Daniel Santos, camajanes y un pucho de marihuana

(A los cien años del natalicio del cantante portorriqueño, bautizado en Medellín como El Jefe)

Por Reinaldo Spitaletta

 

  1. Introito con camajanes

El Anacobero nos llegó a casa en la voz de papá, que, al arribar de sus viajes de trabajo, con sus maletines de sorpresas y su sabor caribe, cantaba, por ejemplo, “el bobo de la yuca se quiere casar…”, o de un modo más melancólico, aquello de “y triste el jibarito va…”. A veces, imitando la vocalización del cantor de Puerto Rico, con su particular estilo de nasalidad revuelta con unas pronuncias de la “O” que más bien era “ou”, como con fonética inglesa, se dejaba venir con “Perdón, vida de mi vida, perdón si es que te faltadou… perdón, cariñito amadou…ángel adoradou…”. Y hacía morisquetas y dramatizaba, para que soltáramos las risotadas.

 

En casa se regó el sofá, que quiero descansar, y, claro, aquello de “vengo a decirle adiós a los muchachos” (con error gramatical incluido), combinado con Esperanza inútil y Vuélveme a querer. El Jefe, como lo bautizaron en Medellín en el bar Perro Negro, estaba presente entre nosotros, porque, desde luego, papá parecía un fanático de sus canciones y de su modo único de expresión. Inconfundible. Con muchos imitadores, entre ellos, vea pues, mi caro padre, que consideraba a Santos como uno de los mejores vocalistas del Caribe. Todavía no era el tiempo de escuchar al viejo Daniel y sus interpretaciones antiyanquis, que abogaban por la libertad de Puerto Rico y contra la invasión a Vietnam. Esas llegaron después.

 

Con los años, cuando ya éramos parte de una generación que cuestionaba todos los poderes, Daniel Santos apareció con sus canciones a favor de Fidel Castro y en contra del imperialismo norteamericano. También contra el neocolonialismo con el que trataban a Puerto Rico. Antes, en las esquinas de barrios bellanitas, como Prado, El Congolo, La Cumbre, Pachelly, los camajanes, que eran seres estrambóticos, contestatarios con la apariencia, siempre con su pucho de marihuana entre los dedos o en algún bolsillo, cantaban a Daniel y se les escuchaba una canción de putas, bella ella, Virgen de medianoche. Se concentraban en la letra, en la entonación, algunos aspiraban su bareto, y parecían danzar con una mujer imaginaria, los zapatos blanquinegros, sin medias, raspaban la acera. Dejaban ver el pecho velludo y algunos se colgaban cadenas gruesas y se ponían esclavas. “Daniel es nuestro jefe”, se les escuchó decir.

 

Aquellos camajanes, amantes de melancólicos tangos y de las piezas de la Sonora Matancera, vibraban con las canciones del bigotudo Daniel y algunos querían imitar su pinta brava. La estrella del Caribe los iluminaba en sus trabas y vagancias. ¡Ah!, años después de aquellas presencias urbanas, conocí un periodista argentino, Jorge Götling, experto en tango y corresponsal internacional del diario Clarín, que cuando escuchó algunas grabaciones del Inquieto Anacobero, de inmediato se enamoró de su timbre y manera de cantar. “En Argentina nadie lo conoce”, me dijo. Y junto a Gardel, Rivero y Goyeneche, entre tantos, el puertorriqueño pasó a ser parte de las admiraciones del laureado periodista porteño.

 

Daniel Santos, una suerte de conquistador de muchachas y atrapacorazones, nacido el 5 de febrero de 1916, terminó sus días de artista y de donjuán latino, de un modo triste, con una decadencia dolorosa, que hacía que, en el escenario, olvidara las letras de las canciones. Murió a los 76 años, el 27 de noviembre de 1992. Y por esos días, por su muerte, escribí una nota a modo de despedida, mejor dicho, para decirle adiós a Daniel. Aquí va.

 

  1. Para decirle adiós a Daniel

 

Creo que ahora sí sos propiedad de la nostalgia, viejo Dani. Parte de un sueño. Uno poco la noche de Novalis, un poco la del bohemio. Tu voz pertenece no a la luz del sol, sino a la de los numerosos neones. El espíritu de la victrola te recuerda; permanencia en un traganíquel de barrio viejo. Vigencia en la penumbra de la esquina. Ahora sos fantasma de cafetín, que salta de retrato en retrato, cantándole a esa maldita pared iconográfica que vos ibas a tumbar algún día, ¿te acordás?

 

A vos, que te amaron las vírgenes de medianoche (no eran vírgenes, pero sí mujeres de piel lúcida, ardientes damas que se dejaban adorar), te llevaron en la garganta los desaparecidos bacanes del bar Florida, coro nasal de mesa cantinera, inspirados por tu forma de frasear, de decir las canciones, como para no confundirte con nadie. Golpeaban la madera, a manera de tumbadora, o de bongoes, cuando les articulabas aquello de Carolina Caro, claro. La barra se frenetizaba al oírte el Tíbiri tábara, y alguno que había probado celda en San Quintín, lloraba con la evocación de las lentas horas de cautividad.

 

Vos, en cierta forma, fuiste “promotor de la melancolía”, pero, sobre todo, del regocijo colectivo. Te metiste en el alma del triste. Y del desclasado. Estabas en el jolgorio del obrero, cansado de producir plusvalías. Iluminaste las rumbas del pequeñoburgués con tus ansias de izar una bandera propia para tu tierra, perla de los mares.

 

Vos, pregonero de calle, inmigrante (algo de gaviota se te quedó en el discurrir), detestabas a los periodistas de farándula “porque no investigan un carajo”, pero, en cambio, amabas, con Rafael Hernández, al campesino de tu patria, tanto él como ella llenos de pesares. Le cantaste a la angustia de los pueblos colonizados y supiste que la alegría es un derecho que no hay que mendigarle a nadie. Se conquista con la guitarra, con todas las voces unidas.

 

En aquel puerto seco que era Guayaquil recalaste un día, entre bandidajes y guapos, para que, sin necesidad de bautismo de sangre, te llamaran El Jefe. Y punto. Entonces tu canto estuvo en La Alhambra y Maturín, en Amador y Carabobo, en todas las revoluciones, en todos los surcos.

 

Vos, que estuviste en la mira ubicua del FBI, eras un irreverente, un buscapleitos, alguien que no se estacionaba bien ni atendía los avisos de “prohibido pasar sin autorización”. Man turbulento e inconforme. Uno de los que no pasa inadvertido. En rigor, no eras como el de tu guaracha, ningún “bobo de la yuca”, y como es fama, abundaste en lunas de miel.

 

Ya militás en la leyenda. Pertenecés a la legión de los elegidos. No has cancelado la posibilidad de muchas resurrecciones. Ocurren cada vez que sonás en una rocola. Estás ahora en el tiempo de los homenajes póstumos. He visto cómo te saludan desde el humo de un Lucky Strike, un zapatero remendón de una perpleja esquina de Bello y un jubilado que juega al billar en la ineludible 45 de Manrique. En Enciso, un coleccionista desempolvó en la hora de los adioses tu voz de acetato y se entregó a una velada de recordatorios.

 

Me parece que sos, desde hace rato, un habitante inevitable de la memoria colectiva. Seguís en la noche, que a veces es vampiro, a veces claro de luna.Y otras veces, canción.

 

En alguna esquina de esta parte del universo, los muchachos de entonces siguen a la espera de que vengás a cantarles tu despedida, viejo Daniel, con lagrimón incluido.

 

  1. Marihuana para Santos

 

(Un día, en que se puso de moda el asunto de la marihuana —bueno, jamás ha pasado de moda la marihuana en ninguna parte— escribí una columna para recordar a Daniel Santos y su aspiradera. El gobierno colombiano de otro Santos (Juan Manuel, alias Juampa), muy maluco él, progringo y vendepatria hasta el tuétano, había dado pábulo para esta nota que ahora trascribo, y todo porque Daniel Doroteo Santos está cumpliendo cien años de su natalicio)

 

 

La marihuana más alucinadora que se fumó Daniel Santos, El Jefe, fue la del loco Alfredo, cultivador de la entonces denominada “yerba maldita”, en las playas o vegas del río Medellín, a la altura de Envigado. El plantío de marras era célebre en la década del cincuenta, porque el sembrador, además estupendo bailarín de mambo, tenía una “química” especial para abonar la barbajacobiana “legumbre” (que así la llamaba el poeta Darío Lemos): la regaba con alcohol y aguapanela.

 

Dicen que la marihuana del loco Alfredo quedaba como para tumbar aviones. Y al Anacobero, que cantaba mejor cuando se fumaba un pucho, en una de sus venidas a Medellín le contaron que la mejor “maracachafa” del mundo era la que cultivaban junto al río. Le dieron a probar y el puertorriqueño quedó fascinado.

 

Por lo demás, el loco Alfredo era un habitante de Bandera Roja, un barrio de Envigado, de una sola calle y cincuenta y dos casas, con historias de guapos, putas y matones, y que lo bautizaron así porque todos sus habitantes eran gaitanistas.

 

La marihuana, en los mismos cincuentas, fue un modo de contestarle a la sociedad goda y pacata de parte de los denominados camajanes. Estas figuras, que se vestían con extravagancias, de camisas de colorines, cuellos largos, zapatos golondrinos (negros y blancos), escuchadores de música antillana y tangos, tenían a la marihuana como un modo de protesta. Ellos no querían ser obreros, sino gozones. No al trabajo, sí a la fiesta, era una suerte de lema de estos personajes de barriada, que además eran extraordinarios bailarines.

 

En los sesenta, la marihuana, el hipismo, el rock, el cabello largo, entre tantos otros rituales y comportamientos, fueron parte de las juventudes. Y aunque estaba prohibida, y era todo un baldón social ser marihuanero, abundaban los fumadores de “la mona” (que así también se le decía), a los que, si las policía capturaba, les aplicaban el “treintazo” (treinta días de cana o cárcel). La guerra de Vietnam, que puso a protestar a miles de jóvenes norteamericanos, llevó la marihuana a la soldadesca gringa. No solo se les llevaban humoristas, como Bob Hope, o estrellas rutilantes como Marilyn Monroe, sino que se les permitía a los invasores estadounidenses fumar marihuana. Tal vez para que al cometer sus villanías, como las de la aldea My Lai, no sintieran mucha pena.

 

Que la marihuana ha servido para todo: para crear carteles, como los que hubo en Colombia en los sesenta y setenta; para ponerla como asunto de desobediencia juvenil; para decir, en contra de los viejos avisos de parque, que la “yerba no se pisa, se fuma”. Y para que los norteamericanos, cuando supieron que dejaba muchas ganancias, legalizaran en algunos estados su uso y siembra, con lo que, además, le cercenaron el mercado a los exportadores de marihuana de Colombia.

 

Mujica, el extupamaro uruguayo, junto con el parlamento de su país, puso en manos del Estado la producción, venta y distribución de la marihuana. Y tal vez una de los métodos de reducir su consumo masivo sea ese: la legalización, que no debe limitarse a una nación, sino que debe ser internacional. Lo mismo podría ocurrir con otros estupefacientes. Puede ser la más efectiva manera de acabar con las mafias y de ir en contra de la guerra ajena en la que embarcaron los Estados Unidos a países como Colombia.

 

Las prohibiciones, como la de la marihuana, el alcohol, la cocaína, etc., provocan corrupción y matonería. Pasó en Gringolandia, en los tiempos de la Ley Seca. Surgieron mafiosos como Al Capone, y, a la vez, legendarios perseguidores como Eliot Ness. El caso es que contra todos los intereses monetarios de países como Estados Unidos, la legalización acabaría con los barones de las drogas y su reino de violencia, y en países como Colombia, hasta con la guerrilla, que tiene al narcotráfico como una de sus principales fuentes de financiación.

 

Barba Jacob, de vida y aspiraciones profundas, cultivaba sus matitas de marihuana en materos. A diferencia de los soldados norteamericanos en Vietnam, el poeta era un marihuanero inofensivo. Hace años conocí al que pudo haber sido el marihuanero más viejo del mundo, Roberto, un zapatero eficaz al que la marihuana lo volvió una suerte de robot, que erraba por las calles de Bello, con su caminado de bamboleos. Producía temor en algunas señoras y seminaristas. Era, sin embargo, un ser pacífico.

 

Ahora que a la marihuana la han puesto en boga algunos tinterillos santistas (de Santos el malo), vale recordar a Daniel Santos, que cantaba mejor Virgen de medianoche, cuando se aspiraba un bareto, preparado con la hierba de un loco de Envigado.

El cantante Daniel Santos (1916-1992)