vuelve a salir agua.

 

Nombrando la nada

 

Padrenuestro que no sos de nadie

Ni tuyo ni mío ni del vaticano

Que perteneces a la nada

Y de la nada como se sabe

No brota el pan

Ni días ni perdones

Nada

Padrenuestro sin cielo

Con infierno sí

Y no tienes nombre

Al cual santificar

Qué haremos entonces

Si jamás perdonaremos

A aquellos que nos mantienen

En deuda eterna

Que ellos nos perdonen

No les pagaremos

Esa es nuestra voluntad

Déjanos caer en la tentación

De ser libres.

Amén.

 

Reinaldo Spitaletta

 

La Gloria o Adoración del nombre de Dios. Pintura de Goya

 

La emoción estética o cómo llorar con un plano secuencia

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Creo que me pasó por primera vez en un cine de pueblo, cuando en medio de la chiquillería, con sus gritos y hurras de asombro, Kirk Douglas, que en la película era Ulises, con sus amigos de peregrinación, logran meter una lanza fraguada en el único ojo de Polifemo y la emoción estética que me causó la aventura sin igual me hizo lagrimear, como si, en efecto, yo también tuviera no un venablo de celuloide en un ojo sino un sucio descomunal. Pero era porque me parecía que en esa acción colectiva había toda una congregación de fuerzas y de ganas de escapar de la cueva del cíclope, cuyas quejumbres al sentirse herido y derrotado también me causaron pena.

 

Después, y más que todo en cine, al que seguí entrando solo, para que ningún allegado o amigote me viera llorar, las escenas que me parecían de suma belleza me producían unas incontenibles riadas lacrimosas. Recuerdo que sucedió, por ejemplo, en Los girasoles de Rusia, en el Doctor Zhivago, pero también en Lawrence de Arabia, y en Barry Lindon, y no sé en cuántas más. Creo que en una versión de la vida de Goya, en la que alguien recita un poema de Miguel Hernández (“vientos del pueblo me llevan…”), que vi en el cine Libia, los lagrimones piantados a granel me nublaron la vista por un buen rato.

 

Y así sucedió cuando por las escaleras de Odessa rueda el cochecito infantil con un bebé adentro, y en varias secuencias de Novecento y de Otto e mezzo. Pero no solo con el cine las emociones se expresaban con lágrimas, que ni siquiera hubo tantas cuando la policía antimotines nos atacaba con sus gases en las manifestaciones de la Universidad de Antioquia. Me acaeció en apartados de lecturas de juventud, como con la muerte de don Quijote, por la manera tan simple y contundente como lo señala el narrador: “el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió”, y con apartes de El jardín de los cerezos, de Chejov, y de El lobo estepario, de Hesse.

 

Las Cartas a Theo me trastornaron la mirada, y tenía que parar a cada rato mientras se aclaraba la visión. Y en una lectura de adolescencia, la que hice de la novela Moulin Rouge, de Pierre La Mure, sobre la vida de Toulouse-Lautrec, me emocioné hasta la desesperación de llegar raudo al final, que a eso de las dos de la mañana, mamá me gritó que apagara la luz y que dejara de leer pendejadas o que podía terminar como el señor del seso flojo que se enloqueció con caballerías y romances imaginarios, eso dijo. Muchos años después, en Nueva York, no pude contener el torrente al ver en el Metropolitano una sala dedicada a Van Gogh, que también me había emocionado con la lectura de Germinal, de Zola, donde el pintor, creo, aparece como un predicador de pobres y desahuciados por la fortuna.

 

Y digo que el lagrimeo no es porque haya asuntos lacrimógenos, que también puede ser posible llorar por la historia de Giuseppe Tornatore que nos devuelve al cine de barriada, sino porque hay un deslumbramiento, una especie de entrada en lo extático, en lo místico, en ámbitos distintos a los reales, solo posibles con el arte. Tales sensaciones, que alteran sentidos y sitúan en otras dimensiones —a veces irreconocibles—  a quien las experimenta, hacen que el espectador, el lector, el oyente, en fin, se desplace hacia el misterio, hacia lo inefable. La emoción estética, como lo dijo Schönberg, cuyo dodecafonismo es como una alucinación, “supera lo tangible, contingente y relativo”. Es un llamado de lo absoluto, del mundo secreto y que se mueve en otras esferas, como las percibidas por Pitágoras.

 

No se llora ante un cuadro, una pieza musical, un filme, un drama, en fin, porque lo expresado sea triste, sino por las inexplicables conexiones con otras fibras, con desconocidas palpitaciones y encandilamientos. Aunque desde luego hay obras que mueven a la melancolía o que, por sí mismas, son una lágrima. Abundan los ejemplos. Y, a guisa de muestra, cualquiera podría decir que el Adagio de Albinoni reduce al oyente a una situación de dolores plácidos. Lo mismo que el primer movimiento de la Sonata Claro de Luna, de Beethoven. Pero, para no salirnos del mismo compositor, lo que causa el movimiento coral de su Novena Sinfonía es el ascenso a lo sublime, a lo apoteósico, y ahí sí hay caudales lagrimales sin esclusas.

 

Ah, y no siempre lo triste provoca lagrimería. En muchas ocasiones, eso mismo nos deja sin aliento, sin saber cómo reaccionar. Mudos y como parte de un silencio ensordecedor, o de un insonoro cataclismo sentimental. Hay en determinadas canciones populares unas bellezas que no solo conmueven sino que promueven emociones estéticas trascendentales. Pasa, digamos, con muchos tangos, como decir los interpretados por Gardel, como Mi Buenos Aires querido, Volver, Sueño de juventud, Melodía de arrabal, y un largo etcétera. O con las interpretaciones del Polaco Goyeneche, o de Marino, o de Berón, o de Enrique Campos, que ya me estoy introduciendo en honduras y basta ya de menciones y listados.

 

Por ejemplo, cuando escucho, pasando a otra geografía musical, el pasillo Invernal, se me llena el corazón de naufragios: “del sol que se ha dormido en la seda fragante de tu melena rubia”. Y sucede con ciertas barcarolas o con las canzonetas napolitanas, como O sole mio y Santa Lucia. Y ni qué hablar de Mattinata (L’aurora di bianco vestita / Gia’ l’uscio dischiude al gran sol…). Y, claro, hay tristuras en tantas piezas populares, que el catálogo es casi infinito.

 

El gato Piazzolla, el revolucionario del tango, nos puede desentejar el alma con Adiós Nonino y con Oblivion, dos obras hechas para la melancolía, como puede pasar, brincando a otro espacio, con Ne me quitte pas, de Jacques Brel.

 

Lo que el arte hace bello (¿qué es lo bello?) conduce a la contemplación, a la meditación, a pensar y sentir de otra manera y cantar y saltar y vivar el genio con hurras y palmas. Y esos impactos de la belleza pueden producir torrentes de lágrimas que se derraman a causa de la emoción estética, porque hay una comunión con el universo, con la intimidad, con cielos insospechados. No sé explicar por qué cada que escucho el segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven me dan unas inmensas ganas de llorar, y lo mismo pasa con una pieza más elemental pero significativa como el Sueño de amor, de Liszt, y con el Concierto número 1 para piano de Tchaikovski. Y si me apuran, con obras de Grieg, Smetana y con la Partita No. 3 de Juan Sebastián Bach.

 

Las conmociones causada por lo estético, sus golpes electrizantes, no tienen explicaciones racionales. No sé por qué lloro con el plano secuencia de El arca rusa o con el violín de Isaac Stern o con las imágenes lejanas de barquitos de papel que naufragan en un arroyo de esquina. Ah, y con las noches estrelladas en las que el viento trae aromas de pomarrosa. El cíclope de la Odisea todavía se aparece en la memoria y me hace brotar un amargo lagrimón.

 

El acorazado Potemkin, de Serguei Eisenstein. Fotograma de las escaleras de Odessa

Ese “spleen” que nos ayuda a vivir

(Ensayo con tedios creativos y nuevas formas de descubrir la ciudad)

 

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Lo producen disímiles cosas y paisajes. Las flores marchitas. Las hojas muertas sobre el asfalto indiferente, con ausencia de viento, aquietadas, perplejas en su condición de orfandad urbana. Una gota, repetida, insistente, obstinada, ¡chas, chas! en la poceta, o en el patio tras una lluvia. O la que cae sobre la frente desde un alero. La pálida sonrisa de la luna cuando no hay a quién cantarle una serenata. Es probable que se inicie cuando se terminan los asombros. O cuando se cree que ya no hay nada por descubrir. El tedio, el spleen, es posible hallarlo en los ocasos violetas y en los amaneceres brillantes cuando se vacían de contenidos vitales. O en el bote que se pierde más allá del horizonte, sin despedidas. Los marinos, o, mejor, los navegantes, jamás miran atrás en sus partidas, no porque teman al castigo bíblico de la mujer de Lot, sino porque, de hacerlo, tendrán una visión aburrida de lo que se aprestan a abandonar y es mejor, dicen, otear otros mapas, esos que dibujan las proas de los barcos en el incierto azul de la mar.

 

Lo encuentra uno en la muchacha de carnes magulladas y mirada sin destellos que sirve con aire de desgano las copas en el bar, y en el vendedor callejero de frutas que ya no siente el perfume de los azahares ni el aroma amarillo de los mangos maduros. Cuando se extinguen las sorpresas, aparece, largo y dolido como el pito de un tren viejo, el esplín. ¿Acaso ante tanto aburrimiento, ante ese artificial mundo de mermelada y manzana, Adán y Eva, para romper la monotonía, no decidieron en un momento de suma lucidez probar el fruto del árbol prohibido? Pero de alguna manera, en apariencia contradictoria, existe, intrínseca en el esplín, una suerte de diversión, de mecanismo que induce a la fiesta. Hay en él una alegría latente. Ah, sí, con una salvedad: tiene algo o mucho quizá de insuficiente. Posee una carencia. Es como una arboleda sin pájaros y sin la madurez de un fruto. O como lo explica la metáfora de Alberto Moravia sobre la necesaria pero pesada tediosidad: “Diré que la realidad, cuando me aburro, siempre me produce el efecto desconcertante que le produce una frazada demasiado corta a una persona que duerme, en una noche de invierno: la estira a los pies, y tiene frío en el pecho; la estira sobre el pecho y se le enfrían los pies; y así nunca llega a conciliar un verdadero sueño”.

 

El esplín, para ir yendo al grano, origina una sensación de “inconclusión”, de ser inacabado, a medias. Causa desconcierto y, si se quiere, angustia. Es como llegar a la puerta de la casa y entonces arrepentirse de tocar o de sacar las llaves. No se desea penetrar a ese universo tan conocido y obvio, el cual, además, amamos y deseamos, pero que de tanto probar y sentir y palpar llega a provocarnos náuseas. Sin embargo, no vomitamos. Es posible como lo escribe Moravia en su novela La Noia (El aburrimiento) que la historia y las religiones sean el inesperado fruto del aburrimiento. Así, pues, en el principio era esta condición, y luego Dios, aburrido del aburrimiento, creó la tierra, los cielos, las aguas, la luz, los animales, las plantas y al ser más aburrido del universo: el hombre. Y entonces el Edén se llenó de tedios y hubo que cambiar las reglas para que, con la aparición de la dificultad, la vida tuviera otro género de alicientes. Quizá el aburrimiento obligó a Caín a matar a punta de quijada a su hermano Abel. Y después Noé, asediado por extrañas melancolías, tuvo una hermosa iluminación e inventó el vino, combatidor de todas las tristezas, aupador de heroicidades y desafíos. Sin embargo, Dios tornó a aburrirse de su creación y envió a la tierra un destructor diluvio que, a la postre, se volvió monótono, repetido, sin mayores sobresaltos, porque la voluntad divina trajo de nuevo la calma.

 

Así también el apogeo y ocaso de los imperios pudo ser obra (a despecho de otras concepciones de la historia) de una acumulación de aburrimientos: el hombre se fue cansando de faraones, césares, sátrapas, dictadores, mandamases… Los derribaba y, tras un período de insoportables tedios, los reinventaba. Sucedió —acontece todavía— con los dioses. Los creamos, los olvidamos y, cuando nos entristecen sus ausencias, los restituimos, como si no pudiéramos vivir sin deidades.

 

El esplín es una especie de incomunicación con el entorno, con las cosas y su espíritu; un falta de relación con lo que nos rodea. Es no encontrar novedades en el paisaje. Si estoy sentado en un parque y no escucho el aleteo de palomas, su picotear en el piso, si no les arrojo maíz o alguna piedrecilla, si tampoco escucho el rumor del viento entre los árboles ni la tenue música de la fuente, si no me dice nada el concierto de las campanas de la iglesia de enfrente, entonces, sin duda, ese espacio me producirá largos bostezos, desesperaciones agudas. Puedo permanecer ahí, viendo pasar la muchacha de  falda breve y correr los niñitos tras una pelota, pero si no entablo con ellos una secreta ligazón, los veré como seres lejanos, indiferentes, como de otro planeta (¿y si fueran de otro planeta acabarían con mi esplín?).

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Me parece, de otra parte, que hay que reivindicar el derecho (tedioso tal vez) al aburrimiento. Y al hastío. Lo mismo que a la nostalgia y a la tristeza y a la imprescindible soledad. Un esplín (palabra procedente del griego spleen, que significa bazo) bien manejado nos puede conducir por los caminos de la denominada inspiración. Volver creativo el aburrimiento ha sido, en la historia de la creación, una constante en artistas, poetas y escritores. Hay en la sonrisa de enigma de Mona Lisa un poco de la melancolía de Leonardo. Quizá un excesivo aburrimiento puede guiarnos hacia la luz de la universalidad, de aquello que poseía el espíritu renacentista: saberlo todo. Tener ganas de conocerlo todo. La búsqueda del conocimiento absoluto. Podríamos especular, por ejemplo, acerca de la ansiedad de Cristóbal Colón por hallar un camino más corto para llegar a la India, tierra de las especias. Pudo ser el tedio de todo lo que lo acompañaba el factor que lo impulsó a esa aventura inesperada por el Atlántico. ¿No es acaso el aburrimiento de la tierra el que lleva al astrónomo a estudiar las estrellas? Es posible. Van Gogh, aburrido de tantas búsquedas, descubrió a los veintisiete años que la pintura era su camino final y definitivo. Y qué tal el tedio que destrozaba a Henri Toulouse-Lautrec: no solo pintaba porque lo agobiaba el esplín, sino que iba donde las putas para dejar en sus labios con rouge y en sus blancas piernas todo el fastidio de la existencia. Y Gauguin buscándose fuera de su patria donde se había aburrido de ser un “señor bien”, un empleado de segunda.

 

La condición humana requiere el aburrimiento. Le es esencial. Sin él el mundo dejaría de revelársenos. Y de rebelarse.

 

Si indagamos en la trayectoria vital de determinados escritores notaremos en distintas facetas de su existencia una dosis elevada de esplín. Pero un esplín de creación, que actúa como musa, como una rara voz que les dicta y sugiere y, por qué no, obliga a la escritura. Lo podemos rastrear y seguir en Kafka. En realidad, Gregorio Samsa aspiraba, en su honda aburrición, a convertirse en un insecto monstruoso. Esa mutación intempestiva acabaría con su exceso de esplín. Lo vemos en Camus: ¿no es Mersault un ser abatido por todos los aburrimientos? Lo hallamos en Sartre y su Nausea existencial. Y también en la obra de Sábato. Y en Dostoievski. El aburrimiento, en rigor, es una mixtura: tiene ingredientes de melancolía y de desesperación. Igual de desesperanza.

 

Las ciudades poseen altos índices de esplín. Lo llevan los transeúntes, acosados por los relojes (que en realidad no tienen prisa). Está en los edificios y en las oxidadas verjas de una casona antigua y en las chimeneas de las fábricas. Se aposenta con creces en las oficinas públicas donde se consumen grises burócratas, como los descritos por Tolstoi, por Chejov. Se escapa por los exostos de los carros y se desplaza por los atrios de las iglesias. Hay aburrimiento (dado por la mecánica repetición) en las señoras de misa diaria y en el sermón del cura. Y en el rostro angustiado del mendigo. En las muchedumbres que bostezan con el discurso gastado del candidato y en los ojos huérfanos del chico de la calle al cual nadie le ha dado una oportunidad. Esplín a montones en las figuras inmóviles de los maniquíes y en el loco delirante que corre por las cornisas. Y llega a convocar al que se está yendo, para que guarde con mansedumbre “las cosas de vivir”, como sucede en Balada para mi muerte, de Horacio Ferrer: “mi pequeña poesía de adioses y de balas,  / mi tabaco, mi tango, mi puñado de esplín”.

 

¿No lo ha notado usted en el lazo de la campana y en la congestionada avenida? Sí, esplín por aquí y por allá; se asoma en los ojos cansinos del centinela; se cuela por el escote de una muchacha desahuciada en amores; se reproduce en el profesor que lleva veinte años repitiendo un discurso gris y sin sobresaltos. Se aburre la sombra de la ceiba en algún atardecer. El tedio se sube a los buses urbanos, se trepa en los tejados sin gatos, baja por la garganta con el sabor de una solitaria cerveza. La cuota de esplín no falta en una añeja canción de Wurlitzer con fosforescencias de neón en un bar donde alguien espera a la nada. La tiene el perro callejero, cuyas mejores amigas con las canecas de basura, el desperdicio en el antejardín. Está en el grito madrugador del voceador de prensa. Y repartida la dosis de aburrimiento en las páginas de los diarios.

 

Quizá no exista nada más abarrotado de esplín que un domingo por la tarde. Las calles de la barriada se pueblan de soledades. Los árboles paralizan sus hojas. De pronto, pasan dos señoras de trajes oscuros, caminando con lentitudes. La tienda cierra su puerta y no hay conversaciones alrededor de una cerveza. Los jubilados se sientan al balcón a ver andar los recuerdos. Estos, a su vez, se desplazan a otros espacios, a otros tiempos. Y saltan, juguetones. Después pasa una muchacha en bicicleta, con blusa de generoso escote y pantaloneta. Se pierde con rapidez y no podemos apreciar su anatomía completa. En algún sitio se oye, ruidosa, una atardecida transmisión de fútbol, mientras unos muchachitos de tenis blancos corretean una pelota en el asfalto. Casi todas las puertas están cerradas, las ventanas también. Suenan las campanitas del carro de los helados, pero nadie sale a comprar. Hay una carga de hastío en las aceras, en los sanjoaquines de antejardín, en los pedazos de cielo que se cuelan por el patio. Un patio breve y sin plantas, sin flores, lleno de ropa limpia, que se seca en los alambres destemplados. El domingo se aburre en una insulsa conversación de vecinas, en el bostezo del televidente, en las medias que teje una abuela. Las tardes de domingo están emparentadas con la tristura. Les duele (y pesa) mucho el lunes asediador e implacable. El esplín linda con la inconformidad. O hace parte de ella en proporciones indeterminadas.

 

Cuando una calle deja de contarte sus historias, cuando te marginan las rejas de una puerta (o de una celda), cuando los avisos de prohibido el paso a particulares te frenan las intenciones, entonces tienes derecho a expresar el tedio como una manifestación de rechazo, como oposición bostezante a lo que no te place ni satisface. ¿Por qué, en determinado momento de la existencia, me tiene que gustar Proust? ¿Por qué no puedo aburrirme con Joyce, con Palestrina, con el profundo canto gregoriano?

 

El esplín, si se quiere y en cierto modo, es un mecanismo de defensa (también puede llevar a la parálisis). Mediante él puedo exteriorizar disgustos y desacuerdos y, aunque parezca imposible, realizar apologías. Es normal e incontenible que haya algo de tedio en el amor, en las relaciones sentimentales. Así se obliga cada uno a buscar alternativas, otras posibilidades, lenguajes diferentes, imaginar otros ámbitos. Cuando se entra en el estado de aburrimiento es porque se torna imperioso el hallazgo (la construcción) de otros caminos. El esplín nos llama al sacudimiento, nos induce a pensar en distintas maneras de salir de salir, de evadirnos de eso que nos angustia. Estar poseído por el tedio es como entrar en un laberinto: se nos despiertan las ansias de encontrar la salida y somos capaces de idear el hilo de Ariadna de nuestra salvación.

 

El esplín puede ser la posibilidad para subvertirlo todo. Al aburrirnos de lo establecido debemos reaccionar con la búsqueda infinita del cambio; con propuestas novedosas para producir estremecimientos y transformaciones en el entorno. O en nuestro mundo interior. Charles Baudelaire nos proporcionó una preciosa pista con sus Pequeños poemas en prosa (El spleen de París), en los que, ante todo, discurre la vida con su múltiple gama de contradicciones y asombros. Podemos poner de nuestro lado al diablo y a todos los dioses para que nos ayuden a transformar el esplín en una catapulta, en brújula, en capacidad para imaginar y crear, en motor de búsquedas. Poseer un puñado de tedio en el alma, en el sentimiento, significa que estamos vivos. Y esta situación ya es un pábulo suficiente para la alegría.

 

(Con todo el esplín de Medellín, julio de 1993. Ensayo para el libro El Spleen de París, Charles Baudelaire, Edilux Editores)

 

Obra de James Tissot