De prenderías, agiotistas y un sobretodo

Por Reinaldo Spitaletta

El recuerdo más viejo que tengo de un prestamista es el de un prendero de Bello. Se llamaba Modesto Ochoa y de su fisonomía no retengo nada. Creo que se ponía camisas blancas y echaba barriga. Lo que sí me viene con claridad a la memoria es la vez que salí con mi tío Benjamín, que llevaba a empeñar un sobretodo gris, que él a veces se ponía en noches lluviosas y daba la impresión de ser un espía, un agente secreto, o un actor de cine. Mi tío, de cabellera ondulada y rubia, y huequecillo en el mentón, era fotógrafo. Y aquel día, que me dijo que lo acompañara a “hacer una diligencia” al parque de Bello, metió en una bolsa el gabán y caminamos sin hablar por la carrera 50.

La prendería tenía un mostrador de madera, como el de las viejas tiendas. Y había estanterías por todo lado. Mi tío saludó al entrar, pero no recibió respuesta. Solo un “a la orden”, seco y sin interés.

Benjamín, con manos temblorosas (que no le temblaban para tomar fotos) desplegó la prenda sobre el mostrador. El usurero la observó, a distancia, con desprecio. “No le presto nada por eso”, dijo. Dio la espalda y se puso a mirar paquetes. Salimos sin decir nada, pero me asaltó una suerte de desazón revuelta con rabia. Fuimos a otra casa de empeños, situada a un costado de la plaza de mercado. El que atendió se sonrió cuando vio el sobretodo. “No, hombre, te queda mejor a vos. No prestamos sino en trajes”.

Había otras prenderías, como La Ruleta y La Fortuna, pero mi tío desistió. “Tendré que empeñar la cámara”, dijo sin ocultar un dejo de tristeza.

Me parece que desde entonces, los prestamistas, como el señor Modesto, me caen gordos. Y las prenderías (que en otros tiempos se llamaban montes de piedad o montepíos y ahora se denominan compraventas) me dan ganas de vomitar.

Muchos años después, conocí a Alberto Restrepo, un señor genial que hacía los crucigramas del suplemento literario del diario El Colombiano (lo denominaba el Pensagrama), que, siempre, sin falta, en alguna de las opciones, se iba en contra de los usureros, con un sentido del humor negro que se parecía al de Ambrose Bierce. Les tenía inquina a los agiotistas, incluidos, claro está, los de las prenderías.

El último prestamista que tuve cerca, se llamaba Abelardo (bueno, se debe llamar así todavía). Alguna vez nos prestó un dinero en hipoteca. Era gordo, de unos ochenta años y usaba unas gafas “culo de botella”, porque, según me contó, sufría de alta presión en los globos oculares. Cuando fue a ver la casa, me dijo que para qué una casa tan grande solo para dos personas (mi mujer y yo). “Como usted puede observar (le dije con cierta sorna) es una casa-biblioteca”. Entonces, su rostro abotagado cambió. Mostró interés por los libros, repartidos en varias habitaciones.

Y de súbito, comenzó a hablar de San Agustín y sus Confesiones, que él, según advirtió, leyó de muy joven. Y siguió con el Quijote y me dio la impresión que, en efecto, lo había leído con atención. Conversamos un rato acerca de las Bodas de Camacho y del Curioso Impertinente, cuando de pronto la charla derivó en la Divina Comedia. Me aprobó el préstamo.

Un año después, cuando fui a su oficina, en el parque Berrío, me saludó con entusiasmo y me prolongó el plazo para pagar la deuda, con un reajuste de intereses, por supuesto. Entonces recordó mi casa-biblioteca y dijo que ya no leía como antes, no sin mostrar un aire de desconsuelo. Y así no más, comenzó a recitar La Hora de Tinieblas, de Rafael Pombo: «¡Oh, qué misterio espantoso / Es este de la existencia! / ¡Revélame algo, conciencia! / ¡Háblame, Dios poderoso! / Hay no sé qué pavoroso / En el ser de nuestro ser. / ¿Por qué vine yo a nacer? / ¿Quién a padecer me obligue? / ¿Quién dio esa ley enemiga / De ser para padecer?».

Me quedé mirándolo, con curiosidad. “No sé por qué se dedicó a la usura”, pensé y luego me preguntó por Arturo Cova y La Vorágine. “Parece un personaje de Balzac”, me dije. Y en ese momento me dio por preguntarle si sabía algo de Abelardo y Eloísa. “Claro que sí. Es una historia triste”, apuntó. Al año siguiente, ya había cancelado mi deuda con el extraño prestamista, que tenía dos secretarias muy bellas en su despacho. Jamás lo volví a ver.

Ah, no supe dónde había empeñado la cámara mi tío Benjamín. Quince días después, apareció de nuevo con ella. Su sobretodo, según contó un día, se lo regaló a un amigo que estaba pasando por apuros económicos. A lo mejor, terminó en alguna prendería, que no era ninguna de las de Bello. Modesto Ochoa murió en su casa de empeño, intoxicado por una lata de sardinas que había dejado destapada en algún estante. Tal vez estaba haciendo cuentas y olvidó comérselas a tiempo.