Balada con penúltimo whisky

(Adioses y viejas muertes en una composición de Piazzolla y Ferrer)

 

Resultado de imagen para calle santafe buenos aires

                                                                                                                            Avenida Santafé, en Buenos Aires.

Por Reinaldo Spitaletta

 

Que le canten a la muerte de otros, como, por ejemplo, lo hace Miguel Hernández en su trágica Elegía (“En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería”), es, con todo el dolor que puede entrañar, un acto comprensible. Que se hagan testamentos, posible antesalas de la muerte, tiene su lógica. Precauciones necesarias. Pero cantarle a su propia muerte, va más allá. Un anticipo de lo que vendrá.

 

La primera versión que escuché de Balada para mi muerte (además, como lo supe luego, era la primera que se grabó) fue la de Amelita Baltar, con su voz medio engolada, con ribetes de drama, bien acompasada al acompañamiento de la orquesta de Astor Piazzolla, compositor de la música.

 

Balada para mi muerte, con letra de Horacio Ferrer, tiene, además de elementos surrealistas, un toque de poesía de la calle. “Andaré tantas cuadras y allá en la plaza Francia, / como sombras fugadas de un cansado ballet, / repitiendo tu nombre por una calle blanca, / se me irán los recuerdos en puntitas de pie”.

 

Esta balada (con genuino contenido de tango), es una pieza funeral anticipatoria. El personaje asume que va a morir en Buenos Aires, de madrugada y que guardará con mansedumbre las cosas de vivir: «mi pequeña poesía de adioses y de balas, / mi tabaco, mi tango, mi puñado de esplín”. No es mucha su fortuna material, pero sí sus vivencias, su bohemia, su recorrido por una ciudad que tiene duendes y ángeles, dioses y demonios. La inevitable parca tendrá que llegar y entonces se cantará para que no sea tan doloroso el advenimiento.

 

Tal vez, la mejor versión sea la de Roberto Rufino, con la orquesta de Osvaldo Requena, en la que el cantor le imprime una honda manera de interpretar, una lección teatral, dándole sentido a cada frase, echándose encima toda la responsabilidad de una magnífica forma de decir y dramatizar.

 

Alguna vez que con mi compañera la escuchábamos en casa, ella, al oír el verso (no de aquel “verso que nunca yo te supe decir”) “mi penúltimo whisky quedará sin beber», entró en casi una desazón existencial con histeria incluida. “Eso es imposible. No da por ningún lado que se le mire”. Eso decía. Y más. “Todo iba muy bien hasta ahí”, añadió.

 

Me pondré por los hombros, de abrigo, toda el alba, / mi penúltimo whisky quedará sin beber, / llegará, tangamente, mi muerte enamorada, / yo estaré muerto, en punto, cuando sean las seis.”

 

Y hasta hoy, sostiene que ese verso es una mancha. No encaja. “¿Acaso el último se lo tomará en el más allá?”, se preguntaba. Es un absurdo. Bueno, a mí, en cambio, me parece uno de los más logrados. En esta balada de lutos y olvidos, vuelve a plantearse aquello de si somos un sueño de otro, o, en este caso, de un dios. Y la muerte llega cuando, esa entidad o deidad, deja de soñarnos y entonces aparecerá la nada, que es el olvido.

 

Hay en ella una suerte de tono profético. De acecho. Y el protagonista del canto sabe que morirá en punto a las seis, cuando ya se haya puesto como abrigo toda el alba. “Llegará, tangamente, mi muerte enamorada”, así lo anuncia. Y él, como ya tiene la certeza, le dirá a su amada (que “ya está toda de tristeza hasta los pies”), que lo abrace fuerte “que por dentro me oigo muertes, viejas muertes, agrediendo lo que amé”.

 

Hace ya no sé cuántos años, me enteré del drama que sufrió una profesora de matemáticas, de la Universidad de Antioquia, cuando, en vacaciones con su marido en Buenos Aires, el hombre se murió allá, al alba, y al saber la noticia, recuerdo que, con varios de sus conocidos, pusimos la balada, en medio de un doloroso estupor. “Yo estaré muerto en punto cuando sean las seis”.

 

Este poema canción, con numerosas versiones, es, con Balada para un loco, un paradigma de las ensoñaciones de Ferrer, del surrealismo urbano de una ciudad en la que, con facilidad, se ve rodar la luna por Callao, o por cualquier otra calle céntrica o de los suburbios. Se escucha, entre otros intérpretes, por Jovita Luna, Raúl Lavié, Mina, Julia Zenko (la Turca), Milva, José Ángel Trelles y Susana Rinaldi.

 

Desde 1968, año de su aparición, Balada para mi muerte escaló lugares de privilegio en el extenso panorama del tango. Y Ferrer, además un historiador del género, se abrió paso entre el olimpo poético del tango-canción, que incluye, entre otros, a “monstruos” como Discépolo, José María Contursi, Cátulo Castillo, Homero Expósito y Homero Manzi.

 

El último dandi del gotán, siempre con una flor en el ojal, se murió en Buenos Aires, el 21 de diciembre de 2014, cuando guardó mansamente las cosas de vivir. La muerte enamorada se lo trasteó, sin dejarle beber su penúltimo whisky.

 

 

Resultado de imagen para piazzolla amelita baltar

Astor Piazzolla, Amelita Baltar y Aníbal Troilo.

Gillette, filoso utopista y magnate

(Crónica con cuchillas y una megalópolis con igualdad y felicidad)

Resultado de imagen para king camp gillette

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Tal vez, a algunos les pasó de niños: jugar con espuma de afeitar refregada en el rostro y tomar la máquina del padre para hacerse el adulto, con sonrisas de picardía frente al espejo de tocador. En un tiempo, cuando tales máquinas aún no eran de desecho, ejercían cierta atracción, no tanto por lo duraderas, sino porque tenían una forma simpática, con un torno en el mango para abrir las que pudieran ser imaginadas como las dos valvas de un molusco.

 

Si bien las barberas, sobre todo en algunas regiones de Colombia, tuvieron su presencia doméstica, el invento de las cuchillas de afeitar va a ser una especie de revolución en los modos de rasurarse. Sucedió en los Estados Unidos, en las postrimerías del siglo XIX, una centuria propia de la biología, los inventos, las teorías sobre el origen del hombre y el ascenso del capitalismo.

 

Si bien hay evidencias de que, en tiempos inimaginados del neolítico, el hombre de las cavernas se arreglaba la barba y se la cortaba con rudimentarias hojillas de piedra, es muchos años después cuando tal faena será menos dificultosa. Y, por qué no, hasta placentera. Y aquí empieza la historia de un pionero, que revolucionó la rasurada y, de paso, creó un emporio. Después, se volverá un socialista utópico. Y morirá en la quiebra.

 

King Camp Gillette, nacido en Wisconsin en 1855, era un masón que, con imaginación y talento para los negocios, diseñará un artefacto que alterará hasta las maneras de llevarse las manos a la cara: la maquinilla de afeitar, pero, a su vez, la cuchilla, delgada, desechable y de bajo costo. El hombre, que no solo era un genio de las innovaciones, escribió en 1894 un libro medio idealista (El hombre a la deriva), en el que planteó que “nuestro sistema actual de competencia genera extravagancia, pobreza y crimen”.

 

Pero a la vez que veía con estupor las miserias de muchos trabajadores, Gillette pensaba cómo hacerse dueño de un modo de vivir, sin tener que vender su “fuerza de trabajo” a otros. Y percibió que si la maquinilla de afeitar era durable, la cuchilla debería ser desechable. Botar la cuchilla sin tener que cambiar de afeitadora. El cuento es que para 1901, las cuchillas costaban mucho. Y la gente las reutilizaba y hasta les sacaba filo cuando ya estaban amelladas de tanto uso.

 

Si el hombre primitivo para aderezarse la barba usaba el sílex afilado, y después el hierro, el bronce y hasta el oro, con las cuchillas que iba a diseñar Gillette, ayudado de otros investigadores, iba a trastocar la tradición y a hacer más “agradable” la afeitada. Siguió a la letra lo que le dijo, cuando Gillette apenas tenía 16 años, el inventor y empresario William Painter: “fabrica algo que se use y se tire, y los clientes tendrán que volver por más”. Esa, además, es una de las máximas que rige al capitalismo.

 

Tras muchas idas y vueltas, y hasta de cortarse la cara usando viejas afeitadoras, Gillette pudo desarrollar una cuchilla delgada de acero, en la que muchos no creían que fuera posible, y creó la Gillette Safety Razor Company. Las primeras cuchillas (Blue Gillette Blade) se vendieron al público en 1903. En el primer año solo vendió 90 maquinillas. Llegaron más socios y más ventas. Las cuchillas en sus sobres tenían impresa la efigie del señor Gillette, nuevo magnate, con sensibilidad social y cultivador de inconformismos.

 

Las maquinillas y las cuchillas se regaron por el mundo. Y su fabricante se tornó en celebridad. En 1904, eran ya noventa mil las afeitadoras. Después, el mercado creció hasta ser parte de la cotidianidad de millones de hombres.

 

Sin embargo, la faceta más interesante de este capitalista exitoso y universal llegaría después de sus conquistas mercaderiles. Su pensamiento inicial, de ser parte de las utopías socialistas del novecientos, se aclaró más. Escribió un libro al alimón con Upton Sinclair (escritor y periodista, autor de La jungla) y otro de su cosecha, en los que planteaba un nuevo tipo de sociedad. Uno de sus sueños tenía que ver con el trabajo: solo cinco años de trabajo y el resto, a lo que cada uno quisiera.

 

Crear una megaciudad, en la que habitarían 60 millones de estadounidenses, que se llamaría Metrópolis, era parte de su utopía. Cerca de las cataratas del Niágara, la ciudad ideal tendría energía propia. En el centro estaría una empresa, la United, que lo fabricaría todo. En ella los habitantes trabajarían gratis cinco años de su vida y, a cambio, recibirían alojamiento, ropa y comida gratis a lo largo de su vida. De ese modo, decía Gillette, se eliminarían la codicia y la ambición, ya que todo, con solo pedirlo, estaría al alcance de la mano de todos.

 

En aquella ciudad utópica, habría veinticuatro mil torres de apartamentos, con zonas comunes. En estas estarían las cocinas comunales, en las que, como en la factoría, trabajarían voluntarios. Así, por ejemplo, las mujeres no serían más las presas de los oficios domésticos.

 

Gillette, magnate que pensó en la felicidad, el bienestar y la justicia social, también fue víctima de la Gran Depresión de 1929. El crack lo afectó y, tras haber vendido su parte de la empresa, se fue a vivir a un rancho en las montañas Santa Mónica, al sur de California, donde murió en 1932, a los setenta y siete años.

 

El hombre de las cuchillas y las afeitadoras sigue estando a ras de piel en el mundo. Pero, quizá, su mayor aporte haya sido el de la ciudad (quizá como la de Tommaso Campanella), en la que una empresa produjera lo esencial para todos: alimentos, ropa y vivienda. Ah, y las industrias que no contribuyeran a satisfacer las necesidades vitales, serían destruidas.

King Camp Gillette era más filoso de pensamiento que las cuchillas que inventó.

 

Resultado de imagen para king camp gillette

King Camp Gillette, socialista utópico y capitalista. Inventor de las célebres cuchillas de afeitar.

El atrio de las sociabilidades

(Crónica con encuentros, chismes y los latigazos de Mon y Velarde)

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

El atrio, esa espacialidad que está más en lo público que en lo privado, en las afueras de las iglesias, tiene una categoría de sociabilidad y congregación, más que de religiosidades. Es la parte civil de las construcciones sagradas. Y en tal parte, la injerencia “divina” es menor que en los adentros del templo. Construido un poco más alto que la calle, el atrio era una posibilidad para el encuentro, las citas, las ventas ambulantes y los enamoramientos furtivos.

 

En otros días, en el atrio, cuando se oficiaba la misa, se paraban muchos hombres, como en el ejercicio de una actitud de estar y no estar. De ahí se escuchaban  las palabras del cura, pero, además, había la posibilidad de dirigir las miradas hacia otros ámbitos, menos confesionales. Pudo haber sido una variante del “que reza y peca, empata”.

 

Las iglesias católicas construidas antes del Concilio Vaticano II, eran monumentales. Debían tener una presencia en la ciudad (o en el pueblo) de gran calado y dominio. Y en esas arquitecturas, con naves y torres, con campanarios sobresalientes, estaba, como una parte de la edificación, el atrio. La diferencia es que se hallaba en el afuera, en el mundo exterior donde no había tanta solemnidad ni se sentían los inciensos ni se alcanzaban a ver altares e imágenes de santos y vírgenes.

 

El atrio era una manera de estar, sin estar en la ceremonia, en la liturgia. Aparte de esta situación, el atrio se presentaba como una referencia para las citas. “Nos encontramos en el atrio de La Candelaria”, era de lo más pactado en otros días en Medellín. “Nos vemos en el atrio de la Metropolitana” o en el de San Ignacio. Y así. En el atrio, los novios se podían coger de las manos, se acercaban, se rozaban la piel. Había en esa circunstancia, una manifestación de lo profano. O, en otras dimensiones, de la vida civil.

 

Esta construcción sacra y laica, religiosa y cívica, al aire libre, limitando en muchas partes con el parque o plaza, era una oportunidad para el chisme. En el atrio se “rajaba” del cura y del alcalde, del policía y el carnicero, de todos y a nadie se le sostenía. La comunicación en ese lugar de encuentros era para el deleite y la conseja. Trascendía lo físico-espacial y era una prolongación del café y de las murmuraciones domésticas.

 

Los atrios de los grandes templos, tanto en los barrios como en el centro de la ciudad, eran, a escala (bueno, todavía tienen funcionalidades sociales), un universo urbano, con dinámicas de ciudad. Eran, también, una manera de seguir conversando, de acordar nuevos encuentros, de intercambiar mentiras y de “chicaniar” con alguna nueva adquisición. Hoy, en ciertos atrios (como el de la Metropolitana), hay más palomas que gente.

 

El atrio es como una zona de frontera. Y tuvo, en otras muy viejas temporalidades, una función de acercar a la iglesia a los gentiles, a los no fieles. Quizá como una posibilidad de las atracciones. En este singular espacio cabían los circuncisos y los no circuncidados; los incrédulos y los feligreses. Una suerte de ágora para todos. Aunque, se sabe, por ejemplo, que el visitador y oidor español Antonio Mon y Velarde, el regenerador, levantaba a latigazos del atrio de La Candelaria a indios y negros que fumaran o conversaran en ese lugar.

 

Los atrios eran la conjunción de los vendedores de periódico con los aromas gratos de las crispetas. Después, acogieron a los loteros, a los de las “chazas” o carritos de dulcerías y cigarrillos, a los fruteros, a los ofrecedores de estampitas milagrosas. Y así, se transformaron, en algunos sectores, en pequeñas plazas de mercaderías.

 

Después del Vaticano II, las iglesias debían construirse sin tanta pompa ni dimensiones colosales. Nada de mega-edificios. Y así surgieron ramadas, pequeños templos, y no todos tenían espacio para el atrio, medida que afectó las reuniones barriales, los encuentros concertados y el lugar para pararse a ver entrar muchachas bonitas a las parroquias.

 

En Medellín, los atrios siguen siendo, aunque en menor proporción que antes, un espacio para las citas y las esperas. El de La Candelaria, en el hoy cuasi parque de Berrío (el metro lo redujo a ser una estación y lo cercenó), no tiene la apetencia ni la atracción de otros días. El de San José está atiborrado de ventorrillos y el de San Antonio hace años dejó de ser un lugar de encuentro. Los atrios parecen estar en decadencia. Ya nadie pronuncia aquel risueño dicho: “Es tan lengüilarga que comulga desde el atrio”.

 

¡Ah!, por lo demás, algunos atrios se tornaron meaderos públicos y, en las mañanas y tardes soleadas, se levantan hedores a “berrinche”, que reemplazaron los muy acogedores perfumes de muchachas que lucían su mejores galas para entrar al templo y los aromas calientes y sabrosos de las palomitas de maíz y del algodón de azúcar.

 

El atrio tenía encantos. No faltaban señoras y señores que se quedaban ahí, con disimulos, para observar los vestuarios de las más encopetadas y adivinar las formas sensuales de las jovencitas. Los ojos y la lengua tenían allí mucho trabajo.

 

El atrio, como la acera, está entre lo público y lo privado. Es (o era) un espacio ceremonial poco ceremonioso, laxo, despojado un poco de las normas del ritual. Un sitio para darles a las palabras un sentido de la amistad y del reconocimiento de los otros. Los que se quedaban en el atrio, mientras discurría el oficio religioso, pasaban mejor que los de adentro. Y hasta pedían papas y ají, seguro con más sabor que las hostias consagradas.

 

Atrio y frontis de la iglesia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, barrio Buenos Aires, Medellín. Fotos de Carlos Spitaletta

La trágica desazón de Las palmeras salvajes

(Una novela con historias intercaladas, inundaciones y un aborto)

 

Resultado de imagen para las palmeras salvajes william faulkner

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

En 1940, un año después de haberse publicado en los Estados Unidos Las palmeras salvajes, de William Faulkner, en la editorial Random House, Jorge Luis Borges dio a conocer su traducción española de la obra que ya había sido catalogada en algunas sociedades puritanas como “obscena” y que llevaría a que, en 1948, se censurara en Pensilvania. El argentino se basó, como caso curioso, no en la edición original estadounidense sino en la británica (ya mutilada por la censura) de la editorial Chatto y Windus.

 

La novela, que consta de dos historias distintas (Las palmeras salvajes y El Viejo), aunque se conectan por diversas circunstancias y sensibilidades, tenía el título original de Si te olvidara, Jerusalén, que es la quinta línea del Salmo 137. Los editores consideraron que ese no era un título adecuado. En ella (la segunda traducida en su momento al español), el escritor que inventó el condado de Yoknapatawapha, y que le dio una enorme estatura literaria al Sur, aporta nuevas experimentaciones en su estilo y forma de hacer literatura. Además, su obra se convierte en una provocación para los más retardatarios sectores moralistas de su país y aun de otras coordenadas.

 

Tal como se lo dijo el autor de Santuario (otra novela censurada en Estados Unidos) a la periodista Jean Stein, de Paris Review, en un principio había un solo tema, la historia de Carlota Rittenmayer y Harry Wilbourne, protagonistas de Las palmeras salvajes. “Solamente después de haber comenzado el libro comprendí que debía dividirse en dos relatos. Cuando concluí la primera parte de Palmeras salvajes, advertí que algo le faltaba porque la narración necesitaba énfasis, algo que le diera relieve, como el contrapunto en música”.

 

Las historias, que se necesitan una a otra, suceden en tiempos y espacios diferentes: la del médico “inconcluso” y su amante, en 1937; la del negro convicto, diez años antes, durante las inundaciones del río Misisipi. Parece mejor escrita la relacionada con el gran río que la otra, y en la que, además, hay más presencia de las experimentaciones narrativas de Faulkner, sobre todo, con ciertos flujos de pensamiento (que todavía no alcanzan las cumbres de los que se expresan, por ejemplo, en El sonido y la furia) y en la manera de mostrar al penado (un hombre innombrado en la novela, solo se dice de él que es el Penado Alto)  en varios planos, presente y pasado, con oyentes que tiene cuando está contando lo que sucedió en la inundación, mientras él iba en un esquife a salvar a una mujer.

 

Faulkner, un escritor que fue sometido al desprecio y la oscuridad por ciertos periódicos y críticos del norte y el este de su país, asume en esta novela de historias intercaladas, una posición de gran narrador. Está en la cúspide del dominio del idioma, de los personajes, de los accidentes naturales y de la condición humana. Es capaz de hacer e interpretar las mutaciones y vacilaciones propias del hombre cuando está sometido a desafiantes presiones; cuando está inmerso en aguas turbulentas y cuando tiende a rodar por los abismos de la desesperanza y la desesperación.

 

En El Viejo (el viejo es el gran río), más que en la historia del adulterio y el aborto, hay tonos bíblicos, tal vez porque, como por ejemplo se podría apreciar en Mientras agonizo, la naturaleza está alterada y muestra toda su potencia frente a la debilidad humana. Los truenos, los relámpagos, el cielo que chorrea, el símbolo de la fragilidad en un botecito en el que, pese a todo, hay vida y esperanzas, es una constante en la historia del penado que, obtendrá, por su intento de fuga, diez años más de prisión.

 

En esta obra, en la que se siente el viento oscuro, el viento negro, Faulkner, con sus largas frases, con sus periodos entrecortados por otros extensos paréntesis, da cuenta de su dominio verbal, pero, a su vez, de la dificultad que puede tener un lector acostumbrado a la linealidad y a las frases cortas. Así que no es raro que haya que devolverse en ocasiones para agarrar de nuevo el hilo del discurso. Al tiempo, se verá y sentirán las fuerzas verbales, la musicalidad y la sonoridad de palabras, adjetivadas de un modo feroz y diferente.

 

Aunque Borges, en su traducción, omite algunas de las construcciones experimentales de Faulkner en sus modos de ensartar las frases, no parece tener ante la obra ninguna aprensión moral, amén que el texto que tradujo ya tenía las omisiones (mejor dicho, la censura) de palabrotas y otras situaciones que asustaron a los hipócritas “inquisidores”, en particular los de la edición británica, que, tal vez, era la única disponible por aquellos días en Buenos Aires.

 

El crítico Leah Leone, en su texto Las palmeras salvajes de William Faulkner en la traducción de Jorge Luis Borges (1940), dice: “La irreverencia que tenía Borges hacia el original, en combinación con los disgustos que tenía con el modernismo anglófono, le llevarían a desechar muchas de esas novedades técnicas «incómodas» y «exasperantes» de la novela de Faulkner”.

 

Las palmeras salvajes es el relato de los amores ilícitos y contrariados del estudiante de Medicina Harry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer, que deja a su marido e hijas para escapar con su amante. A la postre, tras diversas aventuras y peripecias, la mujer muere a causa de un aborto mal practicado por Harry. La historia contrapuntística, El Viejo, es la narración de una serie de sucesos que tienen como eje a un “penado alto”, que soportará todas las mudanzas de la naturaleza y, si se quiere, como en los trágicos griegos, del inevitable destino.

 

Como en otras piezas faulknerianas, la mezcla de voces, como una polifonía, está presente en los modos de la narración, o, de otra manera, hacen aquellas voces que el narrador permanezca a cierta distancia. Y, también, hay pasajes que se refieren, además de ciertos símbolos, como las “largas cabezas tristes de mulas”, a las poderosas fuerzas de la naturaleza: “tratando con su fragmento de madera astillada de mantener intacto el esquife a flote entre las casas, los árboles y los animales muertos (pueblos, almacenes, residencias, parques y corrales, que saltaban y jugueteaban alrededor como pescados muertos”).

 

Es una narración tormentosa, y, en ocasiones, atormentada. Hay una gran soledad en la de El Viejo, y una pesadez de la culpa, en Las palmeras salvajes. Y en ambas, en su conjugación, se siente el aliento poderoso del escritor, que es capaz de nombrar las aguas, los árboles, los animales, los desastres, pero, a su vez, las inquietudes y los azarosos avatares de los hombres y las mujeres de esta novela que, pese a todo, no es de las más conocidas (o leídas) del autor de ¡Absalón, Absalón!

 

En el prólogo del escritor español Juan Benet a la traducción de Borges, se habla de la potencia metafórica de Faulkner, de su audacia en el uso del logos, de su inteligente manera de introducir símbolos. “Las palmeras salvajes no es solo una novela antirromántica —pensada con toda malicia contra los ideales más bien legendarios que alimentaran tan buen número de títulos de su generación— sino un testimonio de la rebelión, llevada a cabo palabra tras palabra, contra el significado literario de las más altisonantes”, advierte Benet.

 

La gran metáfora de esta creación de Faulkner puede ser la del fracaso; en el amor, en la práctica profesional de un oficio; en la huida; en el no poder ganar la libertad, pese a que se desee con fervor. En el caso del personaje médico frustrado, es patética su debilidad de carácter, y, si se quiere, su afeminamiento, su suavidad personal, frente a la fortaleza y mando de su amante. Ella, en últimas, es la que no quiere tener el niño, el fruto de esa relación prohibida, sobre todo porque los hijos “duelen demasiado”. Harry sucumbe ante los dictados de la ética y se hunde en los abismos de un crimen, de una condena sin atenuantes.

 

En El Viejo, la más corta de las dos historias, que pueden ser “historias dobles”, el fracaso está dado por la imposibilidad de luchar con éxito contra los designios de la naturaleza, contra su furia y sublevación. En medio del caos, puede haber vida, un llanto de bebé, una luz, pero, al fin de cuentas, todo es inútil frente a la invencible marejada de los acontecimientos que parecen un castigo de alguna deidad desconocida.

Resultado de imagen para las palmeras salvajes william faulkner

Lo más indicado, es leer las historias en el orden en que están estructuradas y organizadas en el libro. Porque se ha dicho que Faulkner las escribió por separado, o en forma serial en vez de paralela. Tal vez, si se lee, por ejemplo, solo una de ellas (sin tener en cuenta la otra), se asista a una operación de castración. O, en otro sentido, a quedar con la sensación de que algo queda faltando. Porque, si hay cuidado en la lectura, se notará que, aunque muy distintas, se pueden establecer similitudes y, como es obvio, ingentes diferencias. Las tonalidades se juntan en una narración coral, las adversidades también.

 

En ambas, hay vida y muerte. Destrucción y lo que queda después del ventarrón, del huracán, de la inundación. De la culpa y su castigo.

Al respecto, Faulkner, ante algunos críticos (y seguro, algunos editores) que decían que las historias estaban creadas por aparte, dijo: “No reuní las historias después de haberlas escrito. Las escribí tal como pueden leerse por capítulos”.

 

En el libro William Faulkner, escrito por Michael Millgate, un estudio tremendo e imprescindible sobre las obras del escritor sureño, se advierte: “Sea cual fuere la historia de la novela, esta debe ser discutida e interpretada tal como se encuentra publicada, y es evidente que el método estructural de Faulkner nos obliga a reconocer ciertos paralelos y ciertas inversiones de tipo temático y narrativo entre una y otra parte de la obra”.

 

Y, en efecto, entre Wilbourne y el Reo Alto (o Penado Alto), hay ciertas similitudes, certezas, seguridades, pero también vacilaciones. Ambos acaban en la cárcel de Parchman, en tiempos y situaciones diferentes; tienen casi la misma edad, y al principio, los dos, por diversas circunstancias, abjuran del sexo. Harry, por ejemplo, todavía es virgen después de los veinte años.

Las palmeras salvajes, o—quizá el título original es más emblemático— Si te olvidara, Jerusalén, están por fuera del fascinante y hasta misterioso condado creado por Faulkner. Casi todas sus situaciones suceden en Nueva Orleáns, una tierra llena de músicas y de vientos.

 

Por su estructura es, dentro de la novelística faulkneriana, una extraña obra, tal vez sin tantos despliegues mediáticos, pero intensa y rodeada de belleza. Las palmeras salvajes, con memorias de la carne y la culpa, poseen la fascinadora incertidumbre de los seres que parecen caminar siempre sobre la cuerda floja.

 

Resultado de imagen para william faulkner

Ciudad sin alas

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

La ciudad me arrastra a su abismo-cloaca

Con sus edificios de burócratas podridos.

Me empuja con bolillos de policías sin casco

A los hondos asombros de la nada…

No sé si soy o no soy, nadie lo dice

Ni siquiera las campanas del obispo

Que me llaman a saludar a un dios sin sonrisa

Sangrante en los altares de la muerte.

Hoy vi a Maiakovski por una calle sin aretes

Viajaba en el futuro de una alfombra de estrellas

Que un vendedor de san alejo tenía sobre el piso ensalivado.

Me detuve a observar los vejestorios, las alhajas, las falsificaciones.

Todo olía a óxido y a olvidos. ¿Qué ciudad es esta sin palabras?

Las paredes mudas—ni siquiera un grafiti— me hacen morisquetas

Lo dedos de una estatua me alucinan con sus naipes.

El caballo metálico del prócer me arroja cagajón

Y los bustos de bronce orinan sin parpadeos.

¿Qué ciudad es esta sin música en las alas de los aviones caídos?

¿Sin muchachas de faldas plisadas que fantasmeaban en un bar?

No sé cuándo comenzó tu decadencia de cines con crispetas

Sin putas de tacón en la pared.

Ciudad de hormigón desierto y de impunidades en las aceras

¡Cuándo podré volver a tocar mi contrabajo

En un bar de soledades en el que Madelaine besa mi arco

Y se acurruca como una paloma sin luz!

 

Resultado de imagen para ciudad edificios pintura

Orquídea mariposa

Resultado de imagen para orquidea mariposa

 

Por Reinaldo Spitaletta

La mariposa, para vivir más tiempo, le pidió a la luna que la convirtiera en flor. La luna le dijo: “Si estás hecha para la fugacidad, ¿por qué quieres cambiar tu condición?”. El vuelo tembloroso de la mariposa, plateado y sutil, enamoró a la luna y, convencida por la súplica, dijo: “una belleza como la tuya merece durar más de un instante”, y la luna, lanzando un rayo blanco, la transmutó en orquídea. En una orquídea mariposa, de flores dulces, con perfumes que evocan selvas húmedas. Para recordar el favor de la luna, la mariposa da flores blancas. También, según su estado de ánimo (porque habrán de saber que estas orquídeas mariposa sienten y uno puede comunicarse con ellas), aparecen flores amarillas y rojas y lilas. Lo más bello, es que en noches de luna, algunas mariposas se acercan a la orquídea para besarla. Ella recuerda que en otra vida fue mariposa y les sonríe. Entonces vuelan hacia la luna y le renuevan su petición. Mañana habrá nuevas orquídeas mariposa.

Caminante, sí hay caminos…

(Una provocación a recorrer la ciudad con ánimos de descubrimiento)

 

Resultado de imagen para esquina de las mujeres medellin

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

Alguien, tal vez muy avisado, o que posa de ello, me insinuó cierta vez que es una inutilidad andar las calles con ánimo de descubrimientos. Otro, menos molestoso, arguyó que es una maravilla el caminar con sentido de observación. Y, en medio del paseo con criterio, es pertinente alzar la mirada al cielo. “No, no lo hagás; te puede cagar un pájaro”, pudo haber dicho un pesimista.

 

Es mi gusto. Ir por las calles, sí, con tráfago automotor, con humos y ruidos, solo por ver un atardecer con arreboles; o por mirar los cerros del oriente, con edificios que ahora desertifican lo que antes eran arboledas. O cruzar el puente que está sobre la vieja Vuelta de Guayabal, donde en años de reverberaciones y fuegos de medianoche, vendían la mejor marihuana de la ciudad, según le escuché decir a más de un experto en esas faenas.

 

También —por eso de caminar con el ánimo de educar la mirada—  un sujeto de nombre olvidable, me advirtió que tal postura era propia de pequeñoburgueses, de tipos de la seca bohemia, diletantes. No sé si así lo sea, pero es de interés en el ir y venir por callejas, avenidas y desechos (como decían los campesinos al hecho de salirse de la vía principal y eludir obstáculos, para llegar más liviano a su destino), buscar en lo evidente un mundo agazapado, una sorpresa.

 

Puede que no se sientan, desde los bajos de Enciso, sobre esa empinada calle que parece una pared (la 58), las brisas del Pandeazúcar. Y tampoco los extinguidos tangos del café Viejo París. Pero esa calle y el sonoro sector de Pativilca, tienen encantos, que van desde viejas ventanas hasta calados de madera en puertas de casas añosas.

 

Por esos lares, hay legumbrerías policromas y tiendas de esquina con reunión conversada de parroquianos. Y si es, cambiando de modo abrupto la ubicación, por unas calles, como decir la 73, cerca del cementerio de San Pedro y del Jardín Botánico, por el extinto Fundungo, verás carros viejos y talleres donde no arreglan tristezas pero sí carrocerías. Y así por Lima e Italia, por Venecia y Lovaina, por Turín y Revienta, calles que, tras tantos años de fiestas anochecidas, hoy, en su decadencia, son más de dedicación a lavados de carros y reciclajes de memorias extraviadas.

 

Son estos ámbitos, que a veces huelen a vegetales, a veces a hollín, un epicentro de amores de ocasión y citas de urgencia para la aventura carnal. Jardines de delicias y edenes con serpientes de tentación. Los lugares de la ciudad se especializan.

 

Por ejemplo, la esquina de la 73 con Bolívar, detrás del Jardín Botánico, es un homenaje a las mujeres de Antioquia. La ciudad mutante. En este sector, donde antes estuvo el Bosque de la Independencia, y también zonas de tolerancia, ahora hay una historia en bronce, con efigies de féminas destacadas en diversas disciplinas y luchas.

 

En la denominada Esquina de las Mujeres, se puede hacer una lectura histórica de tiempos, hazañas, pensamientos y labores. Y si bien no están todas las que son, las mujeres que en este breve parque son celebradas sí tienen méritos para perpetuarse en el metal. Y en la memoria colectiva. Están, como parte de las indígenas, la cacica Dabeiba y la cacica Agrazaba; también María Centeno, la primera mujer arriera y minera en Antioquia, casada cuatro veces, empresaria irreverente y audaz.

 

Claro. La transgresora Débora Arango, la de los desnudos atrevidos y las denuncias de la violencia, está ahí; como lo están Simona Duque, Jesusita Vallejo de Mora, María Cano, Luz Castro de Gutiérrez, Rosita Turizo, Blanca Isaza de Jaramillo, Luzmila Acosta, Benedikta Zur Nieden y María Martínez de Nisser. ¡Ah!, pero que faltan otras. Sí, como Betsabé Espinal, por ejemplo.

 

Por esos mismos espacios se debían erigir, por qué no, bustos a madamas destacadas en los cuarenta y cincuenta del siglo XX, que habitaron con sus casas de placer —muy cerca de donde hoy están sus congéneres bronceadas—, como Marta Pintuco, Ligia Sierra y María Duque, por citar apenas unas cuantas.

 

No es tan inútil pasar por Sevilla y sus mangos umbrosos, sus casonas de corredor, sus clínicas y almorzaderos. Ni por los alrededores de la estación Hospital, que cuando la tarde es la reina, comienza a oler a carne asada y otras frituras. Y si bien, esta ciudad jamás ha sido pensada para los caminantes, tal vez porque, a la “americana”, se privilegió el carro, no está mal meterse por el Chagualo (con sus baldoserías y ventas de materiales de construcción), o hacer una ruta de conventos (en Prado, no más, hay veintidós) que están por La Mansión, San Miguel, Los Ángeles.

 

Un día de caminata, solo se podría ir en pos de fachadas, que tienen belleza en Prado, algo del viejo esplendor en Boston, y apenas unas cuantas quedan en pie en los ya muy destruidos barrios Buenos Aires y Miraflores. Hay “castillescas”, a lo chalet, afrancesadas, muchas con rosetones, cornisas, claraboyas, inscripciones, nichos con santicos y vírgenes. Y, como idea para un transcurrir diferente, se pueden seguir los numerosos santuarios en casas, antejardines, plazoletas y separadores viales. Da para relatos de religiosidad popular y mucha imaginería. Y hasta para prender una velita.

 

La ciudad, aunque no lo parezca, es infinita. Y aparte del ladrillo a la vista, las torres eclesiales, los edificios de gobierno, la abundante contaminación, en fin, hay un sinnúmero de tiendas y fritanguerías, de portones y contraportones, de murales y paredes que hablan. No se la pierda. Camínela. Siempre habrá un crepúsculo con abundantes pájaros que buscan su hospedaje nocturno  y con gentes ansiosas de llegar a casa. Digo en los atardeceres. En la “matinalidad”, hay quienes se toparán con el rosicler celeste y con los frescos olores de las colegialas y los obreros recién bañados.

 

Hay múltiples encuentros en cada salida. A veces, aleatorios, que son, quizá, los más atractivos. Como uno que, hace poco, por la carrera Ecuador con Moore, presencié, no sin perplejidad. Una dama de negro, con su traje largo, abierto a los lados, dejaba ver, a cada paso, las piernas sugerentes y tentadoras que hacían parar a los taxistas y detener con boca abierta a los “inútiles” buscadores de lo excepcional en la vida cotidiana. ¡Ah!, y es muy barato: solo se requieren tenis y ojos muy atentos…

 

Resultado de imagen para caminantes urbanos pintura medellin

El Museo de Antioquia y la Plaza Botero, en Medellín.