La simple belleza de vivir

(Todos nuestros ayeres, una novela de familia enmarcada por la guerra y la muerte)

Todos Nuestros Ayeres Por Natalia Ginzburg (1d) - Bs. 577.500,00 ...

Novela sobre la vida simple, la guerra y la memoria

Por Reinaldo Spitaletta

Había una familia antes de la guerra, con un padre agnóstico y una madre muerta, una casa en Turín, una muchacha que parecía observarlo todo desde una distancia interior y una novela. Había una señora que creía que vestirse como una cocotte era una elegancia, y un hombre, el padre de cuatro muchachos, que escribía sus memorias antifascistas que después convertiría en cenizas, como él mismo (polvo eres). Y había una escritora italiana, nacida en Palermo y crecida en Turín, que descubrió que el mundo de lo doméstico era un universo inmenso a través del cual podía observarse al hombre y sus derivadas.

Novelas de guerra, las que quiera. Unas con la guerra en vivo y en directo, otras con la guerra en segundo plano. Novelas sobre la primera y segunda guerras del siglo XX, tantísimas. Y esta que tiene una voz narradora cercana a una de las protagonistas, pero que nos va acercando a la historia, sin pretensiones de sabiondez, con un tono íntimo, que nos pone a los lectores como si fuéramos unos voyeristas, o gateadores, o fisgones. Una narradora que nos va acercando a los personajes, como sin querer queriendo, y nos deja, al fin de cuentas, sin aliento. Creo que en Todos nuestros ayeres, de Natalia Ginzburg (Natalia Levi, de soltera), la atracción mayor está en la manera (falsamente simple) de narrar sin pretensiones ni grandilocuencia.

Es una novela distinta en la que la guerra está y no está. Puede aparecer lejana para, de pronto, estar bajo los bombardeos en Turín, en refugios antiaéreos, en un pueblo del sur de Italia lleno de soldados alemanes y en los muertos que nos van doliendo, nos van minando, es un retrato muy particular de lo ominoso e inútil de las guerras y de lo que estas se van llevando. La familia y los allegados, los amigos de esa familia (los vecinos), son el reparto de una novela en la que aparece un personaje como Anna, en apariencia ausente, que tiene una mirada inocente y dura, una mirada que puede ser tierna y analítica.

Todos nuestros ayeres es una novela en dos partes sobre la guerra. En la primera, la definición del ambiente familiar, la aparición breve del padre, no creyente y antifascista, al que le parece inútil cualquier rezo y la existencia de Dios. Es un hombre de caprichos inveterados, que quiere dejar una constancia, aparte de las de sus cuatro hijos: una memoria, a la que va a estar muy unido su hijo Ippolito, que puede ser una suerte de muchacho esclavizado por su padre, pero es quien está más cerca de él, es quien le lee el Fausto, el que le escucha las peroratas de lo que está escribiendo contra Mussolini, contra el rey, contra los que fueron socialistas y luego se sumaron a la corriente del Duce y arrojaron por la borda cualquier pretensión de cambios hondos en la sociedad.

Todos Nuestros Ayeres - Natalia Ginzburg - $ 350,00 en Mercado Libre

En la segunda parte estará, aunque ya manifiesto en la primera, un poco lejano al principio, como una figura importante que es amigo del padre y manda chocolatinas desde lejanías, el que, me parece, es el protagonista de la novela: Cenzo Rena, un hombre mayor que habita en un castillo sin lujos, sin arquitectura gótica, nada de más, al sur de Italia, donde transcurre buena parte de la obra. Rena se convertirá al final en una especie de héroe, con su actitud de desprendimiento, producto quizá no solo de una posición humanista, sino de su cansancio ante la guerra y sus desmanes.

El título de la novela, así como su epígrafe, están tomados de la tragedia de Macbeth, de Shakespeare. En la escena quinta del quinto acto, Macbeth pronuncia unas palabras: “y todos nuestros ayeres han alumbrado a los tontos el camino hacia el polvo de la muerte…”, que, bien visto, se resuelven en la obra de Ginzburg, una novelista y ensayista que siempre tuvo a la familia como un motivo literario. La familia y la casa son esenciales en la narrativa de esta italiana que también fue una destacada militante del Partido Comunista de su país.

Todos nuestros ayeres se inicia con los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial y, después, aparece en el trasfondo la invasión alemana a Polonia en septiembre de 1939, que se constituyó en el estallido de una conflagración más aterradora que todas las guerras que en el mundo habían sido. Y la guerra, sin ser una obra que se desarrolle en el frente, en las líneas de fuego, está ahí, afectando a los personajes, la geografía en la que habitan, sus relaciones, sus posiciones políticas, sus miedos y desazones.

En la novela están el cine, los libros, el colegio, los periódicos clandestinos, las persecuciones. Se hilvana un tejido acerca de la amistad, los amores furtivos, los matrimonios, la vida que transcurre en medio de un conflicto que, si bien está lejano, o es la impresión que el narrador o narradora quiere dar, va a afectar a todos los personajes. Y, como con cierta sutileza, aparece la voz del poeta Eugenio Montale que Giuma recita con frecuencia: “Una hora y me devuelve Cumerlotti / a Lakmé en un aire de cascabeles / o era verdad el estrafalario / mudarse de mi vida / cuando oí estallar sobre los arrecifes / la bomba bailarina”.

La temporalidad va desde los preámbulos de la guerra hasta la caída de Mussolini, y cómo el mundo exterior se ve reflejado o proyectado en lo doméstico, en la cotidianidad de un pueblito como San Costanzo, en ese sur de campesinos y gentes pobres, donde surgirán personajes como Giuseppe, el sargento, la Maschiona, y donde transcurrirá buena parte de las relaciones de Anna, su marido viejo y su hija (que no es de su marido), con la presencia del turco, de judíos como Franz y de un sujeto clave en la recta final de la obra: el camarero, un soldado alemán apostado en ese pueblo olvidado.

Turín es mucho más - Blog Viajes El Corte Inglés

Turín, ciudad  italiana en la que transcurre parte de la obra

En medio de una especie de “normalidad”, se van indicando momentos clave de la guerra, como la invasión nazi a Noruega, el pacto de no agresión entre Stalin y Hitler, la invasión alemana a Rusia, que desencadenará la decadencia y derrota del Reich y, del otro lado, el régimen de Vichy en Francia. Y hay personajes de la novela que se unirán a los partisanos, a la guerrilla antifascista italiana y algunos se encargarán de la voladura de trenes. En un tejido impecable, la narración discurre de modo lineal, sin experimentos ni poses de revolución literaria, en el que el lector se va envolviendo con los hilos de la historia.

En apariencia es una narración discreta, sin petulancias ni espectacularidades, en que las vidas de los personajes, unidas por distintos intereses además de lazos sanguíneos y la amistad, transcurren de una forma en la que, nosotros, los lectores, aparecemos como testigos. Observadores de balcón que, de pronto, están —o estamos— involucrados. Y se sienten las angustias, las respiraciones dificultosas. Y vamos viendo la muerte, sí, la de un hombre que se suicida quizá para no tener que ir a la guerra (“para dejar constancia de que nadie debía ir a la guerra”), y la de su perro que morirá después. Hay historias de amor y de ausencias, en medio de bombarderos y de la presencia, lenta y definitiva, de los ingleses que van entrando por el sur de Italia y son una especie de esperanza para los sometidos por los alemanes y el fascismo interior.

Y si unos personajes son parte de la resistencia, habrá otros que irán hasta el frente ruso. Y todas las peripecias avanzan de modo natural, si es que cabe esta expresión en un momento cumbre (mas no estelar) de la humanidad, de su destrucción. Insisto en que la distancia del narrador no es mucha, está más bien cerca de los personajes, en particular de Anna y de Cenzo Rena. Y no se complica con diálogos, sino que los incluye con habilidad con una técnica muy de la señora Ginzburg. Cuenta de uno y cuenta de otro. Y cose con sapiencia. Es la complejidad mostrada de manera simple, que resulta después de un trabajo arduo, de lecturas, de intensas escrituras, de la búsqueda inicial del estilo, de la voz propia.

Villar San Costanzo - Wikipedia, la enciclopedia libre

San Costanzo

“Llegaron el turco y Franz una mañana temprano, Cenzo Rena estaba haciendo sus abluciones en el barreño y Anna desde la ventana le dijo que Franz y el turco venían juntos”. Es una narración sin complicaciones, sin pretensiones de grandeza. Transcurre y listo. Anuncia, teje, hilvana, desteje, como una Penélope de las palabras y las frases y el transcurso de la vida y de la muerte. “La última carta de Concettina poco antes del armisticio decía que Giustino estaba en Turín, pero luego no se habían recibido más cartas, y Cenzo Rena decía que era inútil escribir, Italia estaba completamente rota y una carta tardaba en llegar días y días, y cuando llegaba ya no era verdad nada de lo que estaba escrito en ella”.

Decía que los diálogos están ausentes en el sentido de la estructura, pero sí aparecen implícitos gracias a que la narradora los involucra de modo indirecto, en tono y forma coloquiales, como si ella fuera la intérprete, la mediadora de los personajes, a los que hace hablar con su voz. Otro aspecto que se puede explorar en la estupenda novela de la italiana es el rol de las mujeres, su lado oprimido, su actuación en segundo plano, sus sufrimientos silenciosos, que se pueden apreciar en Anna o, incluso, en un personaje muy importante en la vida familiar que es la señora Maria.

Páginas Colaterales / Blog de lectura: Todos nuestros ayeres ...

En medio de una guerra desnaturalizada, sin escrúpulos ni consideraciones, como son, en general, todas las guerras, se asoman en la novela situaciones de la cotidianidad, de la vida interior, de lo que se come o no se puede comer porque es inconseguible (recuerda pasajes, por ejemplo, de La campesina, de Alberto Moravia), o hay que hallarlo, conseguirlo de estraperlo. La familia y la guerra son los telones de fondo de esta obra que puede hacer llorar o reír, pero que en todo caso no está hecha para la indiferencia. Publicada en 1952, es una novela que, con temas tan comunes y corrientes para esas alturas del siglo XX, como son la guerra y su desalmada presencia en particular en Europa, da una nueva perspectiva de la condición humana.

Hay pasajes trágicos y otros que pueden ser un ensayo de humor negro. Franz, que es una especie de representación de la situación de los judíos en aquella guerra, está casi siempre huyendo, escondiéndose. Y en una de esas fugas desesperadas, se metió a un convento para escapar de los alemanes que, además, entraron a aquel claustro. Franz comienza a rezarle a un virgen de escayola que se topa en el trastero y le impetra que los alemanes no miren para donde él se refugia. Al fin de cuentas, aquella imagen que los frailes tenían exiliada en una especie de cuarto de rebujo, no solo seduce a un judío para que le implore, sino que estaba allí resguardada porque tenía los pies rotos.

Hay una máxima que la novela destaca: se comparte mejor entre quienes tienen recuerdos comunes. Y así pasa. Es el ámbito familiar, los cuartos, la sala, las ventanas, el piso, la prolongación de la casa en una fábrica de jabones, en fin, el que destaca en una novela que comparte tristezas y otras desventuras con la gracia singular, seria y decididamente humana, de un personaje como Cenzo Rena. Sí, es una novela de guerra, pero con una particularidad: la guerra, que lo afecta todo, está por lo menos a dos o tres cuadras.

La autora de Pequeñas virtudes (en la que dice que “no deberíamos enseñar a ahorrar; deberíamos acostumbrar a gastar”).  y Léxico familiar (es la vida de su familia, autobiografía que ella vuelve ficción en Todos nuestros ayeres) es una escritora que fascina con sus mundos breves, casi que insignificantes, y muestra su maestría en la creación de atmósferas, ambientes, el mundo interior, lo que está limitado por cuatro paredes… Así pasa en Todos nuestros ayeres, novela de extraordinaria fluidez, sin pomposidades, que nos acerca a lo pequeño, a mundos en que no abundan los paisajes ilimitados ni los infinitos horizontes. Es una bella lección de que en lo más simple puede habitar toda la complejidad del hombre y sus circunstancias.

Rediscovering Natalia Ginzburg | The New Yorker

Natalia Ginzburg

Alma de barrio y otras emociones

(Polifonía de tejas, calles, chismes y un tango de esquina)

 

El feliz ladrillo del barrio. Foto Spitaletta

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

No sé cuántos tangos hay dedicados al barrio. Muchos, en todo caso. Ese elemento que trasciende el urbanismo, es en la música ciudadana un ingrediente clave, junto con la melancolía, la nostalgia y el amor (y su contrario, el desamor, y por ahí, el odio). Se ha dicho que de todos podría prescindirse, pero no del barrio, esa geografía de lunas y esquinas, con aceras (veredas), romances y una emoción permanente. El barrio, el mismo que puede que entre los porteños sobreviva y sea un elemento clave de identidad y amigos, por acá, por mi ciudad de balas y muchachas en flor, está en agonía.

 

El barrio, qué importa la extensión, pueden ser dos o tres manzanas, o veinte o treinta, es un entorno menos material que mental, con sus maneras de ser, sus voces particulares, los saludos y los chismes, distintos en cada cuadra, en cada esquina. Un barrio trasciende el concepto catastral y no responde a las divisiones oficiales (casi siempre arbitrarias), ni a lo que diga el plan de ordenamiento territorial o los entes de valorización y planeación. Un barrio es una cultura. No contesta a los trazados de oficinistas y burócratas. Está por encima de los automatismos del funcionario.

 

Un barrio tiene como límites las sutiles transiciones que van de una cuadra a la otra, en un paisaje que en su interior cambia también de cuadra en cuadra, pero mantiene una relación con el conjunto, conexiones que no son solamente la arquitectura o el cemento. Dónde comienza uno y termina el otro. He ahí un asunto que no está diseñado por las fronteras administrativas. Está más bien delimitado por una historia, unos imaginarios. Por los afectos y un tema ineludible que está en el campo de las abstracciones: el sentido de pertenencia. Este, insisto, no lo determina la municipalidad, un ayuntamiento, no es gubernamental ni de decretos. Es un tejido de solidaridades, similitudes y parentescos no sanguíneos, sino de la memoria, de los arraigos.

 

Un barrio es una metafísica, una reunión de voces que forman un coro que canta en la tienda, en la carnicería, en las calles con ventanas y puertas hoy enrejadas y en otros días abiertas y sin tantas aprensiones. En el catálogo de las similitudes clasifica en la variedad: es como una miscelánea, en la que, además de botones y agujas, se pueden hallar cintas como festones de fin de año. Tiene unas particularidades. Casi todo, o, mejor dicho, todo, está nombrado (o sobrenombrado), desde los vecinos hasta los dueños del café, del estanco-licorera, del almacén de tarjetas de ocasión. Y flota en su ámbito el espíritu de lo que se quiere pese a las carencias o desafueros que se puedan presentar en su territorio.

 

El barrio da carácter. El encuentro con los otros, los saludos, las maneras de demostrar que el vecino interesa, son parte de unas dinámicas que en su suelo, bajo su cielo, se expresan con modos propios y que establecen disimilitudes (puede que no de fondo) con otros barrios. Uno siente el cambio cuando pasa de un barrio a otro. No porque haya que atravesar una aduana o puesto de control (sin entrar ahora a hablar de las “fronteras invisibles” y otras desventuras), sino porque se respira otro aire, las fachadas y antejardines y cordones y postes y hasta las alambradas eléctricas son otra cosa. Es, en ciertos casos, una sutilidad, una delgada hebra que hace la diferencia en el tejido.

 

«Barrio, perdoná si al evocarte….». Foto Spitaletta

 

Los olores del barrio —de este, de aquel— difieren de los de otros. Y los colores también. Hay una sumatoria de factores que se conjugan para hacer la distinción. Claro, puede que haya, como hay, en efecto, semejanzas, pero un barrio es una entidad con alma, con personalidad, con comportamientos particulares y hasta propios. Tiene su aura, su halo, la luz que lo hace único. O así era en otros días. Porque, como se ha visto, un barrio de aquellos de la guardia vieja, diseñados para la convivencia y las relaciones con los demás, o es una vetustez que ya no está en boga, o puede ser, dentro de la especulación y las miradas inmobiliarias, un espacio para la expansión. Para el crecimiento vertical. Desaparecen las casas y donde estaban nacen edificios, no siempre amables ni atractivos, sin respeto por el entorno y con reducciones del espacio público.

 

Yo, que nací y crecí en una ciudad que era de obreros, chimeneas, trenes y comercios, siento que esta tenía una particularidad: era una ciudad de barrios, diferenciados en su concepción urbana, en sus hechuras, en sus cafetines y tiendas, hasta en el ejercicio del juego de fútbol. En general, sin abismos sociales. Hoy habito en un barrio viejo, de otra ciudad (de esta en la que escribo, vivo y camino) que también era centro de fábricas y trenes y obreros, pero con una diferencia respecto de mi “ciudad natal”: tenía clases muy altas como otras muy bajas, y digo que este barrio no es, como lo fue, un barrio residencial, que es una de las características del concepto barrio (algunos barrios están dedicados al trabajo, por ejemplo). Es un barrio con historia de élites, de nuevos urbanismos, de esnobismos de ricos y de presencias arquitectónicas diversas, preciosistas.

 

Calle, casas y un perfume de flor. Foto Spitaletta

 

Sin embargo, pese a que no hay ya residentes en abundancia, he aprendido a quererlo, a sentirlo propio, a deleitarme con sus antejardines y arboledas, con sus casas enormes de fachadas inverosímiles, con sus bellezas sin el esplendor de antes, aunque mantienen su señorío y dignidad. Con todo, es un barrio, pese a que en su geografía de calles anchas y cantos de aves, hay conventos, inquilinatos, clínicas, dependencias universitarias, centros de rehabilitación, ancianatos a granel y poca gente asomada a las ventanas.

 

Un barrio es una polifonía. Hay líneas melódicas, contrapuntos, sonidos que van desde los ladridos de perros hasta danzas nocturnas de gatos en los entejados. La mezcla tiene a los vendedores de helados, de tamales, de legumbres y frutas que pasan con carretillas o carritos con grabaciones publicitarias. El paisaje humano del barrio está a la vista de todos, en las aceras, en los viejos lugares de encuentro que son las tiendas, en el grito de una mamá que llama a su hijo y que casi todo el vecindario escucha.

 

La imagen puede contener: una o varias personas, cielo, calzado, árbol y exterior

El viejo barrio. Foto Spitaletta

El barrio es una cultura por sus rituales, incluidos los del campanario, por su naturaleza sociable, porque invita a la conversación y la pregunta por una dirección, por un nombre. Calles y fachadas. Entejados y terrazas. Antejardines y desagües. Y el día de recolección, las bolsas de basura en la acera. En el que habito ahora, pese a sus soledades, tiene tiendas, supermercados, presencia de extranjeros, marqueterías y gentes de paso que vienen a curiosear sobre su particular belleza y su historia. Su silencio.

 

Un barrio, además de la comunicación que se opera entre vecinos, es propicio para el rumor, el chisme, la pregunta permanente de “¿qué pasó?” o el “¿supiste que se iban a meter los ladrones en casa de Irene?”. El barrio de antes tenía más niños en la calle; el de ahora, es más de vida interior, aunque, según el sector, unos son populosos con gente que va y viene, un hormiguero por sus calles; otros, como en el que vivo, no tienen niños. Sus habitantes son muy adultos y tienen más una vida hacia el adentro, hacia el recogimiento.

 

 

El barrio tiene mucha vida en el afuera. Transacciones, saludos, ruidos, vocinglería. Y es propicio para el recuerdo y lo que fue. No faltan las referencias al pasado, a lo que hubo, a los que se fueron, a aquellos domingos de fútbol y encuentros callejeros. El barrio es como un tiovivo en el que la memoria da vueltas y no falta quien, en un instante de nostalgia, arroje un lagrimón sobre el asfalto.

 

“Mi barrio tenía cosas / que ya no tiene y son cosas / que yo no puedo olvidar…” y en este punto el tango del principio retorna con sus geografías sentimentales, sus melancólicas visiones sobre la vida cotidiana de la barriada. Y se oye el pito del tren. O los ladridos de perros a la luna. Y tantos versos imprescindibles en la educación sentimental que sin duda se adquiere en el ejercicio de habitar un barrio: “Barrio de tango, luna y misterio, / ¡desde el recuerdo te vuelvo a ver!”.

 

El barrio y los viejos amores. El barrio y una flor para mascar. El barrio y serenatas cuyos ecos murieron con los últimos románticos. Tiene su misterio. Y su aspecto de leyenda. Quienes vivieron sus infancias y adolescencias en un barrio, quienes envejecieron en esos territorios de fraternidad y charlas pesadas, saben que esas cosas vividas allí son irrepetibles y se erigen en patrimonio personal y colectivo, son las maneras de ser de la ciudad. Sí, el barrio es un microcosmos en el que es posible ver todas las estrellas.

 

En el barrio era factible —¿es todavía— que el amor se durmiera en un portón, y encontrarse con alguien que, en tiempo de vals, dijera con esa emoción, mezcla de tristeza y alegría: “vuelvo al barrio que nunca dejé”. Y, de acuerdo con las nuevas dinámicas de la ciudad, las de los guetos y los encerramientos, las unidades cerradas y los condominios, creo que, como en otro tango, habrá que decir que al barrio lo vamos a tener que ver desde el recuerdo.

 

27-05-2020

 

«La verja está dormida de tanto silencio…»  Foto Spitaletta

Casa de tiempos agitados

(Aquellos días de Violeta Parra, libros y un paro cívico nacional)

 

El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte - Carlos Marx

Inquietantes días de lecturas marxistas. El dieciocho brumario, un clásico.

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

 

Llegamos con una parte de los corotos en un coche tirado por un lamentable caballo de lomos pelados y, la otra, en un camión de tres toneladas, de trompa roja, que me parece realizó dos o tres viajes. La casa estaba en un edificio esquinero de tres pisos, en cada uno había dos apartamentos y en el primero una farmacia donde antes estuvo la Barbería Venezuela, muy cerca de la plaza de mercado. Nos correspondió uno del tercero, con azotea, desde la cual se podían ver los llanos de Niquía en su inmensidad verdosa y, del otro lado, las cúpulas de la iglesia del Rosario.

 

Se subía por una escalera embaldosada (creo que eran mosaicos amarillos y rojos) que, en un descanso, se bifurcaba: una en dirección al apartamento vecino y otra para el nuestro, que era, claro, alquilado. Fue la última casa de alquiler que habitamos. Aquella esquina, en una calle que atravesaba el parque de Bello, era de intenso movimiento de vehículos, carretillas, caballos, bulteadores… Había cerca una cantina donde molían deplorable música campesina. Afuera de ella, en la acera y la calle, se parqueaban ejemplares caballares que dejaban el piso lleno de boñiga y orín. Estábamos, en un límite fronterizo entre los barrios Prado y Manchester, y éramos, en rigor, habitantes del centro de una ciudad que todavía tenía fábricas de telas y la estación de un tren agónico. El taller del ferrocarril aún funcionaba y desde la casa escuchábamos con claridad el pito conductista de la factoría textil.

 

Poco parábamos en su interior porque más que todo nos manteníamos o en la universidad o en visitas a las tías, sobre todo una que habitó durante muchos años por la zona de El Palo (Gómez Ángel) y también en la carrera Niquitao, aunque mucho antes había vivido en un enorme caserón de Bomboná. La casa no tenía teléfono y fue allí donde conseguimos el primer televisor, que era en colores y estaba muy cerca de una máquina de coser, marca Wheeler & Wilson, una antigualla muy querida que a mamá la había acompañado durante no sé cuántos años.

 

BIENES TERRENALES DEL HOMBRE, LOS (HISTORIA DE LA RIQUEZA DE LAS ...

 

Ya habíamos formado una biblioteca familiar, más bien precaria en cuanto al número de libros, aunque sobresalían en sus estantes de madera ejemplares sobre todo de escritores estadounidenses (Faulkner, Hemingway, Steinbeck, Melville…), de europeos como Kafka, Camus, Flaubert, Balzac, Chejov, Böll, Lagerkvist…, en una mezcla rara con libros de marxismo, revistas chinas, textos de música (como libros de armonía y gramática musical) y algunos libros sobre educación y la lucha de clases, así como el muy manoseado Los bienes terrenales del hombre, de Leo Huberman. Cada miembro familiar andaba por su lado y era poco lo que nos comunicábamos, porque, casi siempre, nos veíamos de afán o a la hora de salir temprano hacia los centros de estudio o muy tarde, al ir llegando cada uno de los cuatro hermanos a ocupar sus respectivas piezas.

 

El balcón era amplio y extenso y del mismo se podían apreciar tanto la calle 51 como la carrera 47. Limitaba con el de la casa siguiente. En esta habitaban unas muchachas muy bonitas, de las que ya no retengo el nombre. Usaban casi siempre short y blusas escotadas. Estudiaban en colegios privados, de monjas y curas. No sé si alguna de ellas, que eran como cinco, ya estaba en la universidad. Por la misma cuadra, que todavía era residencial, aunque ya se notaban algunos negocios, como uno de aceites de vehículos y otro de abarrotes, vivía una muchacha ojiclara y amonada, Edelmira, que uno de mis hermanos pretendía. Y a una cuadra estaba una plazoleta, que años atrás, antes de convertirse en parquecito, era un espacio de tierra amarilla donde llegaban las ciudades de hierro y los circos.

 

Tachuelas, muertos y pedreas

 

En aquella casa de ventanas de vidrio y buena iluminación, había una guitarra y llegaban a veces amigos de algún hermano a reunirse para hablar de filosofía o, en otros casos, para discutir asuntos sobre la caracterización de la sociedad colombiana, las elecciones y los abstencionistas o para deliberar sobre la clase obrera y el partido del proletariado. Allí nos correspondió estar cuando el paro cívico nacional, el más importante que, hasta entonces, 14 de septiembre de 1977, se había realizado en Colombia y cuya jornada, de dos días, dejó cerca de treinta muertos y huellas de alzamiento popular, pedreas, quema de llantas, tachuelas en las calles y un enorme frenesí de participación de la gente, sobre todo de los trabajadores y sus sindicatos.

 

En el entorno no conocíamos casi a nadie y ya habían pasado —para mí— los tiempos del fútbol callejero, de los partidos en mangas y canchas como las de Niquía y Santa Ana, y más bien aquella casa, en la que a veces temíamos que hubiera un allanamiento o un registro policial, que ya eran más o menos usuales por esos tiempos de agitación social, era un “dormitorio”; excepto para mamá que casi siempre, cuando no estaba de visita donde sus hermanas de Medellín o una de Copacabana, era su refugio permanente. Estaba ya en la convicción de que muy pronto iríamos a habitar una casa propia y, por eso, en los dos o tres últimos meses del tiempo que allí residimos, estaba en contacto con comisionistas, en inspeccionar ofertas, en estar de un lado a otro a ver qué se ajustaba no solo al presupuesto que ya casi era el adecuado, sino a sus gustos inmobiliarios y de localización.

 

El televisor que teníamos, valga decir, se lo ganó un hermano en una rifa de una entidad bancaria a la que llegaban con periodicidad los giros que papá enviaba desde Ipiales y desde otros pueblos de Nariño, donde trabajaba con empresas petroleras extranjeras. Ya había pasado por Barrancabermeja, por pueblos de Boyacá y del Valle del Cauca y estaba en alguna corporación de cuyo nombre no me quedan trazas. En todo caso, era una compañía gringa. La que más fiesta hizo fue mamá. Confieso que, desde antes de aparecer ese receptor y hasta hoy, es poca la atención que me despiertan los programas televisivos, incluidos telenovelas y otros dramatizados. Puede ser que la radio, en la infancia y la adolescencia, haya jugado un rol más interesante porque era una suerte de estímulo a la imaginación.

 

A dos cuadras estaba (y está) El viejo café, en Prado. Foto Spitaletta

 

Aquella casa-apartamento, con vecinas bonitas y un ambiente externo que era una combinación de vestigios campesinos con presencias obreras y cafetines de tango en las cercanías, está inserta en el tiempo en que uno era aficionado al cine y hacíamos dos o tres veces a la semana presencia en teatros como el Libia, el Lido, el Cid y el Ópera y nos asomábamos los sábados por la mañana a los foros del cine club de la calle Maracaibo. Eran días en que nuestras lecturas oscilaban entre el Dieciocho Brumario y Las uvas de la ira, y los escritores de Estados Unidos, como Norman Mailer, Caldwell y Dos Passos, estaban entre nuestras lecturas predilectas. Ah, claro, eran los días de la revista Alternativa y el seguimiento tenaz a las obras de García Márquez.

 

Carlos Puebla - Hasta Siempre Comandante (1968, Vinyl) | Discogs

Una casa a veces, o tal vez casi siempre, es una referencia a un tiempo, a unas ideas, a una situación personal. A vivencias íntimas que trascienden el ladrillo y las baldosas. Es parte, como esta tan cercana a centros de acopio de bastimentos, de una memoria particular. Aquella de entonces estaba conectada con músicas de Quilapayún y Mercedes Sosa, con las discusiones en torno a Pekín y Moscú y Albania y los obreros como una especie de deidad o quimera o no sé qué demiurgo o entelequia, una idealización. Muy bella y todo, con sus carpas de huelgas y cantos de Daniel Viglietti revueltos con poemas de Benedetti y la infaltable canción de Carlos Puebla al Che Guevara.

 

Más que aquella casa, fue el tiempo en que la ocupamos el que nos dejó, creo, una marca de juventud, una vivencia de estudiantes críticos y desaforados, con ganas de saber de música, teatro, marxismo, cine, literatura, matemáticas y de estar muy cerca de las utopías. Aquella casa, en la que recalaban en su balcón los vientos de Niquía, a veces con cometas y palomas, olía a sudores de caballos y tenía los acordes de una canción de Violeta Parra.

 

Chimeneas de Fabricato, en Bello, barrio Manchester. Foto Spitaletta

 

La pesadilla de la casa tomada

(Una visión sobre un clásico cuento de Julio Cortázar, a propósito de los días de pandemia)

 

Casa tomada, un cuento de Julio Cortázar - Zenda

Un estremecedor cuento del escritor argentino Julio Cortázar

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

La casa, la singular y la diversa, que tanto ayer como hoy se tornó refugio para evitar la peste, ha sido materia de ficciones y otros muchos enfoques estéticos. La literatura, ese otro asilo en tiempos pandémicos, la ha tenido en sus afectos, vista desde distintas alturas, balcones y minaretes, o, incluso, desde las honduras de las alcantarillas y el desamparo de los “sin-casa”. Y ha habido casas de cristal, de tela gruesa como las de los gitanos, de tapias y bahareques y ladrillos y de materiales indefinidos. La casa, que a veces puede ser solo una pieza de conventillo o el salón de un burdel, es un complejo elemento que se ha paseado por distintas avenidas artísticas.

 

Y así como se puede encontrar en aquella que quedará borrada por el tiempo y la destrucción cataclísmica en Cien años de soledad, estarán desde otra perspectiva las casas de Faulkner y la decadencia de los aristócratas del sur profundo de los Estados Unidos. Casas en ruinas, como la Usher, y casas en donde se pueden esconder las sangres de los trabajadores bananeros, como la de Cepeda Samudio. Y, bueno, ni hacer catálogos de la casa en canciones, en lienzos, en obras teatrales, en poemas… Pueden estar las sombras del castillo medieval y las casas rodantes, las carencias de la villa tugurial y las comodidades de mansiones californianas.

 

Y estas consideraciones preliminares para decir que el cuento Casa tomada, de Julio Cortázar, quizá de los primeros que él publicó, por allá en 1946 y gracias a los buenos oficios de Borges en la revista Anales de Buenos Aires, es uno de los más representativos acerca de esa construcción doméstica, símbolo de la protección y el abrigo, de la familia y el recogimiento interior. Se dice que, tras una pesadilla, en tiempos del verano del 45, Cortázar se levantó agitado y escribió de un tirón este cuento maestro, lleno de insinuaciones, pero, a la vez, revestido de un tono trágico y fantasmal.

 

Un cuento (y, por extensión, cualquier obra artística) cuando está bien concebido y realizado, produce interpretaciones a granel. Es polisémico. Y, según cada lector, se le pueden atribuir distintas posibilidades hermenéuticas, darle uno u otro significado. Es la gracia del arte. O, al menos, una de sus cualidades. Y Casa tomada, que el mismo autor dijo en varias entrevistas que nació de un sueño intranquilo, en el que él era desplazado por alguien indeterminado por las distintas habitaciones de una casa hasta arrojarlo a la calle, es un cuento abierto, que posibilita diversos puntos de vista en sus formas exegéticas de acercarse a él.

 

Cortázar decía que, en su pesadilla, había algo espantoso, tal vez una sombra, alguien indefinido, pero de cuya presencia él, el soñante, se daba cuenta. Y lo empujaba por la fuerza del miedo hacia afuera, mientras el huyente, a lo mejor acosado por el desespero, intentaba ponerle trampas, barricadas, estorbos. Es el origen de la emoción que, después, tendrá una forma literaria, una situación en la que la intensidad va creciendo en la medida en que, presencias sin identificar, se van apoderando de los espacios familiares.

 

9 mejores imágenes de Casa Tomada | Julio cortázar, Cortazar y ...

El cuento, de menos de dos mil palabras, ofrece una visión tranquila al principio, de dos hermanos que, ya con cierta edad, es decir, no son jóvenes, habitan una inmensa casa de sus ancestros, donde medraron sus bisabuelos, su abuelo paterno, sus padres y ahora ellos, solitarios y solteros, dedicados el hombre a la lectura de literatura francesa, y ella, Irene, “una chica nacida para no molestar a nadie”, a tejer en un sofá de su dormitorio. Pero la pesadilla de dos seres despiertos vendrá. Y sin saberse de qué funesta presencia se trata, sentirán que están siendo desplazados en aquel interior amplio, de pasillos y zaguanes, de livings y patios, de puertas pesadas y dormitorios que se comunican entre ellos. Cortázar logró construir un ambiente en que se destaca una arquitectura añeja, de caserones que ya no volverán, de casas con historias familiares largas. Y, para enfatizar más el drama, de una familia que ya está a punto de desaparecer, como si fueran los últimos mohicanos.

 

Casa tomada es un cuento con un excelente manejo del suspense, pero, a su vez, de la vida interior. Sucede todo hacia adentro, aunque se sabe que hay una ciudad, que el hombre va al centro a comprarle a su hermana las lanas para los tejidos, que un lado de la casa da a la calle Rodríguez Peña. Lo esencial en todo caso sucede en el interior, que puede ser el de una cómoda de alcanfor o el de una cocina, una biblioteca, un baño. La casa está ahí, con su arquitectura y su cobijo, pero el afuera está sugerido. Hay, claro, una sensación de encierro, de retiro, de dejar pasar los días, cuando el destino de los dos habitantes, los dos hermanos, está definido en apariencia.

 

Los ingredientes de la tensión se van dando por una presencia indeterminada, una invasión, una suerte de fantasmagórica gente que apenas se presiente a través de ruidos, de golpes de puertas, de una situación que no tiene remedio y que es irreversible. Irene y el narrador, su hermano, se dan cuenta que es inútil resistir o averiguar más allá de una puerta que también se abrirá sin saber quién la abre. La tragedia está en que, ambos, ella y él, van dejando atrás una historia, unos afectos, unas raíces. Se les va reduciendo el mundo doméstico, el viejo mundo de una casa que es su patrimonio de memorias.

 

La Hesperidina es una bebida argentina a base de corteza de ...

 

Y él se va quedando sin sus libros franceses y ella sin una botellita de una famosa bebida porteña, la Hesperidina, mixtura de naranjas amargas, agrias y dulces, que también se utilizaba como mezclador de tragos y cocteles. En la pareja fraterna va creciendo la conciencia del despojo, de la expulsión, y ante una fuerza desconocida que se va apoderando de todo, les queda sino la aceptación del fracaso, de la derrota. La resignación, que es como postrarse sin luchar, rendirse ante lo inevitable sin ofrecer al menos un conato de defensa, de oposición.

 

Es un cuento lleno de símbolos, que pueden ir desde la decadencia y el surgimiento de nuevos protagonistas de la historia, hasta la caída sin retorno en lo desconocido. Hay, en el adentro, una nueva hostilidad, y en el afuera un mundo que no ofrece ninguna certidumbre. ¿Quién es el invasor? Es la vida cómoda que se va, es el fin de un tiempo, es el nacimiento de otro, muy distinto y en el que no hay cabida para los que lo tuvieron todo y ya es hora de que se queden sin nada, sin historia, sin pasado, sin futuro. Apenas con un presente en el que, como pudiera acontecer en un episodio bíblico, es mejor que, en su fuga, no miren atrás. La pesadilla puede que continúe fuera de la casa tomada, la misma en que una desconocida peste se ha quedado a vivir para apagar las viejas canciones de cuna y abrir y cerrar una pesada puerta de roble. Tal vez a los dos hermanos que dejan atrás su historia los espere, en el afuera, un ominoso destino.

 

La imagen puede contener: exterior

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos… Foto Spitaletta

 

 

El otro y el yo en la virtualidad

(De cómo la pandemia nos invisibiliza en la ciudad y nos convierte en imagen de pantalla)

 

Mundo de espejos, mundo de pantallas. Foto Spitaletta

 

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

 

Y llegó el mundo de las pantallas, ese previsto en Fahrenheit 451, el que los profetas de la distopía nos anunciaban como el de la desaparición física del otro y del cual solo prevalecerá la imagen o su reflejo. Se dejó venir el recurrente universo de la virtualidad, dada por receptores, aparatos de transmisión, computadores, teléfonos móviles. Quién que fue niño no recuerda aquellos días de juegos callejeros en que, con dos empaques de desodorante sólido o en barra, o con dos tarros de leche condensada, ya sin leche, se fabricaban teléfonos, con los que se podía “conversar” por lo menos a cincuenta metros de distancia, con hilos de elevar cometa.

 

Una clase, esa cuando uno veía los ojos de los alumnos, sus actitudes, sus sueños y vivacidades, sus modos de eludir lo que se les decía para ponerse a conversar en voz baja con un compañero, es hoy un distanciamiento. En la pantalla se ven seis recuadros, unos con iniciales, los otros con las caras lejanas de los que, se presume, te están escuchando-viendo. No es igual. No podés detectar un gesto, las ganas de la pregunta, las caras a veces somnolientas, la risa contenida, los pestañeos. Ni los bostezos. Es otro mundo. Voces maquinales. Transmisión remota.

 

Puede que nos acostumbremos, pero no deja de ser un ensayo de ir borrando al otro, en el aspecto de no detectar su olor, su inquietud, la presencia real que arrastra tantas cualidades, defectos y otras características. Allá, en otros lados, muy lejos de la pantalla que te dice que hay presencias, el otro, que se supone que escucha, puede ir a la cocina y traer un café, o levantarse al sanitario, tomar un libro de la biblioteca doméstica. Son otros los comportamientos.

 

La pandemia nos incorporó a las visualizaciones que ni siquiera se pueden calcular en metros. A muchos kilómetros está el que te habla, o te escucha, o te quiere preguntar, el que desea intervenir en la sesión para contradecir o afirmar. Tal vez las clases, charlas, conferencias, exposiciones, sigan siendo para siempre a distancia. Y así pudieran ser, por ejemplo, los recorridos urbanos, el tour experimental o de simple turismo, las entradas a los museos, a los estadios, al concierto. Todo a través de pantallas. Todo desde lejos.

 

Festones y confetis virtuales

 

No alcanzo a imaginar aún cómo será comprar tiquetes para un partido de fútbol y no poder sentarse en las tribunas ni sentir al otro cerca, escucharle los pálpitos, las palabrotas, las emociones, las turbulencias. Ahora estarás en casa, en la sala, el cuarto, acomodado con tu bandera y la camiseta de tu equipo, los confetis y los festones también virtuales. Tal vez pronto se inventarán las posibilidades de proyectar las graderías, los otros que están en su domicilio, y el espectáculo se conjugará en una ficción, en la irrealidad. El grito, el abrazo, o la conmoción por la derrota, podrán estar todas en el mundo de adentro, en la interioridad del apartamento, de la casa.

 

Por estos días de confinamiento, de encierro como una manera de preservación ante el coronavirus, hemos tomado cara de pantalla. Hemos hablado de historia de las pandemias, de las peores pestes sobre la tierra, de obras literarias que han contado y puesto al hombre frente a enfermedades, de los nuevos usos de la ciudad, de los significados de la casa, de autores como Cortázar y Mann y Kafka, y de historias de Medellín que oscilan entre las arquitecturas de ladrillo a la vista hasta los derrumbamientos de la memoria cultural. Y todo por ese vehículo que a veces da la impresión de estarle hablando a fantasmas y de ser uno —el otro también— una especie de duende o sombra siniestra.

 

Cuesta acostumbrarse a la no-presencia, o a aquello que se vuelve intangible, intocable, nada contemplable. El otro, ya sea el que escucha, el que habla, está en otra dimensión. La pantalla es la mediadora, claro, con los micrófonos, los audífonos, los parlantes… Es apenas un sonido, una voz en otras coordenadas, un rumor, ruidos de interferencias, caídas de señal. Y todo forma un conjunto dispar, a veces caótico, sin puntos cardinales, sin centro. Puede ser que, después de toda esta apocalíptica situación, los caminantes de la ciudad sean solo proyecciones. Así que, me parece, no haya sido nada traído de los cabellos la autoficción que envié a una revista virtual sobre un viaje astral por las calles de Medellín.

 

LA VIRTUALIDAD: REALIDAD VS VIRTUALIDAD

Vos aquí y el otro allá. Una separación y una unión. Ninguna de las dos, eso que se llamaría el aquí y el allá cuando hablábamos del mundo físico, geográfico, real (aunque todo pudo ser un sueño), da la posibilidad de sentir la temperatura del uno o del otro. Qué importa qué camisa tiene, puede ser solo una franela de cargazón, y si no está calzado, o si está en ropa interior, que el encuadre de la pantalla no permite mostrar. Qué importa. Así que los muy esnobistas, los que gustaban de lucimientos con la última colección, los nuevos tejidos, los colores del bolso, los tenis de marca, se puede todo eso ir al carajo. La virtualidad no requiere de tales perendengues ni disfraces.

 

Decía que las clases a punta de pantallas pierden temperatura, calidez. Puede que lleguemos a transmutarnos en robots, nos maquinicemos, e incluso puede advenir el día en que ya no habrá clases. Ni alumnos ni profesores. A lo mejor, los del futuro nacerán programados. Listos para la producción, para cumplir con la maquinización. Habrá enormes centros de control, de supervisión, de vigilancia para que las piezas, las partes de esa máquina sin fin, no se oxiden, no se contaminen, no sean vulneradas por microbios u otras creaciones que ya serán parte de un remoto pasado.

 

Quizá esta pandemia haya posibilitado, en medio de desesperaciones y confinamientos, el cultivo de la imaginación. Puede que en un futuro cercano no se requieran las piernas y el caminar pase a ser una actividad arqueológica, un desafuero, algo inusual y arcaico. Preparémonos para quedarnos en un solo punto. Para viajar a través de las pantallas. O, si estamos de buenas, para introducirnos en el espejo, como una forma de la rebelión frente a un mundo sin paisajes, como cualquier fantástica Alicia. No sé si el que está por llegar sea de verdad un país de maravillas.

10-04-2020

 

Visita virtualmente el museo dedicado a Van Gogh - Nova 91.7FM

Van Gogh en la virtualidad

La ciudad de los leprosos

(Mirada a la ciudad de la pandemia y a sus diferencias sociales)

El Estilo Europeo De La Casa De La Ciudad, Pintura Dibujada A Mano ...

Por Reinaldo Spitaletta

¿Cuál es la mirada del desposeído sobre la ciudad, el centro comercial, los lugares de abasto? ¿Y cómo observa el rico las vitrinas, las exhibiciones de lujo, los sitios exclusivos? Aquella dimensión de lo urbano, la organización, la planeación, que conduce a la formación de una ciudad, se ha visto afectada por la pandemia. Y si antes de ella la ciudad ya estaba privatizada en la práctica, ahora, con el confinamiento, cuando el uso de lo público se ha trasladado a las reservas íntimas de lo doméstico, el derecho de ciudadano al tránsito, a la contemplación, se ha diluido.

¿Cuál es la mirada del mendigo, del habitante de calle, sobre las aceras, las cuadras, los polígonos? La ciudad, en términos de un lugar, de una posibilidad de encuentros y transacciones, del reconocimiento de los otros, es una abstracción. Qué de la ciudad es mío. Qué me pertenece del parque, de sus fuentes, de su viento en la arboleda. Tal vez nada. Porque, se supone, la expresión de lo público, de lo que es de todos, y donde todos somos sujetos de derecho, se ha deteriorado. Cada vez, la propiedad privada ha reducido el derecho a la ciudad.

El viejo barrio, con sus vecinos parlanchines, con sus señoras de tienda y chisme a la carta, con sus muchachos futboleando en la calle, es una estampa arqueológica. La ciudadela, la unidad cerrada, esa que se opuso a la peste de las inseguridades y segregó al resto, es una especie de privatización de una parte esencial de la ciudad, como son los lugares residenciales. Se volvieron un no-lugar. Un extrañamiento. Así el gueto se modificó. Afuera del conjunto, de la reserva, de la parcelación, están los leprosos.

En esa célula con mallas y porterías, con cámaras y otras vigilancias, el mundo es aséptico. No hay nombres. No hay vecino. Solo números de apartamentos, de pisos, de ascensores. Y de parqueaderos. Tal conjunción de anomias y alejamientos de lo humano, la pandemia los ha acentuado. La cuarentena también discrimina. No es lo mismo, como se ha dicho, estar en la confortabilidad de una casona que en las restricciones de un tugurio. Pasa que las diferencias, las inequidades, todo lo prestablecido, lo anterior a la propagación del virus, estaban ya en el afuera, en la ciudad, en los campos.

Nunca antes, ni en tiempos de ferias, había visto pasar por mi calle tantas carretillas, bien dispuestas, con un orden que no solo atrae las miradas por sus colores, sino por la primorosidad con que se distribuyen plátanos, mangos, mandarinas, papayas, cebollas, tomates… Es la estética de la informalidad en una ciudad plena de seres marginados, de hombres y mujeres y niños despojados de tantas cosas. Una ciudad con abundancia de miserables que se han vuelto, pese a los encerramientos, muy visibles en estas jornadas de vaivenes y desconciertos.

CIUDAD Pintura por Marta Primiani | Artmajeur

La ciudad de la pandemia, con sus calles desérticas, con algunas otras muy nutridas de gentes que tienen que volcarse a ellas porque no hay otras formas de la sobrevivencia, es, a escala, similar a la de los días “normales”, cuando se topan el rebusque cotidiano con las remesas de los banqueros. La pandemia ha visibilizado a los malvivientes, a los necesitados, pero, al mismo tiempo, a los oportunistas de gran calado que aspiran al sacrificio de los otros para que sus arcas no se enflaquezcan.

¿Y qué tal los arrojados a la calle (sí, claro, puede ser a la calle como metáfora, o la calle despojada de cualquier poetización) porque sus empleadores han prescindido, con diversos pretextos y disculpas, de sus servicios? ¿Cuál es la ciudad que se revela en la pandemia? ¿la de los más pobres y desamparados? ¿La del gran burgués y el diseñador de los destinos de los famélicos?

Ni el coronavirus y su universal trasiego ni las medidas oficiales para contenerlo, pueden ocultar las pesadillas y miserias de los que en la ciudad tienen un nicho-osario, una limitada presencia, una reducción de sus derechos. Claro. No estamos en un país de Jauja, en un país ideal, sino en uno de muchas desproporciones e inequidades. No es, al contrario de lo que vio el “poeta de la ciudad”, un “país rico, limpio y reluciente como una buena conciencia”, sino uno en el que los desalmados gozan con las desventuras de los que no han sido tocados por ninguna gracia.

Tal vez la ciudad solo sea el resultado de un proyecto de mercantilización, de un escenario pensado para la obtención de ganancias, para la consecución de resultados. Ojalá la pandemia pudiera cambiar las relaciones inequitativas de la ciudad y contribuir a su transformación, esa que algún antiguo optimista vislumbró: “que erradique la pobreza y la desigualdad social y que cure las heridas de la desastrosa degradación medioambiental”. Así sea.

Nota. (Este artículo se publicó en Elespectador.com 5-5-2020)

Calle del patrimonial barrio Prado de Medellín. Foto Spitaletta