Se robaron el oro y nos dejaron las palabras

(A propósito de la Semana del Libro y del Idioma)

Por Reinaldo Spitaletta

Al principio fueron las palabras. Con ellas nos aproximamos a las primeras emociones, a los paisajes más cercanos, a un rostro y unos apetitosos senos, a los murmullos, al llanto, a la risa. Al mundo. En ese indescifrable universo de sonidos e imágenes, en el que fuimos aprehendiendo lo que nos rodeaba, de a poco nos aprovisionamos, sin darnos cuenta, de un caudal de sonoridades significativas. Las palabras nos abrieron las compuertas del pensamiento, de los sentidos, de las ilusiones.

Sonaban bien mamá, papá, leche, teta, las vocales, los intentos de pronunciar una palabra difícil, el cielo, los juguetes, el viento que más tarde se hizo cometa, las hojas de cuaderno, la pelota. El mundo son las palabras con que lo vamos nombrando. Sin ellas, todo se reduce a una abstracción sin sentido, a un balbuceo. Mientras más palabras iban llegando, más crecían la imaginación, los significados, la melodía de la lengua.

Casa, escuela, familia, calle, juego… había en todas ellas un acercamiento a otros niveles de la vida. Nos íbamos dando cuenta que todo está hecho de palabras, así como más tarde, cuando ya habíamos acumulado cierto vocabulario, jugado con diccionarios, leído las primeras historias, escuchado la voz de la maestra, la contundente afirmación de un pensador antiguo, Filón de Alejandría, nos conmovería con su hipótesis singular: “Las palabras crean las cosas”.

La lengua es la madre. La creadora de identidad. La que nos proporciona carácter y nos comunica con los otros. Nos humaniza. Nos socializa. Y también nos prepara para las soledades y las despedidas. En un comienzo, cuando lo que nos rodeaba apenas era un breve cúmulo de sonidos, una atmósfera incomprendida, una luz, una sombra, las palabras eran solo sonoridad, música, ruido, no había aún aquello del entendimiento y las honduras en toda la extensión y hondura que una palabra abarca.

Qué proceso extraordinario, de la inteligencia, de la sensibilidad, de la capacidad de crear el mundo a través de las palabras, es ir creciendo en léxicos, en significados, en la catalogación de las cosas mediante un nombre, una designación. Cuando decimos árbol, ¿qué árbol imaginamos?; cuando decimos, por ejemplo, madre, las opciones disminuyen hasta cerrarse en una sola imagen, quizá. Con las palabras nos ampliamos en la cantidad de elementos, en la calidad y composición de la naturaleza, en las conjeturas y experimentaciones.

Filón de Alejandría

Hubo días, quizá ya un tanto lejanos, en que jugábamos con los diccionarios. El azar nos hacía abrir determinada página de ese libro portentoso e ir a una palabra específica. Y entonces al otro, al compañero de diversión, le preguntábamos acerca de ella, qué quería decir, y así, entre risas y jugarretas, el mundo se nos anchaba, se alargaba, subía y bajaba, tenía extensión, hondura y aparecía también el infinito.

Qué estremecimientos nos invadían cuando leíamos los primeros cuentos, cuando los escuchábamos en la voz de la Scheerezada hogareña, de la maestra, de un profesor que narraba…Cómo se nos abrían las posibilidades de ir más allá de los mares y las estrellas, cuando leíamos en una biblioteca pública todos los cuentos posibles, todas las fábulas, todos los encantamientos. Las palabras estaban en todas partes. Nos invitaban a ir más allá de lo evidente.

Con la lengua, con las palabras, pertenecemos a una cultura, a una manera de ser, a una geografía. Somos historia. Somos las palabras de los que ya no están, de los que pensaron y crearon y escribieron y poetizaron. Con las palabras nos comunicamos con los muertos de hace siglos y con los muertos recientes. Con los vivos y con los que vendrán. La palabra (así, en singular) es un puente infinito, esencial, entre las generaciones.

Qué tremendas son las palabras. Necesarias. Irremplazables. Producen miles de imágenes. Crean-recrean. Matan. Resucitan. Cantan y también salmodian. Dioses y demonios existen gracias a ellas. Las palabras, ya es un tópico, nacen, mueren, crecen, engordan, se enflaquecen, cambian sus significados, bailan, aducen, confirman, niegan. Ah, por lo demás, nombran, designan. En este punto, podemos evocar, por qué no, una borgesiana creación, relativa al nombre.

Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de ‘rosa’ está la rosa
y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.

Es la primera estrofa del poema El Golem, referido a cabalistas y rabíes, a quienes con la palabra crean un dios o lo destruyen; un poema sobre la creación de “un aprendiz de hombre”. ¿Cuál es el nombre de Dios o cuáles son sus nombres? Quien lo sepa, puede convertirse en fuego. O llevar el conocimiento de este elemento antiguo a los hombres para que sean capaces de igualarse con los dioses. O superarlos.

Las palabras nos pueden conducir, en una suerte de flashback, a preguntarnos, por ejemplo a lo Canetti, cuál fue el primer animal que pobló nuestros sueños, nuestras iniciales imaginaciones. Para unos pudo ser el lobo (¿quizá el hombre-lobo?); para otros, un tigre. Para una buena porción, el perro, el gato. Nuestras primeras palabras tuvieron que ver con la oscuridad, con el sentirse solo en una cuna, con un lejano canto de pájaros matinales.

Las palabras, la lengua, nos ponen en contacto con las abstracciones. Nos nutren el pensamiento. Qué dispositivos extraordinarios. Qué instrumentos imprescindibles son en la construcción y deconstrucción del “perro mundo”. Me parece que aquí ya va siendo hora de recordar un fragmento de un escrito de Pablo Neruda de su libro autobiográfico Confieso que he vivido. Y tiene que ver, claro, con las palabras.

“…las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se escuchan, hasta que de pronto caen…”.

El poeta chileno, muerto días después de que la CIA, Kissinger, Nixon, los Estados Unidos, la ITT, en fin, dieran el golpe de estado contra Salvador Allende, sabía, cómo no iba a saberlo, que “Todo está en la palabra”. La vida, la muerte, la niñez, la vejez, la sangre, las guerras, la paz… todo está en las palabras. Y, pese a todas las crueldades de los bárbaros, de los invasores, de los que llegaron a apoderarse del oro americano, de los que, pese a toda su civilización no poseían todas las palabras para comprender ese mundo insólito, deslumbrador, maravilloso, ese nuevo mundo, pero sí tenían una lengua, y —lo dice el poeta— a esos extranjeros “se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes…”.

Con esa lengua en la que fue escrito el Quijote, con el idioma de esos bárbaros barbudos, “salimos perdiendo… salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”. Un tesoro, una enorme veta: las palabras

Al principio fueron las palabras. Las mismas que crearon el mundo. Las que contaron sobre sus miserias y grandezas. Las del navegante, las del guerrero, las del sacerdote, las del arúspice, las del pirata, las del verdugo, las del aedo, las de todos… las palabras, las que siguen siendo una muestra de la inteligencia y la imaginación. Las invencibles. Las eternas.

(Escrito en Medellín el 18 de abril de 2022, al iniciarse la Semana del Libro y del Idioma)

El olvido, ¿única venganza y único perdón?

(Nota sobre el perdón y las ofensas)

Por Reinaldo Spitaletta

Más allá de su origen religioso y confesional, de ser una mediación entre los dioses y los humanos (“perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: se dirige al dios y se anuncia luego como un hecho terrenal con el semejante), el perdón es una revelación de la palabra y su poder transformador, una contención de la venganza y un neutralizador del odio.

Pese a su origen religioso (también hay una historia laica del perdón), se ha proyectado a ámbitos de lo social, del derecho y la política. Y a la compleja relación entre los individuos. “Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”, enuncia Borges en Fragmentos de un Evangelio apócrifo, en el cual también se dicen cosas como estas: “No odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio nunca será mejor que tu paz.”

¿Qué es el perdón? Puede haber disímiles definiciones, entretejidas con memorias y olvidos, (“Las palabras crean las cosas”, decía un filósofo), con palabras que se instalan en la conciencia individual y colectiva. ¿Perdonar es olvidar? ¿Es esperar una reparación más allá del acto de contrición o de pesar que puede hacer el victimario? El perdón, un acto en el que hay que desarmarse, aherrojar el orgullo, desprenderse de vanidades, es una apertura. Una posibilidad del acercamiento, por lo menos en el instante de la formulación (un ritual), entre ofensor y ofendido.

¿Es un nuevo comienzo el perdón? ¿Puede hacer desaparecer la herida? Es un elemento curativo o terapéutico, pero, además, es una suerte de paisaje de la tranquilidad en el que las tensiones se resguardan o se agazapan. Mejor dicho, se puede admitir que perdonar es dejar de pensar en la venganza, o en el castigo a la ofensa. Sucede entre dos (aunque no es solo individual) y se establece un tácito pacto, una cesación. Una descarga. Y se puede decir que, aunque las heridas sigan abiertas, hay una interrupción del odio, de un lado, y del peso de la culpa, del otro.

Es bello, además de necesario, que existan jornadas del perdón, caminos para ir a su encuentro, celebraciones y conmemoraciones sobre la culpa y su expiación. Como escenarios para propiciarlos. Así es posible que quien impetrará el perdón reconozca y sienta la presencia estorbosa de la culpa, del acto agresor, de su condición de victimario y entonces estará listo para beber la pócima del arrepentimiento.

Con tantas cosas está conectado el acto del perdón. No desaparece o anula la memoria, ni es para borrar (no siempre es adecuado aquello de “borrón y cuenta nueva”). Es para renacer. O sea, para tener nuevas perspectivas de relación con el otro, que vayan más allá del agravio y el desagravio. La sensación que puede flotar luego del perdón (se insiste, es una transacción entre dos instancias, entre categorías de pensamiento, entre formas de ver el mundo, etc.) es la de la ingravidez. Uno y otro se despojan. Uno, del peso de la culpa; el otro, de las ansias punitivas, cuando no de vindicta. Y así se abre un camino.

El perdón, entonces, es un acto de reconocimiento de la culpa, de la vergüenza por lo cometido, que trasciende escenografías y utilitarismos. El paso que sigue (suponiendo que sea un proceso en etapas) es la reconciliación. ¿Y dónde queda la justicia? Puede ser un interrogante válido cuando se advierte que el perdón se presenta cuando no ha habido un castigo previo, una pena, una punición. Esto no es un absoluto, porque puede haber un precedente de aplicación de justicia penal al agresor y luego de esta pueden venir también ofrendas de perdón y arrepentimientos.

¿El perdón niega la justicia? Este interrogante siempre ha estado en la formulación de la duda y las alertas acerca de una y otra categorías, y permite indagaciones y perspectivas analíticas. ¿Y si hubiera justicia sobrarían los escenarios del perdón? Aquí pudiera recordarse, entre tantos ejemplos que hay en la historia, aquella muestra de arbitrariedad, como fue el amañado juicio y condena a Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, en la década del veinte, en los Estados Unidos. Se les aplicó la pena de muerte a dos inocentes, solo porque eran distintos en sus ideas, porque no encajaban en los moldes del poder, hechos para uniformar al ciudadano, para adormecerlo y erigirlo en ser dócil y obediente. Después, pasados cincuenta años del atropello judicial, las autoridades de Massachusetts pidieron perdón, cuando ya los dos inmigrantes italianos habían ascendido a la categoría de “héroes del pueblo”.

Este tipo de perdones, tardíos y todo, sirven, en general, como un acto de contrición y desahogo del poder frente a sus desafueros, y, en particular, a la historia, a la revisión, al volver atrás para saber qué pasó. Cuando acaeció esta situación de pedir perdón por los errores cometidos con Sacco y Vanzetti, ejecutados en la silla eléctrica, muchos tornaron a la revisión, a los anales históricos a ver de qué se había tratado aquel abuso. Y pudieron escarbar en un momento de la historia de EE.UU., cuando se declaraba el “miedo al rojo” y se perseguían contradictores del establecimiento.

Igual ha acontecido con los perdones —tardíos y todo— pedidos por la Iglesia católica por sus crímenes y persecuciones a los que ella consideraba herejes, opositores al dogma, cuestionadores del poder terrenal de esa institución, en fin. Desde el establecimiento del tribunal de la Inquisición en 1233 por el papa Gregorio IX, la sucesión de autos de fe, quemas en la hoguera, juicios infames a los considerados heréticos, brujas, científicos, filósofos, reformadores, en fin, fue una aciaga muestra del dogmatismo y autoritarismo eclesial.

Y digo que las invocaciones al perdón realizadas por pontífices como Juan Pablo II y Francisco son, además de una especie de purgatorio de sus afrentas, una posibilidad para que los feligreses, y por supuesto cualquier otra persona creyente o no creyente, se interesaran por la historia de aquellas infamias. De tal modo que fue posible, al menos como repaso, volver los ojos a la pavorosa quema de brujas, que eran, en esencia, mujeres sabias, experimentadoras de los nuevos conceptos científicos, forjadoras de caminos para otras maneras del conocimiento, y que fueron víctimas de la Inquisición.

O recordar a científicos como Galileo Galilei (condenado por demostrar que la Tierra giraba alrededor del Sol, aunque este astrónomo se salvó de las llamas), Giordano Bruno y a los miles de víctimas de la denominada “evangelización” de América, una sangrienta purga de indígenas consistente en que millones de habitantes nativos fueron sometidos a las más enconadas maneras de barbarie de los invasores.

El papa Francisco, en su visita a Bolivia en julio de 2015, pidió “humildemente perdón» no solo por “las ofensas de la propia Iglesia católica, sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América”. Así que estas muestras de reconocimiento de sus aborrecibles atrocidades, además de darles dignidad a los representantes del poder religioso católico, les concede una posibilidad del arrepentimiento, aunque, como se podría inferir, la historia no los absolverá. Dicen por ahí que la iniquidad cometida se puede perdonar, pero no olvidar.

En Colombia, país de la ofensa, de los agravios y las inequidades, el perdón ha sido, sobre todo en los últimos tiempos, una posibilidad —aunque todavía remota— de la reconciliación y el acercamiento entre víctimas y victimarios, en particular en los del conflicto armado. Exguerrilleros y exparamilitares han podido, debido a las instancias de la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción para la Paz (JEP), pedir perdón a las víctimas. Lo que no deja de ser significativo en una nación sometida durante años a todas las violencias y arbitrariedades.

Es hora, dice uno, de que el Estado y algunos de los que han sido gobernantes comiencen a pedir perdón por sus actos desalmados, como, por ejemplo, los “falsos positivos”, las reformas antipopulares, la corrupción (todavía, como quería un viejo presidente, también desalmado, no han podido reducirla a “sus justas proporciones”) y otra lista casi infinita de arbitrariedades y de mal gobierno.

Esos son los perdones grandes. Los pequeños, muy necesarios y restauradores, están más en la vida cotidiana, en las relaciones de vecinos, en el mundo doméstico. Y ayudan a la convivencia y la comunicación. Hablo aquí de perdones, no de venganzas. Estas las podemos dejar en algunas obras literarias (maravillosas, como la venganza de la ballena Moby Dick o la de Edmundo Dantès, conde de Montecristo, en El barril de amontillado y otros tantos cuentos y novelas) y en las deleitosas revanchas futboleras.

(Escrito en Medellín el soleado 18 de septiembre de 2021)

La degeneración del periodismo

(Pequeña diatriba contra los “tejidos de mentiras” y otros disfraces)

Librería Catalonia på Twitter: "De la colección Clásicos radicales: Contra  los periodistas y otros contras, de Karl Krauss.… "

Por Reinaldo Spitaletta

Borges, poseedor de afilado humor negro y hasta de otros colores, decía que el periodismo (mejor dicho, lo que en los periódicos se publicaba) era puro material para el olvido. Para él, husmeador en distintas dimensiones del conocimiento, la última noticia interesante había sido la del Descubrimiento de América. “Yo no he leído un periódico en toda mi vida. En un diario, por lo general, se escriben noticias, desde luego tontas”, apuntaba con sorna.

Un rabino de cuyo nombre no tengo ya noción decía que para qué diablos (y esta palabra la pronunciaba con cuidado) manosear diarios porque, al fin de cuentas, qué novedad atractiva iba a existir después de que Caín mató a Abel. Y así, otros, menos visibles, pueden decir que leer un periódico (lo mismo que escuchar noticiarios radiales o verlos en tv) es una pérdida de tiempo, porque no solo no dicen nada trascendente, sino que están cooptados por el poder.

Y no solo cooptados, sino que, viéndolo bien, han sido comprados por transnacionales, grupos económicos, capitalistas que necesitan publicar sus intereses y plusvalías en las páginas económicas y en otras secciones (las deportivas, por ejemplo). No falta el inteligente que advierta que él no lee ni ve ni oye información porque la misma, que siempre ha sido una mercancía, no es veraz, o está maquillada, o algo oculta, o tiene solo una cara… “No, no me diga que lea periódicos o vea noticias de televisión. No lo hago por salud mental”, me dijo una vez un profesor de física.

El periodismo, oficio ilustrado si los hubo, se ha disecado. O por lo menos, es poca la posibilidad de saber (o, al menos, tener noción de algo), de enterarse con rigor de los acontecimientos, o de aportar al conocimiento, porque es, casi siempre, propaganda, o lo que los editores consideran, en su supina ignorancia o en su sabiondez, que tal cosa o tal otra es la que se vende. Y entonces todo es tendencioso. O que hay que privilegiar lo gráfico sobre lo textual. Y por eso, hay que incluir foticos a granel y otras imágenes. Qué cuento de contar historias, más faltaba.

De tal modo que hay publicaciones periódicas que son un atentado a la inteligencia. Un amigo, gran lector, me dijo un día que él no veía televisión y poco tiempo les dedicaba a los periódicos (ah, tampoco escuchaba radio informativa o desinformativa). “Si una cosa de veras importante pasa aquí o en otra parte, igual me enteraré”. Y sí; por ejemplo, si se acaba el mundo, pues ya no habrá forma de darse cuenta y poco importará. Quizá los extraterrestres harán alguna reportería y publicarán una notica insignificante, tan insignificante como es la Tierra en el infinito concierto del universo.

El arte y la prensa en las Colecciones Españolas : Asociación de Periodistas  Europeos | Producción artística, Arte, Pinturas

“No pasa nada”, me dijo otro allegado, “si no leo prensa ni veo noticieros”. “No es esencial”. Y es triste que ocurran estos señalamientos porque hubo épocas, tal vez ya remotas, en que un periódico reunía una serie de elementos clave para aportar al hombre, al ciudadano, a la comunidad. Tenían una utopía, como la de ser la voz de los que habían enmudecido por las cadenas, grilletes y otros mecanismos opresores del poder.

La prensa toda era un negocio respetable y que respetaba a los destinatarios de sus contenidos. Había historias bien contadas, aspectos insólitos o llamativos de una sociedad, y noticias que no solo eran las malas noticias. Y qué tal los suplementos. La literatura era parte de un periódico. La arquitectura. La plástica. La música. Había críticos especializados. Y cronistas de alto vuelo, como escritores invitados a determinadas secciones.

Era un símbolo de la libertad, un ejercicio para el libre pensamiento y los disensos civilizados. Sí, había posibilidades para el debate y para saber de las posiciones contrarias a una corriente, hecho, disposición gubernamental, en fin. Se podría decir que el periodismo llegó a ser una actividad de la inteligencia, la creatividad, la confrontación ideológica, la revelación seria de lo que algunos querían que no se revelara.

“El periodismo es libre o es una farsa”, dijo Rodolfo Walsh, un periodista investigador, pionero en América Latina y el mundo de las corrientes posteriormente denominadas “nuevo periodismo”. Además, era un escritor brillante que, además de reportajes como Operación masacre, legó a los lectores cuentos y novelas, algunos atravesados por lo policíaco y detectivesco.

Operación masacre, la historia de una matanza – HERALDO DE MADRID

Y así como el alemán Tucholsky dio una definición de estruendo sobre el periodismo (“El periodismo es el tejido de mentiras más complejo que jamás se haya inventado.”), y Balzac, puntilloso e irónico, decía que si el periodismo no existiera no había necesidad de inventarlo, hubo otros que lo pusieron como un pilar de la democracia y una actividad intelectual de envergadura.

En estos tiempos de las distopías se fue menguando el periodismo como una posibilidad de alerta, de mostrar asuntos que el poder no estaba dispuesto a que se mostraran, y se erigió en desdichado baluarte de la antidemocracia, de dictaduras y otros autoritarismos. Y alguien lo vio como un elemento de la tristeza, porque, sí, qué triste aquello que pronunció Luis del Olmo: “Ser un empleado de un medio para contar la verdad del dueño en lugar de la tuya, es algo terrible.”

En los tiempos del gran Oscar Wilde, un irlandés que puso a sudar petróleo a los muy flemáticos y moralistas ingleses, el periodismo ofrecía diversas alternativas, desde el amarillismo, hasta la seriedad en traje de paño. Y como su inteligencia y su humor eran ilimitados, no podía dejar de tirar una frase célebre, de las muchas agudísimas que insertó en sus escritos, como la novela El retrato de Dorian Gray, en su teatro, ensayos y cuentos: “La diferencia entre literatura y periodismo es que el periodismo es ilegible y la literatura no es leída.”

“Y para qué leer un periódico de ayer”, decía el portorriqueño Tite Curet Alonso. Creo que, sobre todo cuando se visitan archivos, es una delicia leer periódicos de ayer, mejor dicho, muy viejos, porque hay historias, reportajes, relatos, todo un mundo desaparecido que revive como testimonio de épocas, de mentalidades y de culturas. Y es porque entonces tales publicaciones se tenían como vehículos de conocimiento y divulgación cultural.

Después del “Descubrimiento de América”, pese a Borges, hubo noticias de gran calibre. Solo que había que contarlas bien. Y seguro algunas quedaron bien narradas, como, por decir algo, las de las pestes, los inventos, las inquisiciones, los descabezamientos reales, la revolución rusa, la bomba atómica, el viaje a la luna, la caída del Tercer Reich…

Hay que anotar que, más que todo, por estas geografías (de atracciones infinitas) es que el periodismo se ha vuelto una burla a la historia, un desdén a la razón y un arriar de las banderas de la libertad, el pensamiento y la creatividad. Y se ha erigido como propaganda burda. Y farándula ordinaria. Vulgar mercancía.

Lo que fue un oficio de la inteligencia y la ilustración, en estas comarcas se degradó. Periodismo de bufones. “Qué pesar”, decía una señora. “Ahí no hay nada”, repetía otra voz. Periódicos, noticiarios radiales, noticias televisadas, pura sobadera de sacos, linsonjas, lambonería y servilismo. Qué pesar, sí. Y qué desvergüenza. Ah, y para cerrar, como ha dicho el pueblo: “Al que le caiga el guante…”. A lo mejor, sí tenía razón el escritor de la Esquina rosada: “los periódicos se hacen para el olvido, mientras que los libros son para la memoria”.

(Escrito en Medellín el 2 de agosto de 2021)

Tiempo que se escurre entre los dedos

(Breve reflexión sobre la fugacidad y los relojes)

Por Reinaldo Spitaletta

Más que de sueños, estamos hechos de tiempo, tejidos de segundos, de horas, de años. Los relojes nos asignan su tic-tac ineluctable, siempre hacia un final, un punto de llegada definitiva, una cesación de la cuerda, de la máquina. Sí, de la máquina del tiempo, la que nos hace partícipes de un engranaje complejo del que somos apenas una arandela o una tuerca. Cuando de niño escuchabas la palabra eternidad y alguien intentaba explicarte aquello de un estado en el que no hay tiempo, no dabas con la idea, y mirabas al cielo y solo veías el vuelo particular y, por qué no, hermoso de los goleros oscuros, presagiadores de lluvia. O de alguna muerte.

¿Qué es el tiempo? Una pregunta permanente, ¿desde el principio?, de quienes han caminado, o ido de un punto a otro. De los que han nacido y se han enterado después (¿qué es el después?, ¿y qué el antes?) de que son seres que transcurren. De los que, viendo un río, saben qué es la eternidad, esa que pasa y cambia y parece la misma y que hace que se diga en un acercamiento al infinito que nadie se baña dos veces en las aguas de Heráclito, porque cambian, son materia y tiempo, que también es materia.

Somos tiempo. Estamos delimitados por un principio y un final. Aunque también puede ser al revés: el final puede ser un principio. Una suerte de contravía en el sentido del tiempo, no del espacio. El tiempo nos va domesticando. Nos somete. Qué diferente era aquel tiempo de la niñez, de la más remota, cuando el final era una lejanía que a veces podía doler. Cuánto se demoraba el advenimiento del tiempo de los regalos, de las sorpresas, del momento crucial de poder buscar bajo la almohada, bajo la cama, en un escaparate, en algún lugar insospechado, el presente mágico que una entidad invisible, atemporal, otro niño con dotes de estar en todas partes al mismo tiempo, con su ubicuidad de milagro, su simultaneidad, nos hacía ver que había una tardanza. Otra forma del reloj. La noción del almanaque. Nos vincularon a los calendarios, a los transcursos medibles. Y después, dentro de las cotas del sistema, nos involucraron en aquella máxima del capitalismo sobre la ganancia: el tiempo es oro, cuando en un momento también pudo ser incienso y mirra, el tiempo del pesebre mítico, de la infancia sin religión sino con juego y desborde de imaginaciones.

Somos parte de una pirámide primitiva, de un reloj de arena, de una clepsidra, de los relojes atómicos. Vamos y volvemos, con paradas, con pausas y nuevos impulsos. A veces queremos que esa entidad (un constructo) que llamamos tiempo, perdure. Que no termine. O, al contrario, que se acabe pronto. Todo, según las circunstancias. Es distinto el tiempo de la peste al de la fiesta, incluso en un cuento en el que una y otra se juntan, como sucede en La máscara de la muerte roja.

Los filósofos, los matemáticos, los físicos, los metafísicos le han gastado tiempo y cacumen a ese concepto. El tiempo inmóvil. El que se mueve. El que va y viene. El del eterno retorno. El tiempo y el infinito.  Y el de San Agustín sobre qué es el tiempo: “Si nadie me lo pregunta, lo sé; si me lo preguntan y quiero explicarlo, lo ignoro.” Y el tiempo del trabajo. Y el de lo sagrado. Tantos tiempos, tiempos absolutos, tiempos relativos.

¿Cómo es el tiempo de los rituales y cómo el de las celebraciones profanas? ¿Cómo es el tiempo del carnaval y cómo el de la cuaresma? Y ahí, en las maneras de lograr que el tiempo sea ganancia, se convierta en plusvalías, llega el tiempo laborable, el de las jornadas de trabajo. Y surgieron los tiempos de la oración, de los ángelus, de los insoportables rosarios y otros rezos, como los tiempos de las conmemoraciones: tiempo de la memoria. O la memoria del tiempo. Somos ayeres y somos el ahora. El futuro es pensar en lo que todavía no es, en lo que vendrá, útil también para las planeaciones y proyecciones, como para el deseo y las ensoñaciones.

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Somos hojas de calendario, punteros de antiguos relojes, el hombre como medida del tiempo (y este como medida del hombre). Nacer y envejecer y terminarse. O prolongarse en el canto de las mañanas campestres, en el agua, en un jarrón con flores, en una lápida de mármol, en las cenizas que se arrojan como abono a un árbol de recuerdos. Somos quizá un muñeco de año viejo. Una evidencia simbólica de que el tiempo ha transcurrido y, además, de que llega otro tiempo, que es el mismo, sin interrupciones. Fluyente. ¿Hay tiempo en la quietud? ¿Es distinto el tiempo del atleta al del peón agrario? ¿El del ajedrecista al del corredor de bolsa?

Cuando algo o alguien se aleja hay ahí, en ese acto en el que también pueden intervenir la geometría, la geografía, una noción de lo temporal, quizá vulgar, pero que da cuenta de que el tiempo tiene que ver con lo cercano, con lo ausente, con lo que se va. El irse y el volver dan certeza de lo temporal. Así como el presente, que es suma de pasado y de porvenir, o, por lo menos, que los debe tener en cuenta: lo que se ha ido, lo que llegará. Y en esa mitad, el ahora, el ya. El presente, aunque parezca una muestra de los estático, se mueve. ¿Puede haber un eterno presente?

Puede ser, quizá en una evocación de Pablo de Tarso, que cada día, o cada instante, se nace y se muere. En una sola vez, en cierta simultaneidad, conviven la vida y la muerte, en cada momento. Somos y no somos. Y ahí vuelve el dilema shakesperiano: ser o no ser. Al ser también dejamos de ser. Estamos y no estamos. Nuestra vida, como lo intuyó Borges, puede ser una eterna agonía. “Estamos continuamente naciendo y muriendo. Por eso el problema del tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos”, dijo el poeta y escritor argentino en su conferencia El tiempo.

En este año de la peste, el 2020, a punto de terminar (o de prolongarse), especular sobre el tiempo es también una manera de sentir que todo pasa, y que pese a todo podemos cantar. ¿Por qué no? Y en esta fugacidad, podemos susurrar los versos de un valsecito argentino: “Y al ver que nos pusimos viejos / y estamos más solos, / siento un vals en tu piano llorar…”.

Escrito en Medellín el 29 de diciembre del año de la peste. Feliz 2021

Impression rigide « Fusion de la montre (Soft Watch au moment de la  première explosion) -Salvador Dali », par LexBauer | Redbubble
Reloj de Salvador Dalí

La pesadilla de la casa tomada

(Una visión sobre un clásico cuento de Julio Cortázar, a propósito de los días de pandemia)

 

Casa tomada, un cuento de Julio Cortázar - Zenda

Un estremecedor cuento del escritor argentino Julio Cortázar

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

La casa, la singular y la diversa, que tanto ayer como hoy se tornó refugio para evitar la peste, ha sido materia de ficciones y otros muchos enfoques estéticos. La literatura, ese otro asilo en tiempos pandémicos, la ha tenido en sus afectos, vista desde distintas alturas, balcones y minaretes, o, incluso, desde las honduras de las alcantarillas y el desamparo de los “sin-casa”. Y ha habido casas de cristal, de tela gruesa como las de los gitanos, de tapias y bahareques y ladrillos y de materiales indefinidos. La casa, que a veces puede ser solo una pieza de conventillo o el salón de un burdel, es un complejo elemento que se ha paseado por distintas avenidas artísticas.

 

Y así como se puede encontrar en aquella que quedará borrada por el tiempo y la destrucción cataclísmica en Cien años de soledad, estarán desde otra perspectiva las casas de Faulkner y la decadencia de los aristócratas del sur profundo de los Estados Unidos. Casas en ruinas, como la Usher, y casas en donde se pueden esconder las sangres de los trabajadores bananeros, como la de Cepeda Samudio. Y, bueno, ni hacer catálogos de la casa en canciones, en lienzos, en obras teatrales, en poemas… Pueden estar las sombras del castillo medieval y las casas rodantes, las carencias de la villa tugurial y las comodidades de mansiones californianas.

 

Y estas consideraciones preliminares para decir que el cuento Casa tomada, de Julio Cortázar, quizá de los primeros que él publicó, por allá en 1946 y gracias a los buenos oficios de Borges en la revista Anales de Buenos Aires, es uno de los más representativos acerca de esa construcción doméstica, símbolo de la protección y el abrigo, de la familia y el recogimiento interior. Se dice que, tras una pesadilla, en tiempos del verano del 45, Cortázar se levantó agitado y escribió de un tirón este cuento maestro, lleno de insinuaciones, pero, a la vez, revestido de un tono trágico y fantasmal.

 

Un cuento (y, por extensión, cualquier obra artística) cuando está bien concebido y realizado, produce interpretaciones a granel. Es polisémico. Y, según cada lector, se le pueden atribuir distintas posibilidades hermenéuticas, darle uno u otro significado. Es la gracia del arte. O, al menos, una de sus cualidades. Y Casa tomada, que el mismo autor dijo en varias entrevistas que nació de un sueño intranquilo, en el que él era desplazado por alguien indeterminado por las distintas habitaciones de una casa hasta arrojarlo a la calle, es un cuento abierto, que posibilita diversos puntos de vista en sus formas exegéticas de acercarse a él.

 

Cortázar decía que, en su pesadilla, había algo espantoso, tal vez una sombra, alguien indefinido, pero de cuya presencia él, el soñante, se daba cuenta. Y lo empujaba por la fuerza del miedo hacia afuera, mientras el huyente, a lo mejor acosado por el desespero, intentaba ponerle trampas, barricadas, estorbos. Es el origen de la emoción que, después, tendrá una forma literaria, una situación en la que la intensidad va creciendo en la medida en que, presencias sin identificar, se van apoderando de los espacios familiares.

 

9 mejores imágenes de Casa Tomada | Julio cortázar, Cortazar y ...

El cuento, de menos de dos mil palabras, ofrece una visión tranquila al principio, de dos hermanos que, ya con cierta edad, es decir, no son jóvenes, habitan una inmensa casa de sus ancestros, donde medraron sus bisabuelos, su abuelo paterno, sus padres y ahora ellos, solitarios y solteros, dedicados el hombre a la lectura de literatura francesa, y ella, Irene, “una chica nacida para no molestar a nadie”, a tejer en un sofá de su dormitorio. Pero la pesadilla de dos seres despiertos vendrá. Y sin saberse de qué funesta presencia se trata, sentirán que están siendo desplazados en aquel interior amplio, de pasillos y zaguanes, de livings y patios, de puertas pesadas y dormitorios que se comunican entre ellos. Cortázar logró construir un ambiente en que se destaca una arquitectura añeja, de caserones que ya no volverán, de casas con historias familiares largas. Y, para enfatizar más el drama, de una familia que ya está a punto de desaparecer, como si fueran los últimos mohicanos.

 

Casa tomada es un cuento con un excelente manejo del suspense, pero, a su vez, de la vida interior. Sucede todo hacia adentro, aunque se sabe que hay una ciudad, que el hombre va al centro a comprarle a su hermana las lanas para los tejidos, que un lado de la casa da a la calle Rodríguez Peña. Lo esencial en todo caso sucede en el interior, que puede ser el de una cómoda de alcanfor o el de una cocina, una biblioteca, un baño. La casa está ahí, con su arquitectura y su cobijo, pero el afuera está sugerido. Hay, claro, una sensación de encierro, de retiro, de dejar pasar los días, cuando el destino de los dos habitantes, los dos hermanos, está definido en apariencia.

 

Los ingredientes de la tensión se van dando por una presencia indeterminada, una invasión, una suerte de fantasmagórica gente que apenas se presiente a través de ruidos, de golpes de puertas, de una situación que no tiene remedio y que es irreversible. Irene y el narrador, su hermano, se dan cuenta que es inútil resistir o averiguar más allá de una puerta que también se abrirá sin saber quién la abre. La tragedia está en que, ambos, ella y él, van dejando atrás una historia, unos afectos, unas raíces. Se les va reduciendo el mundo doméstico, el viejo mundo de una casa que es su patrimonio de memorias.

 

La Hesperidina es una bebida argentina a base de corteza de ...

 

Y él se va quedando sin sus libros franceses y ella sin una botellita de una famosa bebida porteña, la Hesperidina, mixtura de naranjas amargas, agrias y dulces, que también se utilizaba como mezclador de tragos y cocteles. En la pareja fraterna va creciendo la conciencia del despojo, de la expulsión, y ante una fuerza desconocida que se va apoderando de todo, les queda sino la aceptación del fracaso, de la derrota. La resignación, que es como postrarse sin luchar, rendirse ante lo inevitable sin ofrecer al menos un conato de defensa, de oposición.

 

Es un cuento lleno de símbolos, que pueden ir desde la decadencia y el surgimiento de nuevos protagonistas de la historia, hasta la caída sin retorno en lo desconocido. Hay, en el adentro, una nueva hostilidad, y en el afuera un mundo que no ofrece ninguna certidumbre. ¿Quién es el invasor? Es la vida cómoda que se va, es el fin de un tiempo, es el nacimiento de otro, muy distinto y en el que no hay cabida para los que lo tuvieron todo y ya es hora de que se queden sin nada, sin historia, sin pasado, sin futuro. Apenas con un presente en el que, como pudiera acontecer en un episodio bíblico, es mejor que, en su fuga, no miren atrás. La pesadilla puede que continúe fuera de la casa tomada, la misma en que una desconocida peste se ha quedado a vivir para apagar las viejas canciones de cuna y abrir y cerrar una pesada puerta de roble. Tal vez a los dos hermanos que dejan atrás su historia los espere, en el afuera, un ominoso destino.

 

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Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos… Foto Spitaletta

 

 

Borges, el de la luminosa ceguera

(A propósito de los 120 años del nacimiento del poeta y escritor argentino)

 

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La duda es uno de los nombres de la inteligencia, decía Borges. Ilustración de Iñaki Massini Pontis

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

“Mirando la oscuridad que ven los ciegos” es un verso de Shakespeare que Jorge Luis Borges retoma en su conferencia La ceguera al decir que la gente se imagina que un ciego lo ve todo negro, un mundo de oscuridad absoluta. A los ciegos, se ha dicho, les extraña el negro y el rojo, dos colores que no perciben. Los ciegos viven en una especie de neblina “vagamente luminosa”, azulada o verdosa. En cualquier caso, perder la vista, como le pasó a Borges, que la heredó de sus antepasados y más o menos en 1955 ya se quedó “sin luz”, es un drama que el gran escritor y poeta argentino aprovechó en su creación literaria.

 

El mundo de la oscuridad, como metáfora, representa la terrible tiniebla de lo ignorado, de los que no se explica ni se tiene noción. Se ha visto ese estadio de la ausencia de luz como una suerte de infierno, que puede ser aquel en el que uno no ve a sus verdugos, a sus torturadores, a los que están haciendo una labor de purga, como es posible que pueda ocurrir en alguno de los círculos dantescos. La ceguera se asocia con la noche, como bien lo dice el autor de El Aleph en su Historia de la noche: “en el principio era ceguera y sueño…”, sí, como en una creación o cosmogonía, al principio no había luz.

 

Borges, lector impenitente, tuvo que haber sufrido lo indecible cuando no pudo ver más. Cuando “esos tenues instrumentos, los ojos” quedaron ciegos, cuando le advino aquella “modesta ceguera personal”, que era total en un ojo y parcial en el otro, por el que apenas se insinuaba el amarillo de los ocasos y el oro de los tigres, esos mismos felinos que él, de niño, admiró en el zoológico. Tal vez uno de sus dolores haya sido el no poder ver el rojo, “ese color que resplandece en la poesía” y así el poeta se acercó, como una larga agonía, a un “lento crepúsculo”, el irse quedando, como en un tango, “como un pájaro sin luz”.

 

La ceguera ha sido motivo literario. Y también la han padecido otros escritores y vates, como Homero, si acaso haya existido un autor así llamado, con un nombre que, se dice, significa “rehén” o también “el que no ve”, lo cual conduce una imposibilidad: que alguien sin vista hubiera concebido una poesía tan visual como la que se advierte, por ejemplo, en la Ilíada. Para Borges, al referirse a Homero y su obra, dice que la poesía no debe ser visual sino musical. Milton, el de El Paraíso perdido, un ciego con mucha luz, veía con todo el cuerpo.

 

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Borges no se dejó acobardar por la ceguera, aunque tuvo que ser una desventura atroz. Y la asumió como un modo o estilo de vida, la de las sombras, la de apenas lo sugerido por la luz, como el caso (y ocaso) de los amarillos, como los mismos áureos tonos del tigre, de esos tigres que se quedaron en su conciencia como imágenes de infancia. La plusvalía adquirida por la ausencia de visión la resarció con el mundo auditivo, que le auspició el aprendizaje de la lengua anglosajona, algo de islandés y lo condujo a decir, como lo hace en Elogio de la sombra, que la vejez “puede ser el tiempo de nuestra dicha”, porque “el animal ha muerto” y “quedan el hombre y su alma”.

 

Puede ser que, de una u otras misteriosas maneras, el ensayista, el creador de ficciones, el poeta, se haya servido de un ejemplo antiguo, como el de Demócrito de Abdera, que se sacó los ojos para pensar, para que la realidad no lo distrajera. “Mis noches están llenas de Virgilio”, dijo en un verso de Un lector, que también le propició el aprendizaje del latín.

 

El memorioso Borges acrecentó su inventiva y su capacidad para retener esencias y fenómenos gracias a su ceguera. Ante la desaparición del mundo visible había que crear otros mundos, con luz, con música, con ríos eternos como los de Heráclito, con las variables del tiempo que desembocan a lo inmutable y a lo que dejará de existir. Le sirvió en algún instante meterse con aspectos de Joyce, del que elogió su Retrato del artista adolescente, para decirnos que el autor de Ulises estudió noruego, griego, latín, y que inventó un idioma que es “difícilmente comprensible pero que se distingue por una música extraña” y pudo así llegar a una afirmación categórica: Joyce trajo una música nueva al inglés.

 

Borges ceguera subtexto y empatia

 

Borges, que cuestionó el castellano sobre todo por la imprecisión de sus sinónimos (“sugieren diferencias imaginarias”), decía que el inglés superaba a todas las demás lenguas y ofrecía infinitas posibilidades al escritor. Y quizá haya sido una manera de ver con otro idioma el mundo que la ceguera no le permitía examinar. Y, tal vez como una suavización de su condición invidente, dijo una vez que “la ceguera es un don”. Así escribió poemas como El ciego (dos versiones) y supo que “solo puedo ver para ver pesadillas”. Claro, la pesadilla, tema sobre el que dictó una conferencia en la que declaró que el “sueño es una obra de ficción”, que recrea en su libro La rosa profunda, en el cual la ceguera está inmersa, como una planta acuática, en varios poemas.

 

Con su escasa luz en la mirada el escritor buscó disimular esta ausencia, eso que él, para no abatirse, bautizó como un don, con el fin de no producir sentimientos de piedad o conmiseración. Se ha visto que los ciegos suscitan entre los videntes una especie de lastimería, de misericordia caritativa, de pesadumbre. Y Borges intentó no ser objeto de pesares por su ceguera. Más bien, le sacó partido a la misma. Y habló más de ojos que no ven, que de ciegos. “La ceguera es una clausura, pero también es una liberación, una soledad propicia a las invenciones, una llave y un álgebra”, reivindica en el prólogo de La rosa profunda. Y así supo que las tinieblas requerían ojos que ven.

 

H.G. Wells, uno escritor inglés, más bien despreciado por sus paisanos y admirado por Borges, escribió un relato a modo de distopía, una curiosidad llamada El país de los ciegos, que sucede en los Andes ecuatorianos y en esencia plantea que en aquella región desconocida los ojos no sirven para nada y no se requieren. No hay conceptos basados en el ver. Es un mundo auditivo y olfativo. Por eso, aquel visitante inesperado e involuntario que arribó de otras geografías a esa región, sabrá que allí los ojos son materia estorbosa e inútil.

 

Tal vez Borges, como si aparentara tras el corte de luz en sus vistas que los ojos no servían para mayor cosa, decidió vivir en un país de ciegos. Era un huésped de la noche, un conocedor de los mundos tenebrosos. Miraba hacia adentro. Como Milton, Borges escribirá en las sombras. Sabrá de los caliginosos parajes y paisajes de sus ojos que no le dejaban verse en un espejo, aunque su literatura tenga espejos a montón, así como laberintos, el concepto de infinito, la memoria, la razón, “los caminos de sangre que no veo” y tal vez por esas ausencias lumínicas supo que el hombre es numeroso en penas y en días.

 

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Lento en mi sombra, la penumbra hueca

 

exploro con el báculo indeciso,

 

yo, que me figuraba el Paraíso

 

                                                           bajo la especie de una biblioteca.  Ilustración de Raquel Moreno

 

 

La ceguera, que avanzó como “un lento crepúsculo”, lo puso a atisbar otras dimensiones. “Ya que he perdido el querido mundo de las apariencias, debo crear otra cosa: debo crear el futuro, lo que sucede al mundo visible que, de hecho, he perdido”. En el escritor se quedaron, en el caso de su ciudad, las imágenes de infancia y juventud, aquel viejo Buenos Aires, que él entrevió de niño a través de la reja, de la verja de su casa, consistente en patios, zaguanes, aljibes, parrales, calles empolvadas y un arrabal que él tiene que inventar, como inventó el sur, en el que tantas cosas acaecen en sus relatos.

 

El hombre y el poeta supieron que la vejez era la soledad suprema, “salvo que la suprema soledad es la muerte”. El pasado era el que había visto en sus días de adolescencia e infancia, rostros de mujeres, rosas, libros, estantes, cajones con puñales, pájaros, un mundo desvanecido, unas ausencias que se albergarán en la memoria y puede ser que sirvan como insumos para la reconstrucción de lo que ya no es. Crea a través de las palabras, y debe nombrar de nuevo un universo desaparecido.

 

Para Borges no es válida la afirmación, un tanto irracional, de que solo existe lo que se ve, lo que puede ser percibido por la vista (ser es ser percibido, sostenía Berkeley), pero hay otras maneras de la percepción. Las cosas suenan, huelen, se pueden tocar, saben. Y a través de la razón se elevan a planos conceptuales, a reflexiones no tan mundanas, a la crítica. Borges explora las sonoridades, los perfumes, el mundo de la ensoñación, otras inteligencias, las introspecciones. Y también otra manera de las visiones.

 

En Hombre de la esquina rosada, la Lujanera, que ejerce un poder de fascinación, es dueña de una condición única: “Verla, no daba sueño”. Que está conectada con el sentido de la vista, de apreciar sus formas, su caminado, su vestido, su gracia. “La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas…”. En diversos relatos, la visualidad es esencial en Borges, un ciego que veía demasiado. Por ejemplo, en Emma Zunz: “El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch”.

 

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La memoria, que según Borges es una forma del olvido, es una evidencia en la poesía y la literatura borgianas. Ayuda a ver, a reconstruir, a reparar. Hay que invocarla para no caer en el vacío. Pertenece al pasado, que puede ser un pasado irreal, una quimera, una invención más. En La memoria de Shakespeare se dice: “Quedará en lo profundo de tu memoria, debajo de la marea de los sueños. Cuando lo escribas, creerás urdir un cuento fantástico. No será mañana, todavía te faltan muchos años”.

 

En el Poema de los dones, el escritor dice que “De esta ciudad de libros hizo dueños a unos ojos sin luz, / que sólo pueden leer en las bibliotecas de los sueños…”. Borges vio a través de las literaturas, las enciclopedias, las conjeturas, los mitos y los espejos. Descifró sueños. Vio más allá de la oscuridad y así nos dejó un legado de pesadillas y visiones fantásticas. Si usted cierra los ojos y piensa en el oro de los tigres, lo verá: “Hasta la hora del ocaso amarillo / cuántas veces habré mirado / al poderoso tigre de Bengala”. Borges era un ciego con mucha luz.

 

28-viii-2019

 

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Ahora sólo perduran las formas amarillas / y sólo puedo ver para ver pesadillas.     Pintura de Juan Manuel Gaucher

 

La trágica desazón de Las palmeras salvajes

(Una novela con historias intercaladas, inundaciones y un aborto)

 

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Por Reinaldo Spitaletta

 

En 1940, un año después de haberse publicado en los Estados Unidos Las palmeras salvajes, de William Faulkner, en la editorial Random House, Jorge Luis Borges dio a conocer su traducción española de la obra que ya había sido catalogada en algunas sociedades puritanas como “obscena” y que llevaría a que, en 1948, se censurara en Pensilvania. El argentino se basó, como caso curioso, no en la edición original estadounidense sino en la británica (ya mutilada por la censura) de la editorial Chatto y Windus.

 

La novela, que consta de dos historias distintas (Las palmeras salvajes y El Viejo), aunque se conectan por diversas circunstancias y sensibilidades, tenía el título original de Si te olvidara, Jerusalén, que es la quinta línea del Salmo 137. Los editores consideraron que ese no era un título adecuado. En ella (la segunda traducida en su momento al español), el escritor que inventó el condado de Yoknapatawapha, y que le dio una enorme estatura literaria al Sur, aporta nuevas experimentaciones en su estilo y forma de hacer literatura. Además, su obra se convierte en una provocación para los más retardatarios sectores moralistas de su país y aun de otras coordenadas.

 

Tal como se lo dijo el autor de Santuario (otra novela censurada en Estados Unidos) a la periodista Jean Stein, de Paris Review, en un principio había un solo tema, la historia de Carlota Rittenmayer y Harry Wilbourne, protagonistas de Las palmeras salvajes. “Solamente después de haber comenzado el libro comprendí que debía dividirse en dos relatos. Cuando concluí la primera parte de Palmeras salvajes, advertí que algo le faltaba porque la narración necesitaba énfasis, algo que le diera relieve, como el contrapunto en música”.

 

Las historias, que se necesitan una a otra, suceden en tiempos y espacios diferentes: la del médico “inconcluso” y su amante, en 1937; la del negro convicto, diez años antes, durante las inundaciones del río Misisipi. Parece mejor escrita la relacionada con el gran río que la otra, y en la que, además, hay más presencia de las experimentaciones narrativas de Faulkner, sobre todo, con ciertos flujos de pensamiento (que todavía no alcanzan las cumbres de los que se expresan, por ejemplo, en El sonido y la furia) y en la manera de mostrar al penado (un hombre innombrado en la novela, solo se dice de él que es el Penado Alto)  en varios planos, presente y pasado, con oyentes que tiene cuando está contando lo que sucedió en la inundación, mientras él iba en un esquife a salvar a una mujer.

 

Faulkner, un escritor que fue sometido al desprecio y la oscuridad por ciertos periódicos y críticos del norte y el este de su país, asume en esta novela de historias intercaladas, una posición de gran narrador. Está en la cúspide del dominio del idioma, de los personajes, de los accidentes naturales y de la condición humana. Es capaz de hacer e interpretar las mutaciones y vacilaciones propias del hombre cuando está sometido a desafiantes presiones; cuando está inmerso en aguas turbulentas y cuando tiende a rodar por los abismos de la desesperanza y la desesperación.

 

En El Viejo (el viejo es el gran río), más que en la historia del adulterio y el aborto, hay tonos bíblicos, tal vez porque, como por ejemplo se podría apreciar en Mientras agonizo, la naturaleza está alterada y muestra toda su potencia frente a la debilidad humana. Los truenos, los relámpagos, el cielo que chorrea, el símbolo de la fragilidad en un botecito en el que, pese a todo, hay vida y esperanzas, es una constante en la historia del penado que, obtendrá, por su intento de fuga, diez años más de prisión.

 

En esta obra, en la que se siente el viento oscuro, el viento negro, Faulkner, con sus largas frases, con sus periodos entrecortados por otros extensos paréntesis, da cuenta de su dominio verbal, pero, a su vez, de la dificultad que puede tener un lector acostumbrado a la linealidad y a las frases cortas. Así que no es raro que haya que devolverse en ocasiones para agarrar de nuevo el hilo del discurso. Al tiempo, se verá y sentirán las fuerzas verbales, la musicalidad y la sonoridad de palabras, adjetivadas de un modo feroz y diferente.

 

Aunque Borges, en su traducción, omite algunas de las construcciones experimentales de Faulkner en sus modos de ensartar las frases, no parece tener ante la obra ninguna aprensión moral, amén que el texto que tradujo ya tenía las omisiones (mejor dicho, la censura) de palabrotas y otras situaciones que asustaron a los hipócritas “inquisidores”, en particular los de la edición británica, que, tal vez, era la única disponible por aquellos días en Buenos Aires.

 

El crítico Leah Leone, en su texto Las palmeras salvajes de William Faulkner en la traducción de Jorge Luis Borges (1940), dice: “La irreverencia que tenía Borges hacia el original, en combinación con los disgustos que tenía con el modernismo anglófono, le llevarían a desechar muchas de esas novedades técnicas «incómodas» y «exasperantes» de la novela de Faulkner”.

 

Las palmeras salvajes es el relato de los amores ilícitos y contrariados del estudiante de Medicina Harry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer, que deja a su marido e hijas para escapar con su amante. A la postre, tras diversas aventuras y peripecias, la mujer muere a causa de un aborto mal practicado por Harry. La historia contrapuntística, El Viejo, es la narración de una serie de sucesos que tienen como eje a un “penado alto”, que soportará todas las mudanzas de la naturaleza y, si se quiere, como en los trágicos griegos, del inevitable destino.

 

Como en otras piezas faulknerianas, la mezcla de voces, como una polifonía, está presente en los modos de la narración, o, de otra manera, hacen aquellas voces que el narrador permanezca a cierta distancia. Y, también, hay pasajes que se refieren, además de ciertos símbolos, como las “largas cabezas tristes de mulas”, a las poderosas fuerzas de la naturaleza: “tratando con su fragmento de madera astillada de mantener intacto el esquife a flote entre las casas, los árboles y los animales muertos (pueblos, almacenes, residencias, parques y corrales, que saltaban y jugueteaban alrededor como pescados muertos”).

 

Es una narración tormentosa, y, en ocasiones, atormentada. Hay una gran soledad en la de El Viejo, y una pesadez de la culpa, en Las palmeras salvajes. Y en ambas, en su conjugación, se siente el aliento poderoso del escritor, que es capaz de nombrar las aguas, los árboles, los animales, los desastres, pero, a su vez, las inquietudes y los azarosos avatares de los hombres y las mujeres de esta novela que, pese a todo, no es de las más conocidas (o leídas) del autor de ¡Absalón, Absalón!

 

En el prólogo del escritor español Juan Benet a la traducción de Borges, se habla de la potencia metafórica de Faulkner, de su audacia en el uso del logos, de su inteligente manera de introducir símbolos. “Las palmeras salvajes no es solo una novela antirromántica —pensada con toda malicia contra los ideales más bien legendarios que alimentaran tan buen número de títulos de su generación— sino un testimonio de la rebelión, llevada a cabo palabra tras palabra, contra el significado literario de las más altisonantes”, advierte Benet.

 

La gran metáfora de esta creación de Faulkner puede ser la del fracaso; en el amor, en la práctica profesional de un oficio; en la huida; en el no poder ganar la libertad, pese a que se desee con fervor. En el caso del personaje médico frustrado, es patética su debilidad de carácter, y, si se quiere, su afeminamiento, su suavidad personal, frente a la fortaleza y mando de su amante. Ella, en últimas, es la que no quiere tener el niño, el fruto de esa relación prohibida, sobre todo porque los hijos “duelen demasiado”. Harry sucumbe ante los dictados de la ética y se hunde en los abismos de un crimen, de una condena sin atenuantes.

 

En El Viejo, la más corta de las dos historias, que pueden ser “historias dobles”, el fracaso está dado por la imposibilidad de luchar con éxito contra los designios de la naturaleza, contra su furia y sublevación. En medio del caos, puede haber vida, un llanto de bebé, una luz, pero, al fin de cuentas, todo es inútil frente a la invencible marejada de los acontecimientos que parecen un castigo de alguna deidad desconocida.

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Lo más indicado, es leer las historias en el orden en que están estructuradas y organizadas en el libro. Porque se ha dicho que Faulkner las escribió por separado, o en forma serial en vez de paralela. Tal vez, si se lee, por ejemplo, solo una de ellas (sin tener en cuenta la otra), se asista a una operación de castración. O, en otro sentido, a quedar con la sensación de que algo queda faltando. Porque, si hay cuidado en la lectura, se notará que, aunque muy distintas, se pueden establecer similitudes y, como es obvio, ingentes diferencias. Las tonalidades se juntan en una narración coral, las adversidades también.

 

En ambas, hay vida y muerte. Destrucción y lo que queda después del ventarrón, del huracán, de la inundación. De la culpa y su castigo.

Al respecto, Faulkner, ante algunos críticos (y seguro, algunos editores) que decían que las historias estaban creadas por aparte, dijo: “No reuní las historias después de haberlas escrito. Las escribí tal como pueden leerse por capítulos”.

 

En el libro William Faulkner, escrito por Michael Millgate, un estudio tremendo e imprescindible sobre las obras del escritor sureño, se advierte: “Sea cual fuere la historia de la novela, esta debe ser discutida e interpretada tal como se encuentra publicada, y es evidente que el método estructural de Faulkner nos obliga a reconocer ciertos paralelos y ciertas inversiones de tipo temático y narrativo entre una y otra parte de la obra”.

 

Y, en efecto, entre Wilbourne y el Reo Alto (o Penado Alto), hay ciertas similitudes, certezas, seguridades, pero también vacilaciones. Ambos acaban en la cárcel de Parchman, en tiempos y situaciones diferentes; tienen casi la misma edad, y al principio, los dos, por diversas circunstancias, abjuran del sexo. Harry, por ejemplo, todavía es virgen después de los veinte años.

Las palmeras salvajes, o—quizá el título original es más emblemático— Si te olvidara, Jerusalén, están por fuera del fascinante y hasta misterioso condado creado por Faulkner. Casi todas sus situaciones suceden en Nueva Orleáns, una tierra llena de músicas y de vientos.

 

Por su estructura es, dentro de la novelística faulkneriana, una extraña obra, tal vez sin tantos despliegues mediáticos, pero intensa y rodeada de belleza. Las palmeras salvajes, con memorias de la carne y la culpa, poseen la fascinadora incertidumbre de los seres que parecen caminar siempre sobre la cuerda floja.

 

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Borges el antifútbol

“El fútbol es popular porque la estupidez es popular”, dijo el escritor argentino.

 

Qué leía Borges, el gran lector argentino? - Infobae

Por Reinaldo Spitaletta

El día en que Maradona marcó dos goles legendarios (uno con la “mano de Dios” y el otro el Gol del Siglo), ya Jorge Luis Borges se hallaba en la eternidad. Era el 22 de junio de 1986, y el escritor y poeta argentino había muerto una semana antes, tras haber odiado el fútbol y diciendo, por los días previos a su fallecimiento en Ginebra, que no sabía quién diablos era Maradona.

Durante su vida, de erudiciones e intelectualidades de alto coturno, el autor de El Aleph condenó un deporte que él calificó de estúpido y no acorde con la inteligencia inglesa, a la que se debe, en una suerte de descalabro (según la mirada de Borges), la invención del fútbol moderno. “El fútbol es popular porque la estupidez es popular”, declaró el escritor.

Borges no entendía cómo un deporte “innoble, desagradable, agresivo y meramente comercial” había llegado a ser una disciplina con tantos adeptos en el orbe. Tal vez no aspiraba a apreciar en esa práctica una demostración de esteticismo, de “buenas maneras”, de racionalidad, pero tampoco creía que fuese de seres inteligentes volverse fanáticos.

Es posible que su animadversión se fundamentara en el excesivo paroxismo que el fútbol causaba (todavía es así) en su país, en una mixtura de nacionalismo y religiosidad. En la Argentina, la pasión y la naturaleza irracional del hincha, puede provocar catástrofes y enceguecimientos colectivos. Para él, fútbol y nacionalismo eran la cara de una misma historia: “El nacionalismo sólo permite afirmaciones y toda doctrina que descarte la duda, la negación, es una forma de fanatismo y estupidez”, escribió alguna vez.

A diferencia del ensayista y poeta, hubo otros intelectuales, no solo en su país, sino en el resto del mundo, a los que el fútbol les causaba una gran emoción e, incluso, veían en él, cuando había en el juego demostraciones de belleza, una manifestación del arte. Como sucedió, por ejemplo, con el Brasil del Mundial del 70, en México, luminosa constelación que asombró a los aficionados de todas partes. André Maurois, en un discurso pronunciado en 1949 en gracia de un aniversario del fútbol en Francia, dijo, entre otros tópicos, que “¡cuántas faltas comete la inteligencia porque el cuerpo no está bien enseñado!”, en una cita socrática, para rematar con su célebre frase: “el fútbol es la inteligencia en movimiento”.

Entre la pléyade de escritores y poetas que han apreciado al fútbol están Rafael Alberti, Miguel Hernández, Eduardo Galeano, Albert Camus, Osvaldo Soriano, Augusto Roa Bastos, Mario Benedetti, Camilo José Cela, con un adjunto de decenas de intelectuales, entre cineastas, filósofos, artistas plásticos e historiadores.

Volviendo a Borges, el mismo que el día del partido inaugural del Mundial de Fútbol de 1978, en Argentina, programó una conferencia sobre la inmortalidad, a él le parecía el fútbol una variante del tedio. Jamás practicó este deporte ni ningún otro (solo le gustaba el ajedrez). “Detesto el fútbol, es un juego brutal que no requiere un coraje especial porque nadie se juega la vida…”. Y así como el estadio Monumental se llenó en el partido inaugural entre Argentina y Hungría, la biblioteca que albergó a Borges en su conferencia también se atiborró de concurrentes.

César Luis Menotti, el técnico de la Argentina campeona del Mundial del 78, entrevistó a Borges para una revista literaria, poco tiempo después de haber conseguido el palmarés con el elenco gaucho. El escritor era una de las figuras admiradas por el entrenador. Cuando el autor de Ficciones estaba frente a Menotti, le espetó estas palabras: “Usted debe de ser muy famoso…”. El otro no sabía qué decir. Quiso articular algunas palabras. No le salieron. Y Borges finalizó la jugada: “Porque mi empleada me pidió un autógrafo suyo”.

Enrique Amorim, escritor uruguayo, autor, por ejemplo, de una novela alucinante como La Carreta, casado con una prima de Borges, fue con este a un partido entre Uruguay y Argentina. A ninguno de los dos les interesaba el fútbol. Durante el encuentro, ambos hablaban de literatura y otros temas. Al terminar el primer tiempo, salieron (creían que ya había finalizado el cotejo). “Bueno, le voy a hacer una confidencia. Yo esperaba que ganara Uruguay –le dijo Borges— para quedar bien con usted, para que usted se sintiera feliz”. Y Amorim respondió: “Bueno, yo esperaba que ganara Argentina para quedar, también, bien con usted”. No se enteraron del resultado y ambos trascendieron el apasionamiento y las rivalidades de un partido.

Como se sabe, con su amigo Adolfo Bioy Casares Borges escribió el libro Cuentos de H. Bustos Domecq, en el que al alimón crearon personajes como Isidro Parodi y el prologuista Gervasio Montenegro, el de la “fatigada elegancia”. Uno de los relatos, con el título Esse est percipi (“ser es ser percibido”, que sintetiza la filosofía de Georges Berkeley) es sobre fútbol. Es todo un cuestionamiento a ese deporte, a su parafernalia efectista, a sus complots y engañifas. Es un precursor de la realidad de corrupciones que luego se volverán paisaje con la FIFA.

En el cuento (con estructura de crónica), Honorio Bustos Domecq asiste con asombro a las revelaciones sobre partidos arreglados y otras patrañas, con la complicidad de la publicidad y los medios de comunicación. En la brevedad del relato hay una suerte de drama acerca de las puestas en escena sobre las triquiñuelas y el apoderamiento del mundo por un deporte como el fútbol.

En el Mundial del 86, hubo un partido adobado por asuntos históricos. La Guerra de las Malvinas, entre Argentina e Inglaterra, ocurrida cuatro años antes, fue un suceso que hirió el orgullo y patriotismo de los argentinos. Y aquel encuentro estaba lleno de expectativas y se respiraba un ambiente de vindicta. El 22 de junio, en el Estadio Azteca, hubo dos hechos descomunales: uno, el primer gol de la selección gaucha, anotado por el genio Maradona, con la mano; y el otro, pocos minutos después, el mismo número diez, desde la mitad de la cancha dejó regados ingleses, abatidos por la inteligencia y habilidad de uno de los mejores jugadores de la historia del fútbol. Y marcó el segundo: el Gol del Siglo.

Ocho días antes, en Ginebra, Suiza, había muerto Jorge Luis Borges, a quien semanas antes muchos periodistas le preguntaban por Maradona. Y él, siempre dueño de un extraordinario humor negro, les contestaba que no tenía ni idea de quién se trataba. Prefería el gran escritor el juego de soñar infinitos mundos, de poetizarlos y alcanzar con las palabras el grado de divinidad que, a veces, algún futbolista también logra.

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“La lectura debe ser una de las formas de felicidad, ¡Sigan buscando la suya!”: Borges

Sur, punto cardinal de la nostalgia

(Paisaje sobre un tango de Homero Manzi y Aníbal Troilo)

 

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Por Reinaldo Spitaletta

 

El poeta de Altazor, el chileno Vicente Huidobro, dijo: “los cuatro puntos cardinales son tres: norte y sur” (como se sabe, muchos años después, el presidente venezolano Nicolás Maduro afirmó que eran cinco). En el mundo del tango y en la ciudad de Buenos Aires solo existe el Sur, como pasa, por ejemplo, con esa geografía real e imaginaria de los Estados Unidos, el Sur Profundo, el de William Faulkner.

 

El sur porteño, el de tantos tangos, es una topografía sentimental, una cartografía imaginaria, de amores y extramuros, de romances y vericuetos. Puede ser Barracas al Sud, que así llamaban a Avellaneda, ciudad de industrias y mano de obra. O Pompeya y más allá la inundación. Los zanjones y el tren, ese mismo que, a su paso, “siembra el misterio de adiós”. Es el de la luna (luna de arrabal) que “chapalea sobre el fango”. El sur es un modo de ser y de sentir.

 

El sur también es el de Borges y el de Fernando Pino Solanas (musicalizado por Piazzolla): “vuelvo al Sur, como se vuelve siempre al amor, vuelvo a vos, con mi deseo, con mi temor”). Y el de la cantante y compositora Eladia Blázquez, que siempre tuvo su corazón mirando a ese punto cardinal inevitable, con barrios en el que “el lujo fue un albur”.

 

Y el Sur, claro, le pertenece a un poeta del tango, a Homero Manzi, creador de postales de barrio a punta de palabras. No sé cuándo escuché por primera vez el tango Sur (letra de Homero Manzi y música de Aníbal Troilo), estrenado en 1948. No sé si fue en algún traganíquel de barrio, en Bello, donde abundaron cantinas con tangos esquineros y con patotas sentimentales. Pudo haber sido, aunque tal indagación y dato preciso poco importan.

 

Lo que sí recuerdo es haber sentido un estremecimiento, una especie de “cross en la mandíbula”, una revelación de que en ese tango había un tiempo muy viejo, una despedida, una irremediable situación de lo que pudo haber sido y no fue. Y de lo que se había ido para siempre. No sé, y quizá carezca de importancia, cuál versión escuché en aquella jornada de descubrimientos. Pudo haber sido, por qué no, una de Julio Sosa (después, mucho después, me enteré que la del “varón del tango” era una grabación de 1948, con la orquesta de Luis Caruso).

 

Tal vez yo ya había sentido la nostalgia de viejas barriadas en las que hubo fútbol y muchachas en las ventanas. O tenía recuerdos de calles y balcones. No de otra manera un tango como Sur me hubiera puesto alerta, me hubiera dado palabras que me parecieron atractivas y, por demás, bellas en su combinación, en lo que narraban. El tango, género que mezcla “pasión y pensamiento”, requiere caminos andados, nociones de memoria, algún resquebrajamiento interior por un romance trunco, por una pena o una sensación inquietante de que el tiempo pasa y uno con él.

 

Al principio, no me decía mucho aquello de “San Juan y Boedo antigua, y todo el cielo, / Pompeya y más allá la inundación”. Eran sitios más bien desconocidos y lo único que me sonaba, quizá por películas sobre el imperio romano o por alguna lectura, era una ciudad que un volcán había destruido y sepultado con su lava. La atención se me despertó al escuchar “tu melena de novia en el recuerdo y tu nombre florando en el adiós” (otros cantores cambiaron el “florando” por “flotando”). Hubo en ese instante una conjunción de novias reales e imaginarias. Quizá Teresa, tal vez Olimpia, o una de cara pálida y pelo negro, muy virginal, llamada Edilma de los Ángeles.

 

Hay momentos estelares en que confluyen las ganas de escuchar una melodía de hondas sonoridades, una letra con equilibradas dosis poéticas, una interpretación. Y el anuncio llega como una epifanía. Y se convierte en revelación. Eso, creo, me pasó con Sur, un tango que de todos modos es un lugar común en los gustos de aquí y de allá. “La esquina del herrero, barro y pampa, / tu casa, tu vereda y el zanjón, / y un perfume de yuyos y de alfalfa / que me llena de nuevo el corazón”.

 

De inmediato, la vibración de las palabras me atrajo, aunque poco sabía de yuyos y alfalfas, y si olían bien, si perfumaban los ambientes. “Sur, paredón y después…/ Sur, una luz de almacén…”. Había un orden que atraía, una enumeración simple y sugestiva. “Ya nunca me verás como me vieras, / recostado en la vidriera / y esperándote”. Las imágenes me conmovieron.

 

Y seguía un deslumbramiento con estrellas, con calles y lunas suburbanas, “y mi amor y tu ventana / todo ha muerto, ya lo sé…”. Era una reconstrucción y un adiós. Una vuelta a lo que ya no es. Besos robados y una nostalgia sin remedio. Después, ya no era todo el cielo, sino un cielo perdido, un vacío, una transformación del entorno y una “amargura por el sueño que murió”.

 

Hay en ese tango un sino trágico, una dolorosa puesta en escena de aquellas cosas que estuvieron, de un paisaje barrial que solo permanece en la memoria y que puede, en su evocación, hacer brotar una lágrima.

 

Hay muchas versiones. Tal vez la más conmovedora sea la de Edmundo Rivero con Aníbal Troilo (tiene otras, con acompañamientos diferentes). La de Goyeneche con Pichuco es de enorme calidad, aunque no es muy equilibrada su versión con Dyango (no por el Polaco, sino por el cantante español).

 

Un poema de Borges, El Sur, habla de antiguas estrellas, del silencio de pájaros dormidos y de jazmines y madreselvas. El de Manzi hace que el oyente imagine lunas suburbanas, que a veces pueden tener la cara de una muchacha del ayer.

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Fotograma de la película Sur, de Pino Solanas. Goyeneche y Marconi en la imagen.

Respirando literatura con Ricardo Piglia

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NB. En 1994, entrevisté al escritor Ricardo Piglia, en Buenos Aires. El novelista y cuentista argentino murió el 6 de enero de 2017.

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Y vos pediste en la biblioteca un ejemplar del sofista Hipias de Élide y, por un error en la clasificación de las fichas, te trajeron Mein Kampf de Adolfo Hitler, y ese raro azar fue el que te hizo leer tal libro, que es una suerte de reverso perfecto o de apócrifa continuación del Discurso del Método, y todo este asunto, tan extraño, está muy bien mezclado en una novela que se llama Respiración Artificial del argentino Ricardo Piglia.

 

Y a Piglia, precisamente, lo tenés ahora, sentado en frente de vos, en un café de la calle Santafé. Y ya no sabés si es él o vos el que recuerda el sueño de Walter Benjamin: “producir una obra que consistiera únicamente en citas” y pensás: “ah, el viejo Walter debió saber que un reportaje es una obra —ligera— que se va en puras citas”.

 

Respiración Artificial es un libro que intenta reproducir el sueño del segundo alemán arriba nombrado, pero también se encuentra en él un delicioso tono de novela policíaca. Bueno, pero vamos a ir dilucidando este enredo. ¿Quién es Ricardo Piglia?

 

Nacido en Adrogué, provincia de Buenos Aires, en 1941, según una reseña en la solapa de su Respiración Artificial, o en 1940, según un reporte del diario La Nación. (Bueno, ¿cuántos años tenés? “Cincuenta”, me dice, lo que, de ser cierto, lo haría nacer en 1944. Ya ven, siguió la maraña, aunque la edad es lo de menos). Piglia estudió Historia en La Plata, es novelista, cuentista, ensayista, ha dirigido colecciones literarias, en especial de relato policíaco (como la Serie Negra, con autores como Raymond Chadler, Dashiell Hammet y Horace McCoy).

 

Ha publicado La invasión, su primer libro de cuentos, premiado por Casa de las Américas en 1967; Nombre falso (relatos, 1975), Prisión Perpetua (novelas cortas, 1988), Respiración Artificial (novela, 1980), La ciudad ausente (novela, 1992) y el libro de ensayos Crítica y Ficción. Un dato importante: es hincha de Boca Juniors (que es como en Colombia ser, por lo popular, hincha del DIM), “casado varias veces”, pero sin hijos.

Recientemente, en Buenos Aires se editó un “compact disc” con una selección de los relatos de Piglia. En la actualidad, trabaja con el músico Gerardo Gandini en la ópera “La ciudad ausente”, basada en su última novela.

 

—¿Cómo nació Respiración Artificial?

—Empiezo a escribirla con la idea de contar la historia de un personaje del siglo XIX, que tiene ciertas características de los latinoamericanos de esa época: exilados, perseguidos políticos, de esos que fueron a buscar oro en California, durante la Fiebre del oro. Después pensé que era mejor trabajar con un contraste entre esa historia del pasado y una historia actual. Entonces inventé el personaje del historiador, que en el presente construye la vida de aquel otro personaje a partir de relaciones familiares. Ese fue el núcleo original. Luego agregué lo que yo estaba viviendo: la dictadura militar, pero sin hacer una descripción política directa.

 

(En verdad, esta novela, de estructura abierta, cuenta muchas historias, en las que se adivina un horror contenido, innombrable. Cuando se publicó, en 1980, en plena dictadura militar que, sin embargo, no la prohibió, tuvo un gran impacto entre los lectores argentinos. “Hubo gente que lloró al leerla”, dice Piglia).

 

—(Empezamos con “voseo” y volvemos al “ustedeo”). Hay algo de policíaco en sus obras, ¿verdad?

—Sí, en lo que escribo siempre hay algo que tiene que ver con ese género, tal vez de manera imperceptible. Es la idea del relato como investigación. Yo siempre digo medio en broma que uno cuenta un viaje a punta de investigación. La novela se arma sobre la historia de alguien que va a otro lado y cuenta lo que pasa, o de alguien que enfrenta un secreto, un enigma, algo que intenta entender. Y no necesariamente tiene que ser policial o criminal.

 

(Un escritor polaco, Witold Gombrowicz, que residió veinticuatro años en Argentina, decía que una novela policial es un intento de organizar el caos. Piglia, amante de tal género, como que fue el primero en Buenos Aires —y América Latina— en editar colecciones con las obras completas de Chandler y Hammett, expresa su gratitud con esa invención de Poe y organiza el caos).

 

—¿Cuáles son los escritores que más lo han influenciado?

—Eso cambia según el tiempo. Si tuviera que decir un escritor que he leído siempre, desde muy joven, ese es William Faulkner. Creo que los escritores de mi generación (como Moreno-Durán en Colombia; Bryce Echenique en Perú, Pacheco en México…) hemos tenido una relación con Faulkner diferente de la de García Márquez, Onetti y otros, que se quedaron pegados al universo temático. A nosotros nos influenció la estructura narrativa, el modo de narrar. Así que aunque no lo parezca, Faulkner está presente en uno. En el caso de Respiración Artificial la idea de contar en el presente una historia del pasado es muy de Faulkner, y la idea de armarla en torno a una historia familiar, también. Uno no puede creer que haya existido un tipo como Faulkner. Extraordinario. Me ha interesado siempre la literatura norteamericana: Fitzgerald, Hemingway, Steinbeck, los actuales como Pynchon, Burroughs…

—¿Y de los argentinos?

—Si vos hicieras una encuesta entre escritores argentinos, todos te hablarán de Borges. Es como el comodín del póker. Siempre hay que estar en relación con él.

—(Vuelve el tuteo) ¿Y cuál es tu relación con Borges?

—Borges ha dejado tres lecciones: la primera, fue un hombre que dedicó su vida de lleno a la literatura y probó que eso sí se puede hacer en nuestros países. La segunda, muy notable, es que él hablaba de literatura como si a todo el mundo le interesara la literatura. Él hablaba con cualquiera y lo hacía apasionar por Stevenson, Wells, Chesterton, Collins, como si todos conocieran ese universo. Esa es una lección. Hay que hablar con pasión sobre lo que se siente y se gusta. Uno no puede ser condescendiente y caer en el interés del otro. Es una lección de ética. Y la tercera: Borges nos enseñó la idea de contar sintéticamente. Cualquier escritor argentino cuando pasa de las cinco páginas empieza a preocuparse un poco. Borges nunca pasó de las cinco páginas (risas). Uno considera que está haciendo algo indebido. Él decía que a García Márquez le sobraban ochenta y nueve años de su libro… Yo escribo novelas que incluyen muchas historias. Condenso mucho. Borges era un miniaturista, hacía una microscopía literaria. Era extraordinario.

 

(En Piglia la mecánica de la creación surge con la idea de una historia. Ahora, por ejemplo, escribe un libro con tres novelas cortas (Historias personales) y una de ellas tiene que ver con los estudiantes en La Plata y una muchacha que era prostituta y se quedaba con cada uno de los estudiantes de una pensión, y uno de ellos se enamora de la chica, etc…)

 

—Hacés un plan de tus historias, llevás algún diario o cuadernos de notas?

—Más o menos tengo la idea de cómo se va a narrar. Imágenes. Aunque no de manera nítida un plan. Tengo la situación, personajes. Trato de avanzar con una historia. Y pienso en ella como si hubiera sucedido realmente. Y me interesa lo intenso de la historia, contar una parte de ella.

—¿Un poco a lo Hemingway?

—Sí, él ha sido muy importante. Lo que me interesa de la historia es la continuidad de la emoción. La emoción que provoca la historia en el que la narra. Cuento fragmentos de esa historia. Y sí, tomo notas y llevo un diario en el que mezclo lo personal con notas de trabajo.

 

(Piglia se levanta a las ocho de la mañana —lo cual puede considerarse temprano en Buenos Aires, que es una ciudad que vive de noche— y no hace más que escribir y escribir. Ah, claro, también se baña y toma un café. Es como si postergara la realidad hasta las dos de la tarde. Ahora puede vivir de los derechos de autor y de dirigir colecciones literarias. Antes fue profesor de literatura latinoamericana en Estados Unidos, en la Universidad de Princeton. Sus obras se traducen al inglés, francés, alemán, italiano y portugués).

 

—Ah, ¿y tu relación con el cine?

—El año pasado (1993) escribí dos guiones para el director Héctor Babenco (el mismo de El beso de la mujer araña) y también hice una adaptación de El Astillero de Onetti. Yo admiraba esa novela y quería saber de qué modo se podía resolver su relación con el cine.

 

(Durante el Proceso —dictadura militar— Piglia permaneció en su país, manteniendo una relación con la cultura de “catacumba”. Recuerda aquel tiempo como el más amargo de la historia argentina. “Nadie puede imaginar lo que fue ese periodo de ignominia. Solo se puede comparar con la experiencia de los nazis. Los militares argentinos son muy fascistas”. De algún modo, con su lenguaje, Respiración Artificial refleja algo de aquel horror. Y de los exilios).

 

Ahora, vos, respirando la ciudad, te has quedado solo en una mesa de café en la calle Santafé mientras la noche de Buenos Aires te tira lucecitas plateadas. Y no sabés por qué, de pronto, avizorás el horror de un campo de concentración (¿Auschwitz tal vez?) que está más allá del lenguaje, más allá de las palabras.

PD. Reportaje publicado el 18 de diciembre de 1994, en el diario El Colombiano, como parte de la serie periodística Che Buenos Aires.

 

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El escritor Ricardo Piglia (1941-2017)