Marión, tango de juventud que no se olvida

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Esta historia de tango la comenzaré por el presente. En Facebook posteé el tango Marión, música y letra de Luis Rubinstein (1943), interpretado por la orquesta de Miguel Caló con la voz de Roberto Rufino. Nada extraordinario en este inicio. Rubinstein, como es fama, es autor de tangos inevitables como Charlemos y Cautivo y el que origina esta nota estuvo en la cuerda floja, en los entredichos de la duda, porque se le acusó de plagiar la música del tango Sentimientos.

 

Pocos minutos después de mi posteo en la red social, recibí en mi teléfono un mensaje suscrito por Ángeles Robledo, con una historia breve sobre Marión, un tango que hace años sonaba en todos los traganíqueles de las cantinas de Medellín, Bello, Itagüí y Envigado, y que se escuchó en ciertos bares por la orquesta chilena de Porfirio Díaz con la interpretación vocal de Jorge Abril. Por aquellos días, otro tango con nombre de mujer abundaba en las esquinas: Lilián, en la voz de Luis Correa.

 

El mensaje de la señora (supongo que sea una mujer la remitente) decía que cuando vivía en Manrique Central, un barrio tanguero de Medellín, en la carrera 44 con la calle 79, terminaba su jornada laboral a las tres de la tarde y el bus la dejaba en la carrera 45 (hoy conocida como Avenida Carlos Gardel) con la 80. Al bajarse —continúa el relato de la corresponsal— “le daba una moneda al joven, casi niño que trabajaba allí, para que me hiciera sonar Marión, y me subía la pendiente muy despacio para escuchar el tango…Me dolía, bueno, me sigue doliendo el tema”.

 

Cuando la leí, la historia me estremeció. Marión —que en el barrio donde me parece la escuché por vez primera era el Congolo, en el bar Florida, y creo que la versión que sonaba allí era la de Raúl Iriarte con Caló—, sí, Marión es un tango que duele a montones. A mí, que de adolescente poco o nada me decía su letra, pero de a poco se me fue pegando y tal vez por una especie de misteriosa ósmosis penetró en honduras cordiales, en sitios de la denominada alma que le abrió hospedaje. Había (hay todavía) una rara melancolía en ese tango, una dolorosa manera de contar sombras y sueños y “la angustia del adiós”.

 

El de Rubinstein es de los muchos tangos que nos llevan a París a presenciar romances truncos, dramones con aires trágicos, como, por decir, La que murió en París, o aquel otro de Cadícamo que se quedó Anclao en París tirao por la vida de errante bohemio, o Madame Ivonne, y así tantos otros. Marión, bello nombre de mujer, con aires bíblicos (María, Miriam), con acentos literarios como el personaje de Manón, y que en francés es un diminutivo de Marie, aunque nos suene como un aumentativo en castellano.

 

Es, sin aplazamientos, un tango removedor de vibras y fibras: “En la evocación vuelve a soñar mi corazón, y el sueño eres tú, Marión”, un comienzo delicado y contundente. Y luego una declaración que es definitiva y que anuncia con certeza que no hay lugar para la desmemoria, un nombre perseguidor, una imagen de mujer que jamás se irá: “Amor de mi juventud que no se olvida. Amor que llena de luz toda mi vida”. Nada que hacer. Las marcas están establecidas. Lo imborrable, lo permanente, se yergue como una bandera que ondea en las soledades.

 

“Sombras del ayer, con sus tristezas de canción, siempre me dirán: Marión”. Tuvo que ser una mujer, un amor, una imagen indeleble. Un amor al que las hipérboles no le caen mal y con el poder poético —y profético— de la evocación antes de que las motivaciones desaparecieran, antes de ser víctimas del devorador olvido. “Sueño de París que se enredó con la emoción de tu amor sin fin, Marión”, escribió Rubinstein, aunque algunos vocalistas no llegan a esa estrofa que habla del “perfumado rumor de la distancia”.

 

Marión, amor lejano. Claro que duele ese tango. La memoria revive pieles y besos y desdenes. Adioses. Hay un cielo que llora por los dos, por la que se fue y por el que se quedó. O viceversa. Un gran poder de recordación tiene ese nombre corto, nombre de mujer de enigma, que en las noches del barrio se regaba por las calles y nos llegaba sin saber uno que se quedaría guardado en los recovecos sensibles del “cuore”.

 

Marión, nombre de hebreo sonido, que en tango se volvió recuerdo, y que produjo en una mujer de un barrio de calles empinadas la gracia ineludible de ponerlo a sonar para escucharlo mientras ascendía la cuesta con lentitudes para no perderse sus armonías ni sus versos… Oh, Marión, “hoy solo queda el albor de tu fragancia”.

Pintura del artista argentino Fabián Pérez.

Un hipnotizador, una playa y Thomas Mann

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Un narrador que comienza por recordar unos acontecimientos en un balneario del Mar Tirreno, en Italia, “con pena y enojo”. Anuncia que tratará de un hecho en el que terror y la desgracia serán elementos de un espectáculo que culminará en una catástrofe. Thomas Mann escribe Mario y el hipnotizador en 1929, año en que ganará el Nobel de Literatura, y como una suerte de “descanso” en la escritura de novelas de hondo calado, como José y sus Hermanos, una tetralogía que le llevará más de diez años de intensos trabajos literarios.

 

Mario y el hipnotizador es una especie de divertimento profundo, en el que el novelista y ensayista alemán da muestra de su sapiencia y oficio, en una “nouvelle” que entre bastidores es una cuestionamiento al ascenso del fascismo en Italia con la figura de Benito Mussolini, y de modo explícito una narración cronológica de un episodio que le acontece a una familia alemana de vacaciones en Torre di Venere (un nombre ficticio de una playa, aunque hoy, tantos años después de la escritura de esta obra de Mann, haya vinos y edificios con ese nombre), donde varios incidentes harán un marco y antesala a lo que sobrevendrá, un fin inesperado, un espectáculo en el que aparecerán no solo un público que es humillado por un peculiar artista, sino un mago, conocedor de los secretos lengua, los trucos cartománticos y el poder de la hipnosis.

 

La obra, otra de Mann que sucede en Italia (Muerte en Venecia, 1912), país con el que el novelista creó vínculos afectivos y culturales, es una pequeña joya del buen escribir y del caracterizar climas y personajes. De cómo se construye un ambiente sicológico adecuado, con elementos de suspenso y con el conocimiento de la cultura (incluidos idiomas como el italiano y el francés), las maneras de ser de los niños, los jóvenes y los viejos, todo envuelto en una pieza que no deja nada al azar y cuyo tejido, a veces de finas sutilezas, da pistas a un lector atento (hay amarres indicativos) de que el final va a tener una resolución de espanto.

 

El narrador conoce en el Gran Hotel, en el que se hospedaron en un principio, a Mario, un camarero, al que apenas anuncia en los primeros párrafos y que mucho más tarde reaparecerá en la trama de la obra aunque con una presencia corta, pero definitiva en el dramático final de la misma. Después de un inconveniente que surge porque en el hotel está hospedada una señora de clase distinguida, plena de refinamientos (aquí diríamos una señora cismática), a la que altera la tos de la niña hija del narrador (que tuvo un episodio de tosferina) y con su influencia obliga a que éste y su familia se trasladen a una pensión de las inmediaciones. Otros hechos, que en rigor no están desconectados, afectan a la familia veraneante, como el escándalo que se produce en la playa ante la desnudez de la niña de ocho años, que se quita su vestido lleno de arena para lavarlo.

 

Por momentos, el narrador da cuenta de algunas presencias en aquella playa, como la de los “niños patriotas, circunstancia anormal y aterradora”, en la que el llamado nacionalismo jugaba un rol de primer orden. Entre la muchachería local se oían “modismos y tópicos sobre la grandeza y la dignidad de Italia” que constituían una interrupción y embarazo en los juegos de los niños de la pareja que a estas alturas ya va sintiendo ganas de abandonar aquellos parajes, lo que les hubiera ahorrado el conocimiento del “funesto Cipolla”, un personaje avieso, deforme y que, si el lector quiere, puede ser una especie alterada de una representación de il Duce.

 

Mann, en un apartado en el que se refiere al calor (¿habrá necesidad de decir que era sofocante?), lo nombra como un “calor de Senegal”; un sol despiadado, sol de justicia, que quema las espaldas de los visitantes. Es el calor del tiempo clásico, “el clima ardiente de la cultura, es el sol de Homero que nos achicharra”). En todo caso, el calor angustia y embrutece (son sus palabras) al narrador.

 

La noveleta dará un salto mortal, tendrá un cambio en el ritmo y en las situaciones, cuando aparece el Caballero Cipolla, que así lo anunciaban los carteles en las esquinas del poblado costero. Los avisos lo catalogaban como un artista trashumante de salón, hipnotizador, taumaturgo y prestidigitador, “que venía a distraer al distinguido y respetable público de Torre con algunos fenómenos sorprendentes y nunca vistos”. Sí, llegaba un brujo, un nigromante, un espectáculo que los niños (los hijos del narrador) no se querían perder, y a quienes los comenzó a asaltar una “impaciente curiosidad”.

 

El mago se iba a presentar en un local que estaba destinado al cine, que era “una gran barraca de tablas”, con avisos de colores chillones, en cuyo escenario estaba por desenvolverse una función que haría ver a un hombre poco común, una atracción de turistas y de algunos lugareños. Tal vez, en una maniobra para alargar el suspenso, la aparición del hipnotizador se retrasa, aumenta el desespero, hasta que unos aplausos estallaron, como “esa forma cortés de demostrar la impaciencia y que en forma moderada viene a ser como una promesa prematura de éxito para el artista”.

 

El Caballero Cipolla, en el que no había sombra de bufonismo ni trazas de chabacanería, con una indumentaria en la que aparecían esclavina, sombrero de copa, guantes blancos, pañuelo de seda al cuello, comenzará su interpretación con muestras de desprecio hacia el público. Se fumó un cigarrillo con parsimonia, como si en su actitud hubiese una provocación, una manera de transmisión de desdenes y, a su vez, de que los concurrentes supieran que él los podría dominar a su antojo.

 

El relato avanza con sucesos varios en los que el mago hace alarde de su capacidad oratoria, su conocimiento de discursos y, para sorpresa de muchos, de su control hipnótico. Hay diversos números, como los de adivinación de cifras, cartomancia y, sobre todo, hipnosis. Se muestran diversos caracteres entre el público, y el narrador va desgranando su relato, acelera o retarda el ritmo, ingresa y saca personajes, en una elaboración con maestría, con manejo extraordinario —y pertinente— del tempo y del escenario.

 

Es posible una evocación de la actriz italiana Eleonora Duse (no solo por el nombre de la pensión donde se hospedan el narrador y su familia), sino por la admiración que la dueña del establecimiento, que aparecerá en escena, le profesa a una de las más relevantes artistas del país. Por su parte, el mago, al que los circunstantes ya admiran por su parla y sus trucos, aunque es una admiración en la que se balancean —como en una imaginaria cuerda floja— temores y vacilaciones, es un conocedor (así parece) de aspectos de la escolástica, de ciertos bailes de época como el one-step (que se origina en los Estados Unidos con el tema Bogey Walk), del canto coral y de otras artes.

 

En el libro Relato de mi vida, de Thomas Mann, el escritor da cuenta de detalles de la escritura de esta obra breve, de intensidades tormentosas. Al libro le agregará un subtítulo: Vivencia trágica de un viaje. “Quiero pensar que pocas veces algo vivo ha debido su origen a causas tan mecánicas como en este caso”, dice, al recordar que en agosto de 1929 su mujer Katia y algunos de los hijos más jóvenes tuvieron una estancia veraniega junto al mar en el balneario de Rauschen, en el Báltico.

 

“No era recomendable llevarme en este viaje cómodo, pero tan largo, el material acumulado del José, el manuscrito no pasado aún a máquina. Pero como yo no soy capaz de acomodarme a un “descanso” sin trabajo, y ello me produce más perjuicios que provecho, decidí emplear las mañanas en elaborar con ligereza una anécdota cuya idea se remonta a una estancia en Forte dei Marmi, cerca de Viareggio, y a impresiones recibidas allí…”. El escritor advierte que un trabajo como el que emprendió en aquel balneario y del que iba resultar el relato de Mario y el hipnotizador, no requería ningún preparativo y se “podía sacar de la cabeza”.

 

Mann comenzó a escribir por las mañanas en su habitación, pero, más tarde, decidió hacerlo junto al mar, al aire libre, y trasladó su trabajo creativo a la playa, en medio de bañistas y niños correlones que a veces le quitaban los lápices: “ocurrió que, sin yo quererlo, de la anécdota me brotó la narración, del simple relato salió la narración espiritual, de lo privado surgió el símbolo ético, mientras constantemente me sentía lleno de un feliz asombro por el hecho de que, a pesar de todo, el mar consiguiese absorber todas las perturbaciones humanas y supiera diluirlas en su amada inmensidad”.

 

Mario y el hipnotizador es una exquisita narración (con elementos autobiográficos) que demuestra con creces el talento de Mann, en una despliegue de conocimientos y símbolos; la cultura al servicio de la ficción, del relato, y con un personaje como el nigromante Cipolla, representación del autoritarismo y de la manipulación de masas. Ah, y con un desenlace “espeluznante y fatal”, que puede sorprender al lector.

 

La noveleta Mario y el hipnotizador, de Mann, transcurre en un balneario italiano, en el Tirreno.

El pene en el David y la escultura clásica

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

En una clase sobre el género del ensayo (“el más humano de los géneros”, según Jaime Alberto Vélez) se abordaron aspectos característicos del Renacimiento, época en la que Michel de Montaigne creó el essai. Uno de los acercamientos a esos tiempos de prodigios consistió en nombrar y recordar cómo hubo un desnudamiento de las formas corporales y un rescate de las proporcionalidades, del número áureo y de la belleza entendida como una suerte de recóndita armonía, que lo sume todo en el bienestar interior y en sensaciones extáticas y de deslumbramientos. La razón emocionada.

 

Cuando les estaba hablando sobre la histórica escultura el David, de Miguel Ángel, una muchacha preguntó por qué en ese cuerpo tan hermoso y atractivo, así dijo, el pene era más bien pequeño, lo mismo que los testículos. Tras la risa colectiva, se hizo un recorrido por aquello que los griegos elevaron a la categoría inmarcesible de las proporciones. En ellas hay matemáticas, pero, a la vez, una como aportación de las divinidades a aquello que, a simple vista, debe causar una impresión demoledora de lo que es la belleza.

 

Para los griegos (también para los latinos), las proporciones áureas, las que estaban determinadas por un toque divino, pero a su vez numérico, eran parte esencial del arte. En la escultura clásica, como por ejemplo el Discóbolo, de Mirón de Eléuteras, todo obedece una proporcionalidad, a una armonización y equilibrio de los movimientos, a una adoración y respeto por el cuerpo (que también había que cultivar la mente, claro). El mármol y la figura humana alcanzaron cumbres estéticas insospechadas. Una adoración por la anatomía y la perfección de las formas.

 

La clase derivó en un paseo por algunas esculturas y escultores. Fidias y Praxíteles, inevitables. Pero, para no perder el enfoque propuesto por la inquieta estudiante, se siguió en la tónica de las proporcionalidades, y debido a esa manera de las concepciones estéticas grecolatinas, que reaparecerán con novedades y variables en el Renacimiento, testículos y penes guardaban una relación armónica con el resto del cuerpo. Lo otro serían deformaciones, como las de Príapo, dios menor de la fertilidad, un símbolo del poder fálico. O como las representaciones de los sátiros, seres animosos y de inteligencia escasa. Y, más que una virtud, tales desproporciones eran un defecto, una manera de cuestionar la imperfección. El vino, la fiesta, las faenas agrícolas, las situaciones lascivas, acogieron estas míticas creaciones más propicias para el humor y las transgresiones.

 

Aquellas esculturas clásicas, como las que surgirán en el Renacimiento, estaban hechas para la contemplación reflexiva y serena. Además, el cuerpo, que en la Edad Media sufrió los martirios y otras laceraciones para alejar demonios y tentaciones mil, y que se ocultó en hábitos y capuchas y abadías, se reivindica otra vez en el ideal humanístico del Quattrocento, en esa desnudez en la que el ser humano torna a parecerse a los dioses (que de seguro andarán desnudos por paraísos y lugares o no-lugares inescrutables).

 

Y mientras se iba respondiendo a la inteligente interrogación de la chica, se habló del cuerpo ahora, de su mercadeo y consumo, de tornar a ciertas musculaturas y fibras, mas no como una búsqueda filosófica de la belleza sino como una integración gimnástica al culto del cuerpo que sirve para modelarse, para venderse, comprarse, “incorporarse” a las dinámicas de los nuevos narcisismos. En los antiguos griegos una escultura (u otra representación) con un pene desproporcionado era, más bien, una monstruosidad, una alteración de las formas áureas. Se le rendía tributo a la razón, no conectada en necesidad con el tamaño de los genitales.

 

Alguien buscó en la web un trozo de la obra Las nubes, del comediógrafo griego Aristófanes, en la que se trata de los tiempos de antes comparados con los del ahora, y un personaje indica que “si haces lo que te digo y sigues mis consejos, tendrás siempre el pecho robusto, el cutis fresco, anchas las espaldas, corta la lengua, gruesas las nalgas y proporcionado el pene. Pero si te aficionas a las costumbres modernas, tendrás muy pronto color pálido, pecho débil, hombros estrechos, lengua larga, nalgas delgadas, pene desproporcionado, y serás gran litigante”.

 

Se dijo, y no propiamente como en una publicidad de las películas de Mothra y Godzilla, que “el tamaño sí importa” según las culturas y las divisas estéticas de las mismas. Y en esas estábamos cuando les conté una anécdota que hace años nos narró el escultor Gabriel Restrepo, cuando el maestro Rodrigo Arenas Betancur estaba esculpiendo el homenaje por los cincuenta años de la masacre de las bananeras, que se erigiría en Ciénaga, Magdalena. El modelo era un negro del Chocó. Su desnudez mostró un falo como el de Príapo. Desproporción absoluta. Y el escultor, que quería forjar un trabajador del banano en pelota, tuvo que ponerlo con un pene de tamaño armonizado con el resto del cuerpo. Asuntos de proporcionalidad.

 

Se llegó a la conclusión (y toda conclusión es un indicio de que algo queda faltando) de que para los griegos como para los artistas del Renacimiento el tamaño del miembro viril no era lo que determinaba la belleza de un cuerpo masculino.

 

La clase terminó en medio de cuchicheos, risitas de picardía y observaciones no reproducibles en una breve nota sobre la armonía y las divinas proporciones áureas. Y sobre los escultóricos penes griegos, latinos y renacentistas.

 

David, de Miguel Ángel

Camarera

 

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Llega pura sonrisa de impostación

piel azul ojos de golondrina

la mesera de copas cortas

nos engulle con sus pupilas

urgidas de alumbre

olor a pachulí y crema axilar

falda que muestra sus necesidades

de mujer que tal vez trabaja

nocturnidades para niños

La miramos con ansiedad

contenemos la respiración

mientras nos sirve

el modo de viajar

sobre la mesa

sin pasaportes ni visas

Se aleja contoneando el bar

se va para volver

cuando el grito surja

camarera camarera

no nos dejes penar más

sonrisa-risa de propina larga

y palmada de saludo atrás.

 

Mañas y agresiones en el fútbol

(Una nota con toques testiculares, escupitajos y un cuento de Fontanarrosa)

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

El fútbol, al que algún académico francés denominó, no sin razón (son muy racionales los galos), “la inteligencia en movimiento”, está lleno de gracias y bonituras (como, por ejemplo, un gol de chilena de Marco van Basten; el de Maradona contra Inglaterra…), y de apasionamientos que pueden lindar con la desaparición de la racionalidad; y, en los últimos decenios, cuando se tornó no solo un vasto espectáculo de masas sino en un negocio de altos réditos, el fútbol se trastocó en una cueva de ladrones, como los de la Fifa.

 

El fútbol, del cual despotricaba Borges y al que adoraba Camus, que anunció que todo lo que aprendió sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol, es una convivencia simultánea entre el ingenio y la trampa; la fantasía (la misma que hoy escasea) y las colecciones de mañas. El finado Umberto Eco, que no era un amante de futbolerías, declaró que él no odiaba el fútbol, sino a los apasionados de esta especie de religión (para Vázquez Montalbán era una “religión benévola”): a los fanáticos.

 

Despreciado durante muchos lustros por intelectuales, que veían en esa práctica un ejercicio de alienación, “el nuevo opio del pueblo”, un estupefaciente más para embobar multitudes, también logró la adhesión de escritores, poetas y otros artistas. Tal vez uno de los cuentos más hermosos sobre el tema lo escribió Roberto Fontanarrosa (un sufrido hincha de Rosario Central): Viejo con árbol, y desde luego en cualquier antología del género deben aparecer los de Osvaldo Soriano, alguno de Benedetti y varios de Camilo José Cela. Hay más.

 

Bueno, pero de lo que debo escribir hoy es de las mañas en la práctica sacrosanta del fútbol (hay feligreses, oficiantes, rituales, himnos, oraciones…), que en las mangas o potreros de barriada todavía se acerca a las alturas de la estética y la ingeniosidad. Tal vez, la entrada en el mundo de las plusvalías y las exorbitantes transacciones capitalistas, ha hecho que el fútbol se parezca, además del trillado corito de “pan y circo”, a una máquina infernal de hacer dinero, lo que, de suyo, admite la compra de árbitros, o de rivales, y, como ha sucedido, la proliferación de  amenazas, extorsiones, “vacunas”, que cualquiera le vende el alma al diablo o se deja seducir por los maletines repletos de dólares.

 

Se podría decir, como una especie de convención, que las mañas son propias del fútbol; las que se practican en las canchas, las que tienen que ver con cierta picardía, con engañifas que no maltratan y alguna teatralidad. Un pisoncillo a un rival en el momento en que va a saltar, un empujón con levedades, un agarrón medio sutil a la camiseta, y otras muchas que parecen un catálogo de candideces, son parte inevitable del juego. Las que ya van teniendo vestuario de matonerías, de truculencias que pueden dañar al contrario, que trascienden la disputa limpia (la empañan), se convierten en modos de ablandamiento. O de la intimidación.

 

Al fenomenal puntero derecho argentino Oreste Corbatta, un capo uruguayo, al que había burlado a placer con sus dotes de mago de la gambeta, lo pateó y, cuando el talentoso estaba en el piso, se acercó y simulando que le pedía disculpas lo puñeteó y le tumbó dos dientes. Algunos defensas quiebra-huesos amenazaban en pleno juego a los delanteros con fracturarlos. “Si no me dejás el balón, te destrozo la pierna”, le decía muy cerca a las orejas cualquier limitado pateta a un jugador liso y ágil.

 

Múltiples tretas se dan en las canchas, desde simular faltas, los “piscinazos” en el área, escupir al contrario, insultarlo con la madre o la esposa (“me comí a tu madre”, “tu madre es una puta barata”, …), hasta llevar tintas y pinturas color sangre, o chuzar con agujas hipodérmicas a algún rival, o untarse los dedos de mentolín o sustancias alcanforadas para refregar en los ojos del arquero contrario y, así, un extenso catálogo de desdorosas actitudes.

 

Pero, digamos, que no todo se queda en lo verbal, en la agresión de palabras y palabrotas, que hoy, sobre todo en Europa, se acude al racismo (a Dani Alves le arrojaron un banano como para decirle mico, pero él lo peló y se lo comió antes de cobrar un tiro de esquina; hace años, en Medellín, a Falcioni, arquero del América, le lanzaban naranjas, que él mondaba y se las engullía para furia de la tribuna). Es célebre, por lo vulgarota, la agresión que Michel González, del Real Madrid, le hizo al Pibe Valderrama: le tocó los genitales. Dos veces lo provocó con sus “caricias”. Y en la tercera, al cobro de un tiro de esquina, el volante creativo colombiano le dijo: “Eche, loco, ¿tú eres marica o qué?”.

 

No es poco común el que un jugador le hurgue el orto a un contrario. Hay expertos en la maniobra, que creen que están haciendo un tacto de próstata o procedimiento similar. Sucedió con el futbolista uruguayo Cavani, cuando Jara, un chileno, en una rápida tocata, le introdujo el dedo por el culo. El árbitro solo vio la reacción del charrúa, al que expulsó. Materazzi, uno de los matones del fútbol, capaz de romper tibias y peronés, insultó durante todo el partido entre Italia y Francia, a la estrella Zidane, que no resistió más la provocación (insultos a su madre) y le propinó un cabezazo en el pecho.

 

Y hablando de auténticos “asesinos” en la cancha, el bárbaro Andoni Goikoetxea, del Atlético de Bilbao, lesionó, tras un patadón de infamia, a Diego Armando Maradona, que jugaba para el Barcelona. Más de tres meses duró la incapacidad del argentino. Se dijo de todo. Por ejemplo, que el Real Madrid había pagado al jugador vasco para que destrozara al genio de Villa Fiorito.

 

El fútbol, ayer como hoy, pero tal vez más en estos tiempos, ha utilizado distintos repertorios de agresiones y provocaciones. “Vos no le has ganado a nadie”, solían decir ciertos jugadores de un equipo muy triunfador a sus rivales, sobre todo si eran jóvenes promesas. Así como han usufructuado las simulaciones dramáticas, en especial frente a árbitros blandengues. O recargados.

 

Las mafias de apostadores, los intereses creados en torno a equipos que mueven millonadas de euros o dólares, la compraventa de partidos, y otros factores de inmoralidad y despropósitos a granel, oscurecen el “deporte más popular del mundo”. Y más que los fanáticos (sinónimo de irracionalidad), más que incluso los artistas del balón (Garrincha los llamaba, incluyéndose él, payasos), el fútbol se contaminó por la “cultura” deleznable de las trampas, practicada por “cosa-nostras” universales.

 

El fútbol, manipulador y manipulable, que cuando está bien jugado, claro, asciende a los cielos de la estética, iguala en las graderías al rico y al pobre, al ilustrado y al analfabeto. Pero, en incontables ocasiones, esa equiparación es por lo bajo. Como ocurre con las embriagueces. Y, como en el hermoso relato de Fontanarrosa, todos los aficionados caen en aquella emocionalidad que no permite —ni admite— frenos éticos ni morales: “¡Qué pitaste, árbitro hijo de mil putas!”.

 

A veces, con tantas desenfrenadas maniobras en contra de la lealtad y los principios de convivencia, todo parece indicar que a Albert Camus le tocaron días inmaculados, porque, hoy, no es posible aprender de moral y de los deberes de los hombres en el fútbol.

 

El jugador chileno Gonzalo Jara provoca con un tacto rectal a Edison Cavani, de uruguay.

 

Calle de café hablante y cines extinguidos

 

(Junín, la de la elegancia y la poesía ambulante, un paseo con lazos familiares)

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Hay lugares de la ciudad en los que uno se siente no solo libre sino arropado por una sensación de seguridad (no en el sentido policíaco) dada por una especie de pertenencia, de familiaridad, de ser parte de una atmósfera, de un entorno que puede ser que ya no esté más, o de una raigambre intangible. Ahí, en esos ámbitos en los que es posible desde un dèjá vu hasta un “salto adelante” (flash-forward), como en ciertas películas o narraciones literarias, uno puede tornarse invisible o convertirse en parte de una sustancia del paisaje.

 

Ahí, en esos espacios urbanos (no sé si en los campos suceda algo similar), por los que uno ha transcurrido, visto el tiempo, sentido el ir y venir del mundo, escuchado voces que a veces son corales, a veces las de un solo hombre (o mujer) o la de un pájaro de ciudad, hay unas ataduras con tal geografía (que puede ser metafísica), como si fuera un nido, una techumbre acogedora, o la prolongación del hogar. Allí se reúnen, como en algún poema, lo ido y lo recuperado, pedacitos de porvenir y siluetas del pasado.

 

Son territorialidades que se incorporan en nuestro ser, en los sentidos, en memorias que se esconden durante años y resurgen en momentos críticos, o de fe (no teológica), o vuelven en el brillo de una vidriera, en el rumor del viento en un almendro umbrío, en la forma de caminar de una muchacha. Van con uno, sin desprenderse, con certidumbres adquiridas tal vez por las insistencias, las permanencias. A algunos les pasa en una calle o en una manzana, quizá en un parque, en el patio viejo de la escuela, en un antejardín, o en una manga de barrio donde años ha se jugó al fútbol.

 

Son conexiones con el misterio, se podría decir con cierta irresponsabilidad. O con momentos intensos que marcaron un itinerario, que otorgaron carácter o produjeron asombros y curiosidades. No hay, en esencia, una explicación racional a ese sentir. ¿Por qué aquí, en esta zona o calleja o espacialidad me siento como en mi salsa, en mis fueros, como si hubiera un cordón umbilical, ligadura maternal con una física, con una materialidad? Se podrá decir que se trata de vivencias sucesivas, de repeticiones, de estares continuados. O de idas y regresos. Sí, es posible.

 

A mí todas estas perplejidades y disposiciones anímicas me suceden en la carrera Junín en su recorrido de La Playa hasta el parque de Bolívar, en Medellín. Debe ser por tantos vaivenes desde tiempos añejos, cuando de adolescente iba y venía por esa pasarela en la que había vitrinas de elegancia, y sobre las cuales jamás aplasté la nariz contra el vidrio, y clubes de oligarcas, a los cuales entraría mucho tiempo después, y más que todo a labores de periodista (eso sí, sin corbata) o a celebraciones pagadas por la empresa donde trabajaba.

 

Quizá se deba a las entradas a la Librería Nueva, cuya vitrina de ofertas era siempre una convocación, o, sobre todo, cuando dejaba de ir a clases que trocaba por el cine María Victoria o por las salas Junín 1 y 2, cuando ya se había erigido el edificio de una prepotente textilera y derrumbado el que muchos todavía consideran como uno de los mejores teatros que había en América Latina: el Junín (aniquilado en 1968). Por aquellos días no era una atracción juvenil el Astor, con sus moros y chocolates, y sus mesas plenas de vejestorios. Tampoco el estadero Doña María, en un segundo piso, en el que durante años un cantante criollo imitaba a un cantante argentino, el de “mi tristeza es mía y nada más”, Ninguno de los desclasados que por allí pululaban aspiraba a entrar en el Salón Dorado del Club Unión, pero, junto con almacenes de prestigio y supermercaditos que entonces eran una novedad, el ambiente era familiar. Como si todo nos perteneciera, incluidas las camisas elegantes de Zhivago o los avisos de neón o las vajillas de plata del salón de té.

 

Y por esos caminares (que entonces Junín era para transeúntes y vehículos) uno derivaba aunque no se lo propusiera en el Salón Versalles, que olía a pan francés y café caliente. Al principio, uno pasaba y miraba y no entraba; imaginaba el interior, con sus mesitas de manteles blancos y sus cuadros en las paredes, y de pronto veía el ingreso de tipos de pantalones coloridos y melenas abundosas, con aires de desprecio de la mundanal cauda de pasantes de esos contornos. Al final de la calle estaba, sobre la derecha y en una esquina en la que Junín se abrazaba a Caracas. el que el imaginario denominaba el “teatro de las sirvientas”, el cine Aladino, al que jamás entré, más que todo porque su cartelera era poco atractiva. El Dux, en la misma acera de Versalles, tuvo momentos de gloria y había de vez en cuando películas de enjundia.

 

Aquel tramo, que ya para uno oscilaba entre el mito y la posibilidad de callejear sin tener que dar cuenta a nadie de aquellos recorridos, se introyectó en nuestras maneras de ser, de andar, de mirar, que a veces se desviaba de aquella riada por unos pasajes que en su momento eran una revolución en el urbanismo: los pasajes comerciales, con almacenes de discos, de ropas finas y dependientes bonitas, que formaban un tejido laberíntico con Palacé, la avenida Primero de Mayo, Maracaibo, con más cines, como el Ópera (enseguida estuvo en un tiempo un lugar de lujuria, llamado Rigoletto y diagonal, la Librería Aguirre), y el Metro Avenida (hoy convertido en entidad bancaria), la Librería Continental, el café Internacional y el Monterrey, que tenía entradas por Palacé y la Plazuela Nutibara.

 

Aquellos perímetros, de tanto frecuentarse, eran como una prolongación de la casa. El corazón de los recorridos era Junín, pero las otras calles se vinculaban como venas, parte de un torrente urbano que me alimentaba con paisajes, todos los días distintos, nuevas muchachas, nuevas películas, como las que íbamos a ver al teatro El Cid, al Odeón, al Lido, y después, cuando el cine era parte de una manera de vivir, al Libia, último bastión de la ciudad en el que se podía apreciar el cine-arte (bueno, una derivación tardía de este fue Cine Centro, que también se murió).

 

Años tantos en ese periplo por una calle con accesorios, con prolongaciones, con ecos de un tiempo en el que, a veces, poco importaba el reloj, me fue conformando con respecto a esa parte de la ciudad, una especie de cordón umbilical. Calle-madre, calle con aliento de poetas locos y muchachas bonitas, con tipos de camisas floreadas y futbolistas argentinos y periodistas en Versalles. Con un café de toda la tarde, con palabras sin agotamiento, en una mesa por la cual, de vez en cuando, se paseaba una empanada argentina y un recuerdo de la sonrisa de Gardel.

 

Ahora, cuando no están ni la librería, ni los teatros, ni las vitrinas con ropas de distinción a altos precios, ni el cantante que imitaba a Leonardo Favio, ni una que otra gitana que a veces quería decirte cuán larga sería tu existencia y cuán afortunada, cuando los ricachones del club se fueron a lucir sus caudales a sectores alejados de lo que ellos llaman el “populacho”, aquella calle de inevitable historia, de educaciones sentimentales, sigue pareciéndome un oasis, un breve espacio para ser y no ser, que el hombre —lo dijo no sé quién— es ondeante, cambiante, pero, con todo, es parte de una calle, de una cuadra, de una entrañabilidad de adobes y cemento.

 

Paso cada tanto por la pequeña avenida y tal vez lo único que me sigue siendo familiar es Versalles, con sus rosetas y cafés cantantes, sus cuadritos de fútbol y tango y los recuerdos de mesas en las que hablábamos sin censuras ni cortapisas con un café que duraba más que cualquier flor. Y en cada travesía por esta callejuela impredecible (e imprescindible) vuelvo a sentir una voz que me dice que soy parte de un paisaje de neones, fotógrafos ambulantes y librerías inexistentes.

 

(A Carlitos Spitaletta, que me preguntó en qué parte de la ciudad me sentía tranquilo. La otra, es la U. de A.)

 

Aspecto de la carrera Junín, entrada al antiguo Club Unión, hoy un centro comercial.

Un librero muy viejo con una librería enorme

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

N.B. En noviembre de 1994, me topé con una insólita librería en Buenos Aires y con un viejo librero que no quería saber nada más del mundo. Por esos días, escribí esta pequeña estampa.

 

 

Buenos Aires es una ciudad de libros. Es más: casi todos sus novelistas y poetas hablan de ella, la incluyen como personaje en sus ficciones. Es inspiradora la Reina del Plata. Hay librerías, de nuevos y viejos, por todas partes. Claro que más en la inevitable calle Corrientes, esa avenida necesaria que nace en el río y muere en un cementerio. Pero también están las de la “aristocrática” Florida, algunas de varios pisos y con baldosas de mármol. Y las de Lavalle, calle íntima, plena de cines. Y, bueno, por donde vos pasés siempre habrá una librería. Una librería siempre será tu destino en Buenos Aires.

 

Y cuando no suceda lo anterior, entonces te podrás detener en los kioscos, que son extensas casetas en las que se ofrecen, con impecable organización, periódicos, revistas (desde artísticas y científicas hasta pornográficas), videos, y, desde luego, libros, más que todo de colecciones. Son auténticas librerías sobre las aceras (veredas) de Buenos Aires.

 

Y vos ahí, andando, mirando, hojeando, alucinándote con infinitos libros (la miradera te pone los ojos como dos rayitas), sintiéndole a cada página el olor, el esprit, y de súbito estás caminando por Callao (por donde la luna rueda), casi en la esquina con Corrientes, y mirás casi sin querer un avisito añoso, inadvertido, que dice “Antigua Librería del Valle”. Y vos observás, tirás pupila, pero no la ves. Resulta entonces que te subís por un ascensor viejo, y ahí está la entrada adornada con un farolito. Empujás la puerta y listo. Estás en la que puede ser la más vieja librería de la ciudad y entonces te topás con el que, con certeza, sí es el más antiguo librero porteño: Horacio Del Valle, un señor de ochenta años, bigotito sin canas, corbata negra y saco gris. Parece un ser de otro mundo, metido entre libros que suben hasta el muy elevado techo.

 

La librería es penumbrosa. Las arañas luminosas tienen muchos foquitos fundidos, por lo que, en vez de dar luz, más bien tiran sombras. Son tantos los libros que vos sentís como una opresión asfixiante, y unos deseos urgentes de encontrar aquel texto que siempre estuviste buscando. La vas recorriendo, entrás a un cuarto y a otro, y a vos te parece que los libros se te vienen encima. Se siente una polvorienta soledad, la misma de la decadencia. No hay ni un solo dependiente. Más al fondo, solo hay sombras en los once cuartos del caserón-librería. Pero se adivina, se siente, opresiva, la presencia múltiple de libros.

 

La Del Valle fue fundada en 1906 y llegó a tener más de medio millón de libros, entre numerosos incunables y joyas bibliográficas de todo el mundo. “Esto es un refugio, del cual no le voy a contar la historia porque no tengo ganas”, te dice con una garganta de arena el viejo Horacio, delgado y pálido. “No quiero hablar de nada. El país y la librería están en decadencia… yo ya conseguí para vivir el resto de mi vida, pero solo en el caso de que muera mañana”. Sonríe, pero es una sonrisa de tristeza. Entonces pensás que ese hombre está vencido.

 

“Este país está derrumbado —te dice con su voz agria—. El mercado lo ganó todo. Y la superficialidad: ahora te sacan textos de cómo aprender a vivir en quince minutos, cómo aprender tal cosa en una hora… En realidad, no me interesa hablar con nadie. Estoy enfermo”. Hace un gesto de fastidio, de no querer saber de nadie, y se calla. Cuando se entera de que vos sos colombiano, los ojos se le iluminan: “Eh, de la tierra de (Germán) Arciniegas. Qué lindo escribe Arciniegas. Ojalá volviera a Buenos Aires. Dicen que lo van a traer”.

 

Horacio, hijo de inmigrantes españoles, creció y envejeció en la librería. Y de niño atendía el mostrador. “Desde siempre vi transcurrir la cultura de la ciudad”, te dice. Sin embargo, interrumpe. “No quiero hablar. Mi historia no le interesa a nadie”. Y entonces vos creés que a ese librero, con pinta de bohemio y poeta de otros días, lo está matando la soledad. La librería tuvo veintidós empleados. Ahora no hay nadie. Y a aquel hombre, al cual se le nota en cada arruguita la pasión por los libros, le queda muy ancho tanto espacio. Es más: parece vivir en otros días, instalado en algún recuerdo.

 

“No todo es rosa en la librería —te dice—. Fue producto de una lucha en tiempos en que estos países se estaban haciendo y todo era muy duro”. El librero torna a callarse. Camina hasta un cuarto y cierra una puerta con fuerza, con rabia. Vos quedás solo unos segundos, mirás las estanterías y salís. Afuera, la ciudad te arroja diversas alucinaciones. Entonces pensás con pesadumbre que tampoco en esa antigua librería estaba el libro que siempre estuviste buscando. Y te marchás en busca de otra, en pos de un nuevo asombro.

 

 

Pintura de José de Ribera

Memorias de un vals de barrio

                                          Los años de la infancia pasaron, pasaron…

Por Reinaldo Spitaletta

Estaba presentando en la biblioteca Pública Piloto de Medellín el libro Barrio que fuiste y serás (en la que hay, como se advierte, una sonoridad tanguera de Borges en el título), cuando sonó en los altoparlantes el vals Pedacito de cielo, de Homero Expósito, Enrique Francini y Héctor Stamponi, con aquello de “La casa tenía una reja pintada con quejas y cantos de amor…”.

A los que me hicieron la atención de hablar sobre mi libro, Juan José García Posada y Luis Fernando González, me pareció que se estremecieron con la voz de Adriana Varela (que era la que estaba cantando) y quizá transmitieron por ello una más alta emoción a las palabras. Dentro del público vi a Luciano Londoño López, casi en la última fila del auditorio Torre de la Memoria. Era (tal vez muchos lo saben) un investigador tanguero y de músicas populares y el único colombiano miembro de la Academia Porteña del Lunfardo, a la que pertenecían, además, algunos extranjeros como Camilo José Cela y Simon Collier.

Aquel 8 de junio de 2011, la velada transcurrió con evocaciones de barriada, pero en el ambiente seguía flotando la neblina de un vals: “Los años de la infancia pasaron, pasaron, la reja está dormida de tanto silencio…”, con gestos traviesos y besos robados al azar. Unas horas más tarde, recibí la llamada de Londoño, que habló muy bien de los que presentaron la obra y me dijo que, en rigor, el vals que había debido sonar en la ceremonia era El vals de los recuerdos, que además me lo acababa de enviar por correo electrónico. Antes de colgar, lo puso en su equipo de sonido y casi no encajo el golpe. La introducción tristona de la orquesta de Roberto Firpo, era como una pena ambulante, una delicadeza musical para suavizar un dolor, el de los recuerdos, el de aquella sustancia intangible que ya no está y no es posible que vuelva. Pero que solo con la música, con su conjuro y convocatoria casi esotérica, torna a aparecer en la memoria frágil (en la olvidadiza memoria).

Orquesta Típica Roberto Firpo - Todotango.com

Orquesta de Roberto Firpo

La voz de Roberto Diale sonó y de inmediato sentí un corrientazo, como si estuviera pilotando un avión de guerra con los motores en llamas y no hubiera otra manera de salvamento que una eyección urgente. Sin paracaídas, el recuerdo voló y cayó en los cafetines de pueblo, pero, en particular, en los que estaban en la carrera 47, de un barrio tanguero de Bello. En tiempos viejos, por allí, por esa calle que era entonces sin humos y con escaseces vehiculares, transcurríamos en bicicletas alquiladas donde Medina y en otros “alquiladeros”, o montados en alguna que nos prestaba, tras ruegos e impetraciones monjeriles, algún muchachón de la gallada, que tenía papá obrero textil, casi todos propietarios de Humbers y Philips, pesadas y engalladas con bombillería, parrilla con flecos, dinamo, pellón alto y cornetín. Era un milagro que se las soltaran a sus hijos, y, más aún, que estos nos dieran una “vuelta”.

La voz del cantor irrumpió con certidumbre: “Una llama silenciosa, / como lágrima de amor, / brilla en la noche y las estrellas / la contemplan llenas de emoción”. Comenzó a funcionar la inverosímil máquina del tiempo, los relojes en reversa, el avión en llamaradas y uno cayendo hacia la nada, hacia un vacío que dejaron los pianos de bar, las iconografías en las paredes, el mostrador de madera y las mesas metálicas y redondas dispuestas en la cantina, olorosa a cerveza y alcoholes y a emanaciones de orín. Uno allá y aquí, en el ayer y el hoy, sintiendo el ritmo, la melodía, la interpretación.

Sí, creo que Luciano tenía razón al anunciarme que, más que el vals que sonó en la sala, era necesario El vals de los recuerdos, no sé por qué, él tampoco lo dijo, pero es (era) una canción que va doliendo de a poquitos, dosificada la melancolía, como a cuenta gotas, que va creciendo, hasta envolverlo a uno en una atmósfera nubosa de los días que murieron, de lo que se ha ido, sin reversa. “Es la luz de un amor que el tiempo / no pudo apagar, ¡ay de mí!; / es la música de un sueño dulce / grande como el mar, ¡ay de mí!”.

Luciano Londoño López

Luciano Londoño, gran investigador de tango

Y en ese punto del valsecito que parece contribuir a la teoría del eterno retorno, apareció ella, pálida en la reminiscencia, el pelo suelto, las manos en temblor, tras el beso que, como en el otro vals celeste, en efecto le había robado al azar. Amor en flamas, pasión inútil que se esfumó en una ventana de casa vieja, solo con rejas de olvido en los ventanales. Pero que, con todo, el tiempo no pudo apagar.

El vals me sonaba con música de “un sueño dulce”, de un mundo que pertenecía a las sombras, a los ocasos —que ninguno es igual al otro—, olvidados al día siguiente con la aurora, con su color de rosa recién nacida. Sí, no había dubitaciones al respecto. El vals que debió de oírse en el atardecido lanzamiento del libro de barrio tendría que haber sido el de Firpo: “Es el vals de los recuerdos, / es una flor, es el canto de tu amor. / Amada mía, dónde estás con tu canción: / Dime qué será de ti”.

Nunca supe, por lo demás, por qué Luciano me llamó esa misma noche a decirme que el vals que mejores sonidos hubiera tenido en aquella tarde era el de Roberto Firpo. Quién sabe a él que recuerdos entrañables le suscitaría, tal vez los de su infancia y adolescencia en el barrio La Milagrosa, de Medellín, en el que también pululaban los bares esquineros. Y en el cual, con certidumbre, sonó El vals de los recuerdos, cuando los recuerdos no hacían parte —como es natural— del repertorio juvenil.

El vals en cuestión parece sonar “contra un ocaso amarillo”, y habría que decir con una letra borgiana: “Desde ese ayer, ¡cuántas cosas / a los dos nos han pasado!”. Es una canción de adioses, de partidas y de brillos que se mueren con algún atardecer. Cuánta tristeza hay en ese vals. Como en el rosicler de un alba, que tiene una belleza que duele.

Papá Hemingway

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Hace cincuenta años (2 de julio de 1961), el escritor y periodista Ernest Hemingway se descerrajó un disparo con una escopeta de dos cañones, tal vez para cazarse a sí mismo, o porque ya —según Laurence Durrell— era un impotente sexual, o porque, como se ha investigado, se le habían acabado las historias. Y esta situación sí es una tragedia de dimensiones griegas en la vida de un escritor. En ese momento, la leyenda —que ya lo era en vida— cobraba visos de mito, y el autor de El viejo y el mar, se convertía no sólo en uno de los más leídos autores del siglo XX, sino en uno de los más imitados.

 

Hemingway, de padre médico y mamá artista, será también un escritor (y periodista) de la guerra, como que le tocó vivir de cerca las conflagraciones más terribles del siglo (y de la historia de la humanidad). A los diecisiete años, cuando ya sabía boxear, pescar, disparar escopetas de caza, jugar rugby y apenas terminada la secundaria, ingresó como reportero en el Kansas City Star, en el que, según lo recordaría siempre, aprendió del manual de estilo del periódico: frases cortas, verbos y no adjetivos, siempre lenguaje positivo y vigoroso.

 

Ya en la Primera Guerra, en la que estuvo como ayudante de ambulancias, presenció los horrores en el frente austriaco-italiano, en el que fue herido por las esquirlas de un obús, algunas de las cuales llevaría toda su vida. De aquella experiencia se nutrirá su literatura, en la novela Adiós a las armas, que tiene aspectos autobiográficos. De la guerra también conoció las desgracias humanas en el pavoroso encuentro entre griegos y turcos, que narró en crónicas para el Daily Star, de Toronto.

 

Hemingway, el que aprendió en España no sólo a amar la tauromaquia sino a los republicanos, va a ser un cronista de su tiempo y un escritor de muchas partes (La vida está en todas partes; la literatura, también, pudo haber pensado). Así como creará novela y cuentos italianos, también escribirá novelas y relatos franceses, españoles, cubanos, africanos. Lo más norteamericano que concibió fue su obra A través del río y entre los árboles, que sucede en Venecia, y muchos de sus cuentos ocurren en Norteamérica, como es el caso, por ejemplo, de Los asesinos, con su alter ego Nick Adams. De España, a la que consideró su segunda patria, narrará la guerra civil, tanto en reportajes para revistas como Nana y Esquire, o en novelas como Por quién doblan las campanas (censurada por el franquismo), con personajes inolvidables como Robert Jordan y María.

 

Otro de sus amores (aparte del de muchas damas) sería Cuba. En efecto, en la isla escribió su novela sobre la guerra española (publicada en 1940), pero también bebió de otras historias. En 1936 había publicado en Esquire la crónica titulada Sobre las aguas azules, en las que ya está el germen de El viejo y el mar. Esta novela corta e intensa, publicada en 1952 en la revista Life, le agrandará la fama y le hará merecedor del Pulitzer. En 1954, el Nobel recaería en él, que para entonces era un escritor con atisbos heroicos, célebre no sólo por sus ficciones sino por sus aventuras, safaris, participación en la resistencia antinazi francesa, romances, en fin.

 

En Cuba, donde se estableció primero en el hotel Ambos Mundos y después en Finca Vigía, situada en Francisco de Paula, afueras de La Habana, Hemingway fue un tipo amado por todos. Sus recuerdos están esparcidos por el yate Pilar, por la Bodeguita del medio, por el Floridita donde hizo célebres los daiquiris, por Cojímar y por el libro de Norberto Fuentes (Hemingway en Cuba).

 

Hemingway, el mismo que “cubrió” la Segunda Guerra para Collier’s y otras publicaciones, a cincuenta años de su muerte sigue siendo leído y estudiado. Aquel miembro de la Generación Perdida (bautizada así por Gertrude Stein), cuyas experiencias de cuando eran “jóvenes, felices e indocumentados” aparecieron de manera póstuma en su obra París era una fiesta, continúa rondando a los lectores.

 

“Papá” Hemingway, aquel que en una crónica anticipó la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra, dejó, tras su disparo definitivo, un legado de arte literario y de ética. Y tal vez algo más hondo, como la reflexión del viejo pescador Santiago: “El hombre no está hecho para la derrota; un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.

 

(Escrito en Medellín, julio 4 de 2011)

 

Cuando Macondo era una fiesta

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Hace muchos años, en 1971, un profesor de un colegio sin licencia, nos recitó de memoria el primer capítulo de Cien años de soledad. Bello era entonces una aldea fabril, con obreros que viajaban a los telares montados en pesadas bicicletas y desde sus verdes colinas se escuchaba ya la estentórea voz del despunte del movimiento estudiantil más vigoroso que tuvo Colombia. Era una lucha, entre otras reivindicaciones, «por una educación nacional, científica y de masas».

 

El profesor nos envolvió en la divina magia de sus palabras prestadas, en medio de un silencio de muchachos asombrados, seducidos por ciénagas misteriosas y galeones enmohecidos. Aquel fue nuestro “ábrete sésamo” para entrar en la saga de los Buendía y quedar atados a un mundo en el cual el olvido ya no era posible.

 

Hacía cuatro años que García Márquez había publicado en Buenos Aires su novela de gloria. Y, claro, tenía que ser aquella ciudad inevitable, de ombúes y quejas de bandoneón, la del privilegio de ser la primera en conocer los avatares del realismo mágico tropical. Buenos Aires, metrópoli de lectores y escritores, consagró en el “subte” y en los parques al fabulador de Aracataca.

 

Cuatro años después del génesis, un profesor de parroquia dejaba perplejo a un curso de estudiantes de español, en un pueblo, cuna de un gramático y perverso presidente, Marco Fidel Suárez, el cual nos hacía roncar con sus impotables Sueños de Luciano Pulgar.

 

Dicen que García Márquez es el único inmortal que tiene Colombia, cantada por el nicaragüense Rubén Darío como una “tierra de leones”. Más que de reyes de la selva, hoy es una tierra de paramilitares, políticos corruptos, guerrilla que perdió hace tiempos sus ideales libertarios y un presidente que cada vez empeña más al país a su patrón gringo.

 

No sé si será el espléndido creador de Macondo el único inmortal. Tal vez, en ese mismo tabernáculo, estén Barba Jacob y Silva y Jorge Isaacs y José Eustasio Rivera. Es posible que Carrasquilla también habite en el escaso Olimpo de colombianos inmortales. Ah, y Fernando Botero y Pedro Nel Gómez.

 

Es alentador tener por lo menos un paradigma positivo. Y, en tratándose de un artista, mejor. No es edificante estar, como estamos casi siempre los colombianos, quemándonos en la caldera de las estigmatizaciones. Porque los modelos negativos, muy abundantes, por lo demás, así lo han impuesto. Pablo Escobar, Tirofijo, los hermanos Castaño y otra horda de mafiosos, asesinos y políticos putrefactos y desvergonzados.

 

De ese modo, la balanza no siempre favorecía. “¿Colombiano?, ah, sí, coca, mafia, corrupción, sicarios…”. De pronto, alguno, menos ofensivo, decía: “¿Colombiano?, qué bueno. Paisano de García Márquez”. Ah, o de algún futbolista, como el Pibe Valderrama.

 

Por estos días (marzo de 2007), en este país de desamparos, las noticias, siempre plenas de acontecimientos trágicos, o de superficialidades y amarillismo, o de loas al uribismo, han sido distintas. Especiales y separatas sobre un escritor, que acaba de cumplir ochenta años, cuarenta de haber publicado su obra cumbre y 25 de obtener el Nobel de Literatura.

 

No está mal. Y aunque, en su parte política el galardonado escritor se ha caracterizado por ser una veleta, y, peor aún, un cortesano, una suerte de abanicador del poder, un lambón palaciego (Fidel Castro, César Gaviria, Andrés Pastrana, Bill Clinton están entre sus sujetos de adulación), su literatura ha alimentado imaginaciones y exorcizado demonios.

 

Tal vez sus últimas obras, como decir sus putas tristes, sus memorias, su Del amor y otros demonios, sus Doce cuentos peregrinos, denoten cansancio creativo y sean inferiores a portentos como Cien años de soledad, El otoño del patriarca o El coronel no tiene quien le escriba. Ya es posible perdonarle sus desaciertos. La inmortalidad admite imperfecciones.

 

Recientemente, una encuesta entre intelectuales del mundo escogió las 20 mejores obras de la literatura universal. En español, solo hay dos: el Quijote y Cien años de soledad. Un reto para los escritores de hoy en lengua castellana.

 

Tiempo después de que aquel profesor inteligente y memorioso recitó el primer capítulo ante un auditorio embelesado, volví a escuchar a un universitario, en las treguas de las pedreas entre policías y estudiantes, recitar ya no uno, sino dos y tres y cuatro capítulos de la novela de García Márquez.

 

Era como una reencarnación de antiguos rapsodas, cantando las peripecias de Odiseo y los fragores de la guerra de Troya. Era como una reedición de aquel profesor, creo se llamaba Francisco Córdoba, que nos hizo conocer a un escritor que ya se leía en todo el mundo y nos llegó a nosotros entre chimeneas fabriles y las primeras lluvias de guijarros contra bandadas de policías que sabían mucho de balas y bolillos pero poco de gitanos que traían inventos del otro lado de la Tierra.

 

N.B. Artículo a propósito de los ochenta años de García Márquez, marzo 2007

Portada de la primera edición de Cien años de soledad