La vida

Reinaldo Spitaletta

La vida es consumirse

Andar, parar, volver a empezar

No hay terminal, hay cambio

La vida es un despedirse

De lo que apenas está llegando

Es como un canto de pájaros

Por la mañana es celebración

Por la tarde, despedida

La vida es un despertar

A la luz, a las palabras

Y después, el estudiado silencio

Vivir es morir al revés

Envejecemos desde el principio

Solo que al principio se demora

Qué cosa extraña es el vivir

Cuando ya estamos aprendiendo

De pronto, se arriba a la meta

Y llegar es un modo del adiós.

25-04-2022

Calle de los días primeros

Reinaldo Spitaletta

Calle de una larga tristeza

Cuando la miro desde la cuerda floja que llaman la nostalgia

De arenosos —exfestivos— recuerdos con asfalto

Me perturbo si regreso a lo que ya se ha ido

Juego de fútbol, olor de infancia urbana

Juego de la guerra, imaginación sin pavimento

Con gol, desfogue universal esculpido a gritos

Calle de saudade, riñas y naufragio

Si la veo desde la distancia de mis años transcurridos

¡Qué tanto barrio se agita en la sangre!

Cuántas desbocadas alegrías que no han de volver

Una muchacha en la ventana siniestra

Donde alguna vez una piedra rompió el cristal

Recuerdo de señora tras el mostrador

De señor viejo atendiendo a la vecina

Barrio que te has perdido en mis desvelos

En un edificio con ascensor y sin amigos

Calle con suavidades de papel de globo

Si te añoro puede ser asunto de vejeces

Si te olvido —misión imposible— es porque la muerte

La misma que ronda y canta con voz de sepulturero

Llega hasta mi puerta y me invita a un trago de distancias

Calle de pelota con raspones y chiquillos sin reloj

En esta hora de los sueños incumplidos y los deseos inertes

Hay una canción de cuna que despierta a la hora de la fábrica

Ya es tarde para un tiro libre o un gol olímpico

Las calles que pasan, como en un tango, no vuelven más.  

Se robaron el oro y nos dejaron las palabras

(A propósito de la Semana del Libro y del Idioma)

Por Reinaldo Spitaletta

Al principio fueron las palabras. Con ellas nos aproximamos a las primeras emociones, a los paisajes más cercanos, a un rostro y unos apetitosos senos, a los murmullos, al llanto, a la risa. Al mundo. En ese indescifrable universo de sonidos e imágenes, en el que fuimos aprehendiendo lo que nos rodeaba, de a poco nos aprovisionamos, sin darnos cuenta, de un caudal de sonoridades significativas. Las palabras nos abrieron las compuertas del pensamiento, de los sentidos, de las ilusiones.

Sonaban bien mamá, papá, leche, teta, las vocales, los intentos de pronunciar una palabra difícil, el cielo, los juguetes, el viento que más tarde se hizo cometa, las hojas de cuaderno, la pelota. El mundo son las palabras con que lo vamos nombrando. Sin ellas, todo se reduce a una abstracción sin sentido, a un balbuceo. Mientras más palabras iban llegando, más crecían la imaginación, los significados, la melodía de la lengua.

Casa, escuela, familia, calle, juego… había en todas ellas un acercamiento a otros niveles de la vida. Nos íbamos dando cuenta que todo está hecho de palabras, así como más tarde, cuando ya habíamos acumulado cierto vocabulario, jugado con diccionarios, leído las primeras historias, escuchado la voz de la maestra, la contundente afirmación de un pensador antiguo, Filón de Alejandría, nos conmovería con su hipótesis singular: “Las palabras crean las cosas”.

La lengua es la madre. La creadora de identidad. La que nos proporciona carácter y nos comunica con los otros. Nos humaniza. Nos socializa. Y también nos prepara para las soledades y las despedidas. En un comienzo, cuando lo que nos rodeaba apenas era un breve cúmulo de sonidos, una atmósfera incomprendida, una luz, una sombra, las palabras eran solo sonoridad, música, ruido, no había aún aquello del entendimiento y las honduras en toda la extensión y hondura que una palabra abarca.

Qué proceso extraordinario, de la inteligencia, de la sensibilidad, de la capacidad de crear el mundo a través de las palabras, es ir creciendo en léxicos, en significados, en la catalogación de las cosas mediante un nombre, una designación. Cuando decimos árbol, ¿qué árbol imaginamos?; cuando decimos, por ejemplo, madre, las opciones disminuyen hasta cerrarse en una sola imagen, quizá. Con las palabras nos ampliamos en la cantidad de elementos, en la calidad y composición de la naturaleza, en las conjeturas y experimentaciones.

Filón de Alejandría

Hubo días, quizá ya un tanto lejanos, en que jugábamos con los diccionarios. El azar nos hacía abrir determinada página de ese libro portentoso e ir a una palabra específica. Y entonces al otro, al compañero de diversión, le preguntábamos acerca de ella, qué quería decir, y así, entre risas y jugarretas, el mundo se nos anchaba, se alargaba, subía y bajaba, tenía extensión, hondura y aparecía también el infinito.

Qué estremecimientos nos invadían cuando leíamos los primeros cuentos, cuando los escuchábamos en la voz de la Scheerezada hogareña, de la maestra, de un profesor que narraba…Cómo se nos abrían las posibilidades de ir más allá de los mares y las estrellas, cuando leíamos en una biblioteca pública todos los cuentos posibles, todas las fábulas, todos los encantamientos. Las palabras estaban en todas partes. Nos invitaban a ir más allá de lo evidente.

Con la lengua, con las palabras, pertenecemos a una cultura, a una manera de ser, a una geografía. Somos historia. Somos las palabras de los que ya no están, de los que pensaron y crearon y escribieron y poetizaron. Con las palabras nos comunicamos con los muertos de hace siglos y con los muertos recientes. Con los vivos y con los que vendrán. La palabra (así, en singular) es un puente infinito, esencial, entre las generaciones.

Qué tremendas son las palabras. Necesarias. Irremplazables. Producen miles de imágenes. Crean-recrean. Matan. Resucitan. Cantan y también salmodian. Dioses y demonios existen gracias a ellas. Las palabras, ya es un tópico, nacen, mueren, crecen, engordan, se enflaquecen, cambian sus significados, bailan, aducen, confirman, niegan. Ah, por lo demás, nombran, designan. En este punto, podemos evocar, por qué no, una borgesiana creación, relativa al nombre.

Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de ‘rosa’ está la rosa
y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.

Es la primera estrofa del poema El Golem, referido a cabalistas y rabíes, a quienes con la palabra crean un dios o lo destruyen; un poema sobre la creación de “un aprendiz de hombre”. ¿Cuál es el nombre de Dios o cuáles son sus nombres? Quien lo sepa, puede convertirse en fuego. O llevar el conocimiento de este elemento antiguo a los hombres para que sean capaces de igualarse con los dioses. O superarlos.

Las palabras nos pueden conducir, en una suerte de flashback, a preguntarnos, por ejemplo a lo Canetti, cuál fue el primer animal que pobló nuestros sueños, nuestras iniciales imaginaciones. Para unos pudo ser el lobo (¿quizá el hombre-lobo?); para otros, un tigre. Para una buena porción, el perro, el gato. Nuestras primeras palabras tuvieron que ver con la oscuridad, con el sentirse solo en una cuna, con un lejano canto de pájaros matinales.

Las palabras, la lengua, nos ponen en contacto con las abstracciones. Nos nutren el pensamiento. Qué dispositivos extraordinarios. Qué instrumentos imprescindibles son en la construcción y deconstrucción del “perro mundo”. Me parece que aquí ya va siendo hora de recordar un fragmento de un escrito de Pablo Neruda de su libro autobiográfico Confieso que he vivido. Y tiene que ver, claro, con las palabras.

“…las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se escuchan, hasta que de pronto caen…”.

El poeta chileno, muerto días después de que la CIA, Kissinger, Nixon, los Estados Unidos, la ITT, en fin, dieran el golpe de estado contra Salvador Allende, sabía, cómo no iba a saberlo, que “Todo está en la palabra”. La vida, la muerte, la niñez, la vejez, la sangre, las guerras, la paz… todo está en las palabras. Y, pese a todas las crueldades de los bárbaros, de los invasores, de los que llegaron a apoderarse del oro americano, de los que, pese a toda su civilización no poseían todas las palabras para comprender ese mundo insólito, deslumbrador, maravilloso, ese nuevo mundo, pero sí tenían una lengua, y —lo dice el poeta— a esos extranjeros “se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes…”.

Con esa lengua en la que fue escrito el Quijote, con el idioma de esos bárbaros barbudos, “salimos perdiendo… salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”. Un tesoro, una enorme veta: las palabras

Al principio fueron las palabras. Las mismas que crearon el mundo. Las que contaron sobre sus miserias y grandezas. Las del navegante, las del guerrero, las del sacerdote, las del arúspice, las del pirata, las del verdugo, las del aedo, las de todos… las palabras, las que siguen siendo una muestra de la inteligencia y la imaginación. Las invencibles. Las eternas.

(Escrito en Medellín el 18 de abril de 2022, al iniciarse la Semana del Libro y del Idioma)

Palacio Nacional, arte en las alturas

(El patrimonial edificio alberga 45 galerías de artes plásticas. Los suicidas y los juzgados ya son historia)

Por Reinaldo Spitaletta

En momentos de la década del sesenta, muchos transeúntes caminaban por las aceras del Palacio Nacional con el temor que del cielo les cayera encima un suicida. Esa obra magnífica, de ladrillo a la vista, en la que funcionaban juzgados y se aplicaban sentencias, diseñada por el arquitecto belga Agustín Goovaerts, era por aquellos años (“los años maravillosos”, dicen algunos), una construcción conectada con la muerte.

Cerca de la mole de cúpulas y aplicaciones, con arcos de medio punto y mosaicos brillantes, estaban los almacenes Caravana, Ley y Tía, los primeros que revolucionaron la venta por departamentos, en una ciudad llena de tiendas de abarrotes, baratillos y cacharrerías. Quizá a fines de los sesentas, las afueras del Palacio Nacional se poblaron de indios del Putumayo y Ecuador, vendedores de artesanías lanares, suéteres y otros artículos de tejeduría.

También había uno que otro vendedor de lotería, que seguro también estaba alerta de que el azar no lo fuera a sorprender con alguna caída libre de alguien que había decidido no vivir más. Carabobo era una vía muy comercial, por la que transitaban buses y otros vehículos, lo mismo que por Ayacucho y Pichincha, las calles que delimitan a la que alguna vez fue una de las construcciones más elevadas de Medellín, comenzada a erigirse en la década de los veinte, sobre las ruinas de la entonces Cárcel Celular del Distrito, porque, el mismo arquitecto que concibió el Palacio Nacional, había diseñado la nueva cárcel de varones, La Ladera, construida en cercanías de Enciso, sobre una suave colina.

En el paisaje exterior del Palacio también había “tinterillos”, con sus mesas con máquina de escribir; y uno que otro vendedor, en pequeños cubículos, de plantas medicinales. Se cuenta que el primer suicida que se arrojó desde las alturas del Palacio Nacional fue un alemán, en 1951, en lo que se constituyó en un hecho insólito, que, después, habría de ser imitado por otros suicidas. Hasta 1990, se registraron más de 60 casos, muchos de los cuales los divulgó la publicación amarillista, muy popular en otros tiempos, Sucesos Sensacionales, un semanario con sangre, asaltos, robos y toda suerte de acciones criminales y policíacas.

Palacio Nacional, como lo diseñó Goovaerts.

Las audiencias celebradas en los juzgados eran una atracción para mucha gente que quería escuchar y ver a los penalistas con su despliegue oratorio. Y hubo casos de condenados que, en un descuido de sus vigilantes, corrieron hasta las terrazas y se arrojaron al vacío, en un acto de desesperación (o de liberación, según como se observe).

Se ha dicho, y aun en Manuales de Estilo y Redacción de periódicos se ha incluido, que el suicidio es “contagioso”. En los sesentas, con los registros realizados por los periódicos, noticiarios de radio y el semanario popular Sucesos Sensacionales, el Palacio era una atracción fatal para los “aburridos” con la vida, que crio famas y era el preferido para la autoeliminación, en aquellos vuelos de la muerte, que llenaban de aprensiones a los habitantes y de dolor a los parientes de las víctimas.

El Palacio, al que la prensa calificaba de “edificio fatídico”, fue acarreando un halo siniestro, una línea trágica que hacía que los peatones lo miraran con recelo. “Y qué tal que yo pase por ahí y me caiga un suicida encima”, se decía sottovoce. Y cuando alguno se arrojaba y se estrellaba contra el pavimento, abundaban los curiosos y noveleros, que impedían cualquier posibilidad de auxilio o del levantamiento del cadáver.

Uno de los casos de mayor resonancia sucedió el 2 de mayo de 1964, cuando Lucilo Antonio Londoño, de 25 años, se lanzó desde el quinto piso, a las 8:27 de la mañana, según el registro de Sucesos Sensacionales. Era una costumbre de los cronistas judiciales dar información sobre lo que portaba el suicida. Si era mujer, se daba meticulosa cuenta del contenido de la cartera, y si hombre, como este caso, de otros datos.

Antes del lanzamiento, el suicida Londoño compró dos paquetes de cigarrillos: uno de Lucky Strike y otro de Pielroja, con una caja de fósforos. En los bolsillos se le encontraron 180 pesos en billetes y 30 en monedas, varias facturas y una fotografía de “una mujer en pose pornográfica”. Se decía que era una de las damiselas de Lovaina, célebre zona de prostitución de Medellín. Además, se halló una oración diabólica:

“Oh, ministro infernal, por el poder que tienes te pido que penetres en el corazón de… y no la dejes tener descanso ni para dormir ni para conversar con otro hasta que a mis pies venga ya humillada”.

Seguro el hombre invocó el nombre de la dama contra la que iba el conjuro infernal. Y a lo mejor, no hubo tiempo de que ella se humillara a sus pies. Quién sabe qué provocó el desenlace. El semanario dio cuenta de otras informaciones y añadió que Lucilo vivía en el barrio París, en Bello, y tenía una tienda de abarrotes en el barrio Santander, llamada “Por si acaso”.

Hubo, como se ha dicho, otras decenas de casos de suicidas, hasta cuando por diversas circunstancias, el Palacio fue perdiendo cartel para los que querían acabar con su existencia. Y se pusieron en boga otras modalidades de autoinmolación, como los envenenamientos con el entonces muy nombrado “Folidol”, un insecticida alemán, y el “Matarratas Guayaquil” (fluoracetato de sodio). Por lo demás, el deterioro fue consumiendo la hermosa edificación, que en 1988 fue declarada Patrimonio Histórico y Artístico de la Nación, medida que la salvó de su demolición.

En los noventa, un comerciante libanés compró el edificio y puso un centro comercial. Mandó a repellar las paredes y el Palacio tomó otros colores y formas, con cúpulas cobrizas. Su nueva destinación puso a los tenis como su principal mercancía. El edificio, recuperado, tiene unas bellas expresiones, arcos de medio punto, se mantienen los antiguos mosaicos y la luz natural es una de sus cualidades.

En noviembre de 2021, todavía en pandemia, un grupo de artistas y comerciantes en arte, entre los que está José Cirilo Henao, convirtió los pisos cuarto y quinto, que eran bodegas, en una atracción sin par para la ciudad: galerías de arte. Hay 45 de ellas, con más de 1.500 obras de artistas consagrados, como Rodrigo Arenas Betancourt, Salvador Arango, Jorge Botero Luján, Rangel Gutiérrez, Jorge Vélez, Luis Caballero, Julio Londoño y muchos más, como otros de los que apenas comienzan.

Basado en el concepto de “economía colaborativa”, las galerías pagan el espacio con obras de arte. Hay talleres, puestas en escena, conversaciones sobre arte y cultura. Llegan visitantes de los barrios, de escuelas y universidades, de otras partes de Antioquia y Colombia, y no falta la presencia extranjera.

Es un espacio que deslumbra. Caminar por los pasillos de mosaicos brillantes, entre columnas y arcos, es un deleite no solo para los sentidos, sino para el espíritu. Se dice que en ninguna parte de Suramérica hay un conglomerado de esta naturaleza, con tantas galerías y obras artísticas.

El Palacio Nacional, el de los antiguos juzgados, el de los suicidas, el de los almacenes de ropa y zapatos, el de las 45 galerías de arte, es una joya arquitectónica. Posee una obra artesanal de alto valor, en madera, hierro forjado, baldosas, cerrajería en bronce, vitralería deslumbrante, con elementos góticos, renacentistas y románicos.

Es un nuevo espacio para la sensibilidad, el encuentro cultural, la apreciación artística. Parece extraño combinar tenis y bluyines con esculturas, instalaciones, óleos, arte figurativo, arte abstracto. Es otra posibilidad para el ciudadano de ampliar su apreciación sobre la creatividad y, si se quiere, en otro ámbito, acerca del mercado.

El Palacio Nacional está instalado en la historia de Medellín. Es parte de una memoria, de un patrimonio cultural y arquitectónico, otra oportunidad para conectar el ayer con el ahora. Quizá por ahí estén en estado contemplativo los espíritus de Agustín Goovaerts, de jueces, tinterillos, ascensoristas, secretarios y de los suicidas que desde el quinto piso volaron a la eternidad.

(Escrito en Medellín el “Domingo de Ramos”, 10 de abril de 2022)