Cuando fumar era un placer cuasi erótico

Por Reinaldo Spitaletta

 

Se debe a la actitud misionera de Vargas Llosa que García Márquez hubiera dejado de fumar. Una noche, en Barcelona, en un bar de la calle Tuset, el peruano que, como todo converso, se torna absolutamente intolerante con los practicantes de su antiguo credo, o, al contrario, se vuelve un apóstol audaz y hasta cansón del nuevo, una noche, digo, llena de murmullos (¿y de música de alas?), se puso a vociferar contra su antiguo vicio, y sus historias sobre los estragos de la nicotina pusieron morado del horror al colombiano, que arrojó a la pista la cajetilla de cigarrillos con el juramento de que jamás volvería a fumar. Y parece que lo cumplió.

 

En los tiempos del tango aquel de “fumar es un placer, genial, sensual…” quizá el mundo estaba pletórico de humos y boquillas. Y todavía faltaban muchos años para que comenzaran las campañas universales contra el cigarrillo. Ya Antón Chejov había escrito su humorístico monólogo Sobre el daño que causa el tabaco, y Luis Tejada compuesto un bello elogio al cigarrillo, y la gente fumaba en los cines, mientras veía, por ejemplo, a la seductora Marlene Dietrich en poses electrizantes con el pucho entre los dedos. O en su boquita pintada. Todo se iba en bocanadas. El cine, desde comienzos del siglo XX, era un vehículo publicitario para los “peches” y le otorgaba al hábito un carácter de glamour y elegancia. Fumar era un ejercicio casi erótico y así lo hacían ver numerosas estrellas cinematográficas, como Gary Cooper, Humphrey Bogart, Mae West, Cary Grant, Montgomery Clift, James Dean, Randolph Scott, Liv Ullman. Cuentan que a muchos artistas las tabacaleras les pagaban para que aparecieran en las películas con el cigarrillo en los labios.

 

En otro tiempo, fumar daba caché. Era normal tener el cigarrillo como una especie de ingenua transgresión en la edad escolar. Empecé a aspirar President en tercero de primaria. Se los compraba a un “chacero” que se instalaba junto al Teatro Bello y de cuyo nombre ya no me acuerdo. A la salida de clases, y si no había una pelea que mereciera atención y careos, o si uno no era el protagonista de ella, nos agazapábamos en alguna esquina a jugar con el humo, a crear volutas en espiral o figuras de fantasía. Había muchachos expertos en dibujar en el aire diferentes monstruos. Y la imaginación ayudaba. Fumar, como, más tarde, poder entrar a un bar, “graduaba de hombre”.

Dentro de aquella serie de candideces estaba la de coleccionar cajetillas de cigarrillos, y era un lujo tener las de Mapleton y Viceroy, por ejemplo. Las de Lucky Strike eran más comunes y sobre este cigarrillo, el “cinco letras”, de agradable olor y sabor, pesaba el estigma de que solo lo consumían los marihuaneros. Por lo cual, fumarlo, era un modo de ir en contravía.

 

Fumar, como alguna vez dijo Vargas Llosa, “constituye un cataclismo sin remedio para cualquier organismo, y más hoy día cuando se conocen todos los daños que causa». Hoy, en países como Estados Unidos que, paradójicamente, es el que más compañías tabacaleras tiene, el fumador es visto como un ser extemporáneo, alguien que no se quiere a sí mismo y pretende dañar a otros. Ya no existe, por supuesto, la imagen romántica del fumador, ni mucho menos la creencia de que quien fumaba tenía aires intelectuales. Ya quien fuma no luce interesante, ¿o sí? Y menos en Nueva York, donde ahora, se prohíbe fumar en todos los lugares públicos. Lo que en cierto sentido es una coerción a la libertad individual.

 

Hace algún tiempo me encontré a un amigo que, en otros tiempos, se fumaba hasta tres paquetes al día. Aunque luce una barriga de obispo opulento, se nota más saludable. Me dijo que había recuperado los olores de la vida y no se asfixiaba subiendo escaleras. Lo único que atiné a decirle que, como tantos “arrepentidos”, no fuera a dedicarse a rezar, ni volverse paranoico con los fumadores. De igual modo, me acordé de Mark Twain cuando decía que dejar de fumar es muy fácil; él lo había dejado más de dos mil veces. Y también de Mercedes Sosa que alguna vez declaró que lo mejor para no sentirse solo eran un libro y un cigarrillo. Y ya que andamos tan metidos en este “humero”, creo que la más placentera bocanada que haya visto jamás es la del actor Danny DeVito, en La guerra de los Roses. Está realizada con tantas ganas, con tanto placer, que no es apta para quienes hayan dejado de fumar recientemente o hace años. Es irresistible.

 

Estamos en la era antitabaco, en los días de adoración al cuerpo, de las comidas y noticias light y de buscar una salud adecuada. Cada vez hay más gente con aparatos de gimnasia en la casa (algunos se oxidan por falta de uso) y son más los que madrugan a trotar y caminar, y los que fuman son vistos como engendros diabólicos, como solitarios que ya no pueden practicar su adicción en cualquier parte y que a veces son tratados como los leprosos medievales. “Es mejor morirme sano”, dice un bioenergético. Fumar, según parece, ya pasó a la historia. La escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, desertora del cigarrillo, publicó un libro titulado Cuando fumar era un placer. “En la época del culto a la salud, al cuerpo, a la belleza, a los refrescos light y a la dieta mediterránea, fumarse un cigarrillo después de una comida compuesta por lechuga, tomates, zanahorias, espárragos, pechuga de pollo asada y fruta fresca es algo así como una herejía”, dice.

 

En La conciencia de Zeno, de Italo Zvevo, un hombre de cincuenta y siete años, fumador empedernido, se somete a sesiones de psicoanálisis para tratar de saber de dónde le viene su adicción al tabaco. No se las recomiendo a quienes hayan dejado de fumar hace poco. Bueno, como sea, hubo tiempos en que fumar representó un ejercicio de la soledad y de la compañía, en que el cafetín nos dio el asombro y el cigarrillo, como en un tango de Discépolo. No sé qué tan válido sea hoy entonar aquello de “es mi fumar un edén” y pedir el humo de tu boca, que en mí, pasión provoca, para que, al final de cuentas, el calor del humo embriagador acabe “por prender la llama ardiente del amor”. Quizá ya sea parte de una arqueología. Pero no se puede negar: escuchando ese tango de 1922 (de Juan Viladomat y Félix Garzo), dan enormes ganas de fumar.

 

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Marlene Dietrich