Caminante, sí hay caminos…

(Una provocación a recorrer la ciudad con ánimos de descubrimiento)

 

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Por Reinaldo Spitaletta

Alguien, tal vez muy avisado, o que posa de ello, me insinuó cierta vez que es una inutilidad andar las calles con ánimo de descubrimientos. Otro, menos molestoso, arguyó que es una maravilla el caminar con sentido de observación. Y, en medio del paseo con criterio, es pertinente alzar la mirada al cielo. “No, no lo hagás; te puede cagar un pájaro”, pudo haber dicho un pesimista.

 

Es mi gusto. Ir por las calles, sí, con tráfago automotor, con humos y ruidos, solo por ver un atardecer con arreboles; o por mirar los cerros del oriente, con edificios que ahora desertifican lo que antes eran arboledas. O cruzar el puente que está sobre la vieja Vuelta de Guayabal, donde en años de reverberaciones y fuegos de medianoche, vendían la mejor marihuana de la ciudad, según le escuché decir a más de un experto en esas faenas.

 

También —por eso de caminar con el ánimo de educar la mirada—  un sujeto de nombre olvidable, me advirtió que tal postura era propia de pequeñoburgueses, de tipos de la seca bohemia, diletantes. No sé si así lo sea, pero es de interés en el ir y venir por callejas, avenidas y desechos (como decían los campesinos al hecho de salirse de la vía principal y eludir obstáculos, para llegar más liviano a su destino), buscar en lo evidente un mundo agazapado, una sorpresa.

 

Puede que no se sientan, desde los bajos de Enciso, sobre esa empinada calle que parece una pared (la 58), las brisas del Pandeazúcar. Y tampoco los extinguidos tangos del café Viejo París. Pero esa calle y el sonoro sector de Pativilca, tienen encantos, que van desde viejas ventanas hasta calados de madera en puertas de casas añosas.

 

Por esos lares, hay legumbrerías policromas y tiendas de esquina con reunión conversada de parroquianos. Y si es, cambiando de modo abrupto la ubicación, por unas calles, como decir la 73, cerca del cementerio de San Pedro y del Jardín Botánico, por el extinto Fundungo, verás carros viejos y talleres donde no arreglan tristezas pero sí carrocerías. Y así por Lima e Italia, por Venecia y Lovaina, por Turín y Revienta, calles que, tras tantos años de fiestas anochecidas, hoy, en su decadencia, son más de dedicación a lavados de carros y reciclajes de memorias extraviadas.

 

Son estos ámbitos, que a veces huelen a vegetales, a veces a hollín, un epicentro de amores de ocasión y citas de urgencia para la aventura carnal. Jardines de delicias y edenes con serpientes de tentación. Los lugares de la ciudad se especializan.

 

Por ejemplo, la esquina de la 73 con Bolívar, detrás del Jardín Botánico, es un homenaje a las mujeres de Antioquia. La ciudad mutante. En este sector, donde antes estuvo el Bosque de la Independencia, y también zonas de tolerancia, ahora hay una historia en bronce, con efigies de féminas destacadas en diversas disciplinas y luchas.

 

En la denominada Esquina de las Mujeres, se puede hacer una lectura histórica de tiempos, hazañas, pensamientos y labores. Y si bien no están todas las que son, las mujeres que en este breve parque son celebradas sí tienen méritos para perpetuarse en el metal. Y en la memoria colectiva. Están, como parte de las indígenas, la cacica Dabeiba y la cacica Agrazaba; también María Centeno, la primera mujer arriera y minera en Antioquia, casada cuatro veces, empresaria irreverente y audaz.

 

Claro. La transgresora Débora Arango, la de los desnudos atrevidos y las denuncias de la violencia, está ahí; como lo están Simona Duque, Jesusita Vallejo de Mora, María Cano, Luz Castro de Gutiérrez, Rosita Turizo, Blanca Isaza de Jaramillo, Luzmila Acosta, Benedikta Zur Nieden y María Martínez de Nisser. ¡Ah!, pero que faltan otras. Sí, como Betsabé Espinal, por ejemplo.

 

Por esos mismos espacios se debían erigir, por qué no, bustos a madamas destacadas en los cuarenta y cincuenta del siglo XX, que habitaron con sus casas de placer —muy cerca de donde hoy están sus congéneres bronceadas—, como Marta Pintuco, Ligia Sierra y María Duque, por citar apenas unas cuantas.

 

No es tan inútil pasar por Sevilla y sus mangos umbrosos, sus casonas de corredor, sus clínicas y almorzaderos. Ni por los alrededores de la estación Hospital, que cuando la tarde es la reina, comienza a oler a carne asada y otras frituras. Y si bien, esta ciudad jamás ha sido pensada para los caminantes, tal vez porque, a la “americana”, se privilegió el carro, no está mal meterse por el Chagualo (con sus baldoserías y ventas de materiales de construcción), o hacer una ruta de conventos (en Prado, no más, hay veintidós) que están por La Mansión, San Miguel, Los Ángeles.

 

Un día de caminata, solo se podría ir en pos de fachadas, que tienen belleza en Prado, algo del viejo esplendor en Boston, y apenas unas cuantas quedan en pie en los ya muy destruidos barrios Buenos Aires y Miraflores. Hay “castillescas”, a lo chalet, afrancesadas, muchas con rosetones, cornisas, claraboyas, inscripciones, nichos con santicos y vírgenes. Y, como idea para un transcurrir diferente, se pueden seguir los numerosos santuarios en casas, antejardines, plazoletas y separadores viales. Da para relatos de religiosidad popular y mucha imaginería. Y hasta para prender una velita.

 

La ciudad, aunque no lo parezca, es infinita. Y aparte del ladrillo a la vista, las torres eclesiales, los edificios de gobierno, la abundante contaminación, en fin, hay un sinnúmero de tiendas y fritanguerías, de portones y contraportones, de murales y paredes que hablan. No se la pierda. Camínela. Siempre habrá un crepúsculo con abundantes pájaros que buscan su hospedaje nocturno  y con gentes ansiosas de llegar a casa. Digo en los atardeceres. En la “matinalidad”, hay quienes se toparán con el rosicler celeste y con los frescos olores de las colegialas y los obreros recién bañados.

 

Hay múltiples encuentros en cada salida. A veces, aleatorios, que son, quizá, los más atractivos. Como uno que, hace poco, por la carrera Ecuador con Moore, presencié, no sin perplejidad. Una dama de negro, con su traje largo, abierto a los lados, dejaba ver, a cada paso, las piernas sugerentes y tentadoras que hacían parar a los taxistas y detener con boca abierta a los “inútiles” buscadores de lo excepcional en la vida cotidiana. ¡Ah!, y es muy barato: solo se requieren tenis y ojos muy atentos…

 

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El Museo de Antioquia y la Plaza Botero, en Medellín.

 

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1 comentario

  1. «La ciudad, aunque no lo parezca, es infinita» y si ese recorrido se hace con una cámara, los resultados son aún más sorprendentes, porque uno nunca se imagina lo que se va a encontrar. Descubrir los lugares siempre ha sido un buen método y leer mucho antes de empezar con el recorrido, una obligación.

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