Atardecer con Bach y un arrebol

(Aparecen Molière, un guayacán y otras luces)

Por Reinaldo Spitaletta

Puede ser que un atardecer con tonos malva, palo de rosa y amarillos encendidos te haga creer que el mundo merece otros destinos, distintos a los de las guerras, a los de las miserias y a otros como las tantas segregaciones aún existentes. Y si estás escuchando a Juan Sebastián Bach, son otras y muy diversas las sensaciones que te propician las luces del ocaso.

Esta tarde, cuando leía un ensayo sobre la vida y obra de Molière, la luz de los vitrales comenzó a ser distinta. De fondo (no debiera ser así, porque es un irrespeto frente al compositor) sonaban composiciones de Bach, Igual, es imposible no atender a las sonoridades de la Suite orquestal Nº 2: Badinerie, que te asalta con las dulzuras de la flauta traversa. Luego sonó una cantata, de esas que te hacen brotar lagrimones y aumentar los latidos del corazón (puede ser que te mejore la presión arterial), como “Jesus bleibet meine Freude” o Cantata BWV 147.

Por la ventana de la sala se colaban luces del atardecido martes, claro y sin nubarrones, cuando antes, decí vos a las dos o tres, amenazaba, con aletazos de viento helado, un presunto aguacero. La tarde no sé por qué estaba hermosa, propicia para poner a Bach y seguir leyendo, en un sofá, el ensayo de Julio Gómez de la Serna sobre Juan Bautista Poquelin, alias Molière.

Era un atardecer que no dejaba concentrarse, porque había una luz particular, como si estuviera iluminando las notas de Bach. Sonaba el Concierto Brandeburgués Nº 1 en Fa Mayor. Y yo, en un desdoblamiento, seguía avanzando en la lectura, aunque paraba a tramos para escuchar la música y para mirar por la ventana el guayacán del frente y, entre su follaje, el horizonte luminoso, que cambiaba de tonalidades.

De pronto, el ensayista me mostraba otras luces, las de una tal Magdalena, actriz de cierto prestigio: “Era una bella rubicunda —¡Terrible seducción dominadora la de las mujeres cuya femineidad parece acrecida por esa pigmentación especial! —, asequible y animosa. Sus veleidades le reportaban siempre beneficios…”. Qué mezcla interesante: luces del atardecer, la imagen de una rubia francesa y la música de Bach.

Seguí con la lectura, pero había que parar para mirar, a través del ventanal, el espectáculo de arreboles, con música de fondo. Luz cambiante. Contraluces. Las ramas del guayacán mecidas por una brisa suave, con aleteo de pájaros en busca del sueño. Volví a la lectura, pero era imposible concentrarse frente a una demostración de cielo colorido y con las sonoridades de otro de los conciertos brandeburgueses. Imaginé, al tiempo que escuchaba la música, a unos danzarines, balletistas, y toda una coreografía. “El concierto número cuatro es un ballet”, pensé, en una especie de absurdo, tal vez promovido por la caída del sol.

Juan Sebastián Bach

En un cuaderno anoté: “Bach es toda la música; Beethoven es la música”. La tarde me iba llenado de frenesí. Así que dejé el libro sobre el sofá y me instalé en la ventana a mirar el cambio de luces. Sonó la Suite para violonchelo solo Nº 1: Preludio. Había un ambiente singular, con síntomas de embriaguez de los sentidos, mas no de la razón. O puede que de ambos. Coincidieron lectura, música y ocaso. Tomé varias fotos. Esperé. Otras más. Ya se estaba incendiando una parte del horizonte. Extraño atardecer, despertador de emociones.

La selección de Bach, la luz violeta pálida, el libro de Molière, la ventana, el sonido de los automotores a la hora del regreso, la puesta del sol, una suma de sensaciones y momentos. Una conjugación de factores, únicos, o que de algún modo no es que sean comunes en la coincidencia. Lo último que escuché, cuando ya la luz moribunda de la tarde quería ser tiniebla, cuando el guayacán ya había acogido a los pájaros del anochecer, cuando el libro seguía a la espera, fue un fragmento del Concierto para violín Nº 1 en Fa Mayor.

Hubo un silencio instantáneo. Una síntesis del mundo. El telón de fondo cambiando de colores, presagio de la noche. Luego, todo fue como siempre, o casi siempre. Cesó la música, pasamos a otras faenas, como las de ordenar las ideas sobre una tarde rubia que se tornó morena. Al fondo, tal vez en mi imaginación, los danzarines, en una coreografía celestial, seguían los pasos de la música de Bach.

(Escrito en Medellín el 27 de septiembre de 2022)

La bomba

Paro y reparo la masa

Me parece vana, inane

amorfa y descerebrada

Miro la hora en el reloj de la iglesia

parado en las tres

Da lo mismo la bomba estallará

Imagino pedazos al vuelo

y un vuelo de palomas

y una mano sin dedos

que dejará de ser mano

Ni hermano. Nada

Paro y disparo

pensamientos criminales

La masa continúa ahí

babea ante lo inminente

sin saber lo que la espera

Todo parece lo mismo

Las manecillas continúan inmóviles.

(Reinaldo Spitaletta)

El vuelo espectacular de los arqueros

(Y de cómo las fotografías los mostraban en su camino al cielo)

Por Reinaldo Spitaletta

Hubo un tiempo en el que los lunes se compraban los periódicos locales solo por ver las fotografías espectaculares de los porteros de fútbol en pleno vuelo. Cuando no teníamos cómo adquirirlos, íbamos a la biblioteca municipal o donde algún vecino a que nos mostrara las estiradas en magníficas tomas de los reporteros gráficos.

Tal vez, aunque es confuso el recuerdo, lo primero que quise ser en el fútbol fue portero, pese a que, como llegué a saber un poco más tarde, es un puesto de ingratitudes, de cambios repentinos, en el que, en el desempeño, se puede pasar en un instante de ser una especie de héroe a la griega a un bandido o asaltante de montes a la colombiana. Creo que lo que me indujo, muy en la niñez, cuando habitaba en los límites de los barrios El Rosario y la Cachera (que en realidad era Briceño), y había un enorme potrero detrás de una escuela de niñas, eran las transmisiones radiales, que mamá sintonizaba en un radio Philips, en las que un narrador se emocionaba más con las estiradas de palo a palo del Caimán Sánchez que con los goles anotados.

En aquel potrero inmenso, que limitaba, de un lado, con otro barrio, llamado el Piñón (tenía como distintivo un enorme árbol de ese nombre que era casa de decenas de gallinazos); con La Cumbre, de otro, y con el Rosario, veía jugar a muchachos que, los de un bando, tenían camisetas amarillas y negras, a rayas, que luego supe imitaban a las del Peñarol de Montevideo. Y tenían un portero alado, que en sus voladoras daba la impresión de sostenerse como un aeroplano, y aún después de rechazar el balón, de lanzarlo a un costado o al tiro de esquina, seguía flotando.

Esos muchachos, que eran, supongo, casi de mi misma edad, pero que me parecían mayores y muy altos, entraban en éxtasis en esas confrontaciones en las que, para mi gusto infantil, el mejor de todos era el portero de los aurinegros. Las transmisiones del locutor deportivo (creo que era Jaime Tobón de la Roche) y las actuaciones circenses del arquero de potrero bellanita, junto a las “vistas” de los periódicos en su sección deportiva, me transmitieron unas enormes ganas de probar en ese puesto.

Lo hice en otra manga, también extensa, pero no tanto como la anterior: en el barrio El Carmelo, junto a una escuela, y cuya cancha tenía un leve declive. Allí me ubiqué como arquero y comencé a volar (las porterías estaban delimitadas con dos piedras de buen tamaño). La sensación era la de todopoderoso, la de tener alas invisibles, las de ser un Ícaro al que todavía no se le habían derretido sus alerones, hasta cuando escuché el término de “estás cazando mariposas”, que alguien dijo cuando me lancé en una fenomenal voladora, pero sin alcanzar a desviar la pelota. Mejor dicho, ni siquiera a tocarla.

Entonces, quizá como derivada de una vergüenza interior, jamás me volví a situar en esa especie de paraíso-infierno que es una portería de fútbol. Y comencé, en cambio, a ser un jugador de campo, que en ocasiones “humillaba” a los cancerberos (también por entonces supe que en otras partes les decían los sampedros) con goles de rabona o haciéndoles una bicicleta. Sin embargo, no se me olvida cuando, en una manga del barrio La Selva, en un desafío o “selección” entre el barrio El Congolo (del que yo ya era un habitante, tras haber vivido en otros lugares) y La Cumbre, el portero de este último barrio, al cobrarle un penalti, me lo atajó mediante una espectacular volada y tomó a dos manos la pelota. Se levantó de inmediato y comenzó con la esférica a hacer malabares de desprecio.

Decía que los periódicos de hace años, también las revistas, y aún más, aquellas que llegaban de la Argentina, como El Gráfico, publicaban unas fotografías hipnotizantes con las maniobras increíbles de los porteros, su vuelo hacia el infinito, su cuerpo como una saeta, en una plástica manera de ir hacia el balón, que además se destacaba contra el cielo del estadio, contra las nubes, y el guardameta, capturado en una instantánea, daba la impresión de ser alguien de otro mundo, de otras esferas lejanas a la tierra.

Me parece que también influía en esa captura, la posición del reportero. A veces, se ubicaban casi a ras de la grama, estirados, y entonces la voladora del portero parecía a más altura, más fenomenal y efectista. El arquero en su vuelo infinito se veía muy alto, lejos del mundanal ruido, en otras magnitudes y coordenadas. Era un deleite mirar esas gráficas e imaginar tantas cosas sobre el partido, sobre el que realizó el disparo, acerca de lo que gritaban los aficionados en las graderías…

Eran fotos para despertar la imaginación e igual eran parte de un proceso creativo del “cámara”, de su ojo milagroso y oportuno, de su sensibilidad. Eran placas que producían emoción, transmitían sentimientos, proporcionaban información y nos ponían a volar junto con los porteros fotografiados. Uno de los que recuerdo en voladoras era Pablo Centurión. También a Oswaldo Ayala, a Floreal Rodríguez, y en revistas y periódicos viejos de Medellín siempre salían los vuelos de fantasía de Gabriel Mejía.

Más que a los jugadores de campo, los poetas les han dedicado versos a los guardametas. Rafael Alberti escribió un poema a Platko, portero húngaro del Barcelona. Miguel Hernández, en su Elegía al guardameta, homenajea a Lolo, de Orihuela, que murió al golpearse contra un paral de la portería. Cuántos poemas se escribieron en honor del Divino Zamora, legendario arquero español, “valla infranqueable, humana barricada” …

Todo esto para decir que aquellos fotógrafos de la infancia y la adolescencia, cuyas obras maestras aparecían en los periódicos del lunes, eran también poetas. Registraban un vuelo rápido, como un fotograma cinematográfico, y le daban categoría de eternidad. Era un deleite observar esas fotos en las que un hombre, un deportista, un poseído por los ángeles, se mantenía en el aire para siempre, en un vuelo con alas invisibles. El fotógrafo y el balón obraban el milagro.

(Escrito en Medellín, tras participar en una charla de fútbol y patrimonio, 19-IX-2022)

El Centro, más orines que flores

(Imágenes de otros días más felices y de la decadencia)

Por Reinaldo Spitaletta

Me preguntó un curioso oyente en una charla sobre la ciudad, cuáles eran mis imágenes más queridas que tenía, en este caso, sobre el centro de Medellín, hoy venido a menos, y vuelto una revoltura dispar de basuras, hedores, miedos, economía informal, muchachas bonitas y transeúntes que no miran a ninguna parte. Se sabe que uno, en estos asuntos de memoria, que a veces se mezclan con la nostalgia y otras agridulces cosas, puede caer en la idealización de momentos históricos.

Las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, tienen en su inicio estos versos: “cuán presto se va el placer, / cómo a nuestro parecer, / cualquier tiempo pasado / fue mejor”. Y no todo tiempo pasado fue mejor, pero sí tuvo momentos cumbre, tal vez menos afanes, ritmos lentos y reflexivos, un tempo larghetto, de paciencias (como las de las vacas) y bonituras en las miradas y los deseos.

Quizá las imágenes más remotas que tengo de Medellín, y, en especial, de lo que era hace años, digamos en los sesenta, su centro, están en la Estación Medellín del Ferrocarril de Antioquia (en su arquitectura), en la antigua Plaza de Mercado Cisneros (también en la estatua del ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros), en los camiones estacionados en medio de un ir y venir de gentes, en las cantinas de músicas estridentes y en mamá desplazándose por galerías, con miradas de ojos muy abiertos de los vendedores que querían tragársela (eso lo pensé después).

En otras me veo caminando por la agitada Carabobo, con cacharrerías coloridas, con almacenes de nombres extraños (como Almacén Sin Nombre, El Mío), con las escaleras eléctricas del Caravana (“el gigante de los precios enanos”), con muchachas que esperan a no se sabe quién en escaleras de madera y otras de cemento. También con el Palacio Nacional, sus afueras con tinterillos y con nativos ecuatorianos que venden suéteres. Me parece que también veo, por ahí cerca, los fotógrafos callejeros, los del “poncherazo”, y los pericos adivinadores de la suerte con sus picos agoreros de mensajes inesperados.

Francisco Javier Cisneros. Escultura de Marco Tobón Mejía. Foto Spitaletta

Tengo viejas imágenes de panaderías y sus olores apetitosos; de unas vitrinas con libros, por la Veracruz; de los pasteles con relleno verde de una panadería por Ayacucho con Tenerife, o algo así. Y del Bar Central, donde papá se metía a tomar cerveza y a apreciar las piernas de las coperas. Por Junín el paisaje era otro, sobre todo porque no era tumultuoso. Había limpieza, atracciones en almacenes refinados, una enorme vidriera de exposición en los bajos del edificio Fabricato y un almacén de cristales relucientes en La Playa con Junín. No tengo memoria del Teatro Junín.

Recuerdo imágenes de estudios fotográficos, y por Carabobo, más cerca de la calle Colombia, la óptica de un suizo (o sería un alemán), un señor caricolorado al que mamá se dirigía con sonrisas y cambios de acento. Llegábamos al centro por el norte, en ocasiones por la vieja carretera a Bello, poblada de grills, bares y prostíbulos (también lo supe después, aunque veía sus llamativos avisos), pasábamos por las ruinas del Bosque de la Independencia; y otras veces por la autopista, todavía nueva, que pasaba por enfrente de lo que supe después fue uno de los principales sitios de estriptís (Polo Norte) y por un restaurante llamado Doña María, hoy convertido en una bomba de gasolina. Pasábamos Los Carabineros, una glorieta que entonces era una enormidad, la Universidad Nacional, un puente viejo sobre el río Medellín (no estaba todavía el de la calle Barranquilla), la fábrica de calcetines Pepalfa, un almacén de elegante calzado de mujer y luego por la Estación Villa.

Así que quien me preguntó tuvo que soportar una colección de imágenes remotas, porque no sabía cuál de tantas había sido la primera, ni la más impresionante. Y fue cuando recordé cómo en el atardecer urbano, ya entrando la noche, las calles se iluminaban con avisos de neón multicolores, creo que predominaban el rojo y el azul, y para un niño era toda una feria de atracciones espectacular. Ah, claro. También hay unas viejas imágenes de tiovivos, con sus caballitos subidores, bajadores, en los que el horizonte cambiaba y que siempre giraban en dirección contraria a las manecillas del reloj.

El centro entonces, y por un buen período, era un lugar de encantamientos, con el ejercicio de una fuerza centrípeta, que atraía a la periferia con una seducción de cuento de Las mil y una noches, con sus luces, sus almacenes, sus torres de iglesia, sus edificios de diversas arquitecturas, con sus helados y sus cines. Hasta sus campanas, incluidas las del tren, eran una música convocante.

De pronto, o, mejor dicho, tras un proceso de decadencia, de desindustrialización, de surgimiento de la “cultura” del narcotráfico, de las mafias, de la informalidad, de nuevas miserias, el centro se vino abajo, lo abandonaron las élites, se apropiaron de sus dinámicas el lumpen y otras esferas de los bajos fondos. La famosa Tacita de Plata volvió a ser, como lo fue en otros momentos de su historia, la Tacita de Mugre; la llamada Plaza Mayor o Parque de Berrío la acabó el metro con su estación y su viaducto, y así, por diversos lugares, al morirse los cines, al desaparecer ciertos cafés, al quebrarse muchos almacenes, el centro se erigió en una especie de tierra de nadie.

Lo más melancólico es que ese proceso de deterioro, de abandono oficial, de descaecimiento, es progresivo (¿o será involutivo?). Sin muchos referentes patrimoniales, sin siquiera la presencia de antiguos bandidos que asaltaban bancos y repartían, a lo Robin Hood, sus talegas con billetes entre los más desharrapados y olvidados de la fortuna; sin los poetas nocturnos, sin las serenatas, sin las cuerdas de las guitarras, se fue desmoronando. Se hundió en tenebrosos desvaríos, en asaltos, en “cuevas” y “ollas” y otros desbarajustes del tráfico de estupefacientes, y los perfumes de muchachas recién bañadas de otros días, se transmutaron en meados y otros hedores.

Catedral Metropolitana de Medellín. Foto Spitaletta

Se dice incluso, con cierta guasa, que ya Medellín, sobre todo en su centro, no tiene senderos ni calles peatonales, sino pasajes “meatonales” y “cagatonales”. Y así como alguna vez se robaron la cabeza de Atanasio Girardot, esculpida por Francisco Cano (la recuperaron tiempo después), también se alzaron hace poco con la espada de Bolívar, la de la estatua ecuestre que realizó un italiano, Giovanni Anderlini, en el parque de Bolívar.

Su semidestruido centro histórico (en rigor, no hay centro histórico) da grima. Sus basurales. Su inseguridad. Su cara triste. Sus calles ahuecadas. Sus noches desoladas. Sus fantasmas asustados. Es un centro en el que a veces dan ganas de llorar (a muchos, parece, más bien de mear en los muros de la Catedral, postes, troncos de árboles, en fin). Sin embargo, para los que siempre estuvimos en sus paseos, cines, esquinas, aceras, bares, teatros, recitales, retretas, callecitas, nos sigue llamando, quizá con elegíacos cantos de sirena.

“¿Qué se hizo el rey don Juan? / Los Infantes de Aragón / ¿qué se fizieron?”. Puede que no todo tiempo pasado haya sido mejor, pero, en muchos casos, en los transcurridos en el Centro de Medellín, sí lo fueron. Digamos, como en la antigua copla, que es “a nuestro parecer”.

(Escrito en Medellín el 29 de agosto, en un barrio muy cercano al Centro)

Libro de familia, novela de la memoria

(Patrick Modiano y su detectivesca manera de rematar los recuerdos)

Por Reinaldo Spitaletta

Una de las múltiples facultades de la literatura es la de la memoria. Es otra forma, bella por lo demás, de adelantar gestas contra el olvido y otras sombras. El escritor francés Patrick Modiano nos ha acostumbrado en sus novelas a penetrar en un perpetuo pasado, que se ve a distancia, que tiene la presencia del escritor-autor-narrador que va mostrando, por escenas, como en una película, imágenes que de otra manera no pudieran apreciarse porque ya han dejado de existir y solo son parte de una evocación, de un recuerdo que hay que reconstruir con el tono de la melancolía y las brumas.

Modiano, nobel de literatura (le concedieron el galardón por su literatura de “memoria e identidad”), acude en sus obras, como la que vamos a reseñar aquí, a pesquisas policíacas o de reportero investigativo, con fuentes documentales, en particular periódicos, el cine, la radio, y con el recurso de la memoria de ciudad. Calles, edificios y barrios parisinos surgen desde otras dimensiones temporales, se establecen en un presente narrativo y con saltos adelante y atrás, como acontece en “Libro de familia”, nos ubican en diferentes espacios y temporalidades.

En esta novela, publicada en Francia en 1977, ya Modiano se adelanta a procesos narrativos en el que el “yo” es parte de la ficción, de lo autobiográfico y novelesco, de una mezcla que trasciende la realidad y crea nuevas maneras de contar. Los personajes, algunos ya muertos, recuperan sus viejas formas y voces, los trajes, las comidas y los vinos, el transporte, las angustias y usos de habitar, de vivir, de soñar y también de amar.

La paleta de Modiano es a veces impresionista. En otras situaciones, puede parecerse a trazos del expresionismo. De cualquier modo, hay en sus historias, como las del Libro de familia, dosis de realidad y de inventiva. Los paisajes literarios están bajo la niebla, o en una piscina, en un cuarto de hotel, en un cine, en la tensión que produce lo inesperado. Deja en sus pinturas, en su arte novelesco, buena parte a la imaginación del lector, que debe completar escenarios, sentimientos, direcciones, arquitecturas…

Me han gustado, tal vez por su grado de “incompletud”, de sugerencia, las historias modianescas. En Libro de familia, en el que el narrador es el mismo Patrick Modiano, podemos estar en un momento en Roma, y jugar a las cartas que, en Italia, se llaman los póker o barajas Modiano, muy populares; en otro instante, nos asomaremos a Túnez, o una Alejandría imaginada, y por supuesto nos moveremos, a veces en tren, otras en auto, también a pie, por paseos y calles parisinos.

Patrick Modiano

El Libro de familia se inicia con un nacimiento, el de la hija de Modiano (después hará una novela infantil sobre ella y otras niñas, Catherine) y culmina con la imagen de la niña cuando ya tiene un año. El comienzo tiene toda la fuerza en el registro civil, sobre todo de una niñita cuyo padre, y más aún, sus abuelos, por ser judíos, sufrieron distintas dificultades para obtener sus documentos de identidad, y aun para tener identidad cultural, en momentos históricos de persecuciones y ocupaciones.

En distintas creaciones del escritor francés aparecen los días de espanto de la Ocupación nazi en Francia, en especial en París. Están de variadas formas, a veces sutiles, a veces muy categóricos, los campos de concentración, las redadas policiales, las batidas. Desde sus primeras narraciones, como la Trilogía de la Ocupación, hasta la maravillosa (y dolorosa) Dora Bruder, el nazismo, el colaboracionismo y los intentos por sobrevivir de los perseguidos, están en la temática del narrador que, según Henri Astier, del Suplemento Literario The Times, “es un tesoro nacional de Francia desde hace décadas”.

Libro de familia es una novela que, además, contiene aspectos de las técnicas del thriller, en una sucesión de peripecias con personajes que llegan a la memoria del narrador, y él los reconstruye, en ambientes en tonos sepias, en tonos grises, pero también con el colorido audaz del conocimiento que el autor tiene de calles, cafés, hoteles, viejos teatros y de un mundo que ya no es.

“¿En qué época conocí a Henri Marignan? Ah, pues aún no había cumplido los veinte años. Me acuerdo de él con frecuencia. A veces llega incluso a parecerme que fue en una de las múltiples encarnaciones de mi padre”, y así con otros personajes que aparecen en la obra, en distintas temporalidades y circunstancias. Y tal como desfilan las memorias de la madre de Modiano, una actriz cinematográfica que filmaba en Bélgica sus películas, o como las persecuciones que sufrió su padre de parte de colaboracionistas nazis, como D., “el personaje más repugnante del París de la Ocupación”, que vivía con un nombre falso en Ginebra y trabajaba en la radio. Había sido el responsable, entre 1940 y 1944, de miles de deportaciones. De ese sujeto, al que Modiano encuentra años después en Suiza, con otro nombre y con otras actividades, inclusive sexuales, hay en la novela un extraordinario y muy bien logrado episodio.

La lectura de Libro de familia nos lleva por distintas épocas y situaciones, por edificios de apartamentos, por casas y cuartos, que albergan una memoria, unos recuerdos, un tiempo que ya no es. No es gratuito el epígrafe de la obra, una frase de René Char: “Vivir es empeñarse en llegar hasta el remate de un recuerdo”. Es la reconstrucción de una época, de momentos que tienen que ver con el amor, el arte, la escritura, la música, el cine, y todo envuelto en una pesquisa constante, a veces detectivesca.

Lo autobiográfico está en esta y otras novelas de Modiano al servicio de las estructuras literarias, de los personajes, de unas puestas en escena que, con criterio y sugerencias dosificadas, crean un ambiente brumoso y del que no se puede escapar. Están los principios literarios del escritor que, a los diecisiete años, escribe “Las vidas de Harry Dressel”, misterioso cantante y actor que muere incinerado en un incendio en Egipto, como las peripecias del tío Álex, un “hombre de ninguna parte”, que quiere comprar un molino “con estilo y todas las comodidades” en un “pueblecito delicioso”.

En esta novela, mezcla extraña de elementos autobiográficos e invenciones literarias, hay fantasmagorías, climas sugestivos, una muchacha que ama al joven Modiano, pero se marcha con un magnate argentino, que le triplica la edad, y que hace exclamar al narrador: “Noté una impresión de vacío que me era familiar desde pequeño, desde que entendí que las personas y las cosas lo abandonan a uno o desaparecen algún día”. Se siente en la obra, en algunos tramos, una suerte de vacío existencial.

El tiempo va y viene. Hay marchas atrás y adelante. Es, en conjunto, y así se nota que lo quiso el autor, una construcción de un universo a la deriva, por momentos angustioso, por momentos con humor negro, que transita de un lado a otro, con descripciones sutiles, con musicalidad en las palabras y con tonos tristones en los que aparecen la infancia lejana y la madurez experimentada.

Hay en la novela un momento más o menos de desolación o de pena, cuando el autor, en octubre de 1973 (se está desarrollando la guerra de Yom Kipur), cree que, tras salir de una librería en la calle de Marivaux, sintió que algo en él se estaba acabando: “¿mi juventud?”, se pregunta. Y es en ese instante cuando el lector (bueno, según su edad y otras condiciones) puede interrogarse acerca de cuándo fue el momento crucial en que sintió en su vida que la juventud —la suya— era ya parte del pasado.

Leyendo el Libro de familia de pronto, en una especie de epifanía, me di cuenta por qué me gusta tanto caminar por la ciudad y observar las fachadas: porque algunas de ellas pueden tener la facultad de despertarle a uno algún recuerdo. Si, se andan las calles para buscar en ellas fragmentos de memoria, las huellas de lo que ya no es, aunque siga siendo. La imagen final de la novela es contundente, y está conectada con el principio de la obra.

(Escrita en Medellín cuando agosto ya soleaba 16-VIII-2022)

El enano y la manzana

(Crónica surrealista con René Magritte y una calle con guayacanes)

Por Reinaldo Spitaletta

La primera imagen que se me vino fue la del cuadro de Magritte, la del hombre del bombín negro, abrigo oscuro, camisa blanca y corbata roja, a quien una manzana verde con hojas le tapa el rostro. Desde el ventanal, el mismo que hace unas semanas se “defenestró” (historia que conté en otra nota*), la calle se me ofrece como un mundo con múltiples paisajes que van desde los carretilleros estrepitosos con frutas y verduras hasta la vista de una señora que, cada tanto, se para en la esquina, con sus formas aún voluptuosas a mirar cómo orina su perro.

Lo que estaba viendo era insólito. O así me lo pareció. Porque sobre la San Martín (así se llama mi calle, que es una carrera), en descenso, un enano pateaba con poca gracia una manzana. Esta curveaba, disminuía velocidad y otra vez el hombre la pateaba. No pude fotografiarlo. Creo que yo estaba anonadado no por la manera, un tanto torpe, del hombre para empujar la fruta sobre el asfalto, sino porque era rarísimo que lo que estaba pateando fuera una manzana roja, veteada, con algunos reflejos verdosos.

El enano, al que ya había visto en otras ocasiones, pero solo caminando hacia el Centro (en dirección norte-sur), parecía gozar persiguiendo con pasitos cortos y poco ágiles la manzana que a veces no tomaba una línea recta, sino que se iba desviando hacia la derecha, rumbo a un cordón de antejardín. Hizo un último esfuerzo por alcanzarla para cambiarle la dirección con su pie derecho, pero ya la manzana se estaba metiendo debajo de una van blanca, estacionada.

Me pareció que el enano (no sé por qué recordé un relato reciente que estuvimos discutiendo en una tertulia, El Jorobadito, de Roberto Arlt) hacía un esfuerzo supremo para no perderla. La manzana, como si quisiera esperarlo, disminuía velocidad, pero ya era imposible que el hombre la tuviera a su alcance y desapareció, al menos de mi vista, bajo el vehículo, que es parte de una flotilla de camionetas de una fábrica de arepas que hay en mi cuadra.

El enano continuó su caminata, lo vi descender con lentitud por un lado de otras camionetas parqueadas, bajo la sombra de un frondoso laurel y ya no supe más de su trayectoria. Me pregunté, de pronto, por qué estaría pateando una manzana, adónde la había encontrado, o si la había comprado más arriba a algún carretillero, ¿era una manzana podrida?, no dejaba de parecerme una visión extraña. El hombre iba vestido de ropa clara y en su andar no podía disimular cierta impericia.

No sé por qué la primera impresión haya sido la de ver, ya no sé si sobre la calle, o quizá colgando de un alto guayacán que está enfrente de mi ventana, el cuadro del pintor surrealista belga. El único elemento común era la manzana, pero aquella verde y cubriendo un rostro, y la callejera, que tenía toda la pinta de ser una manzana criolla. La obra de Magritte me parecía que flotaba bajo el sol del mediodía.

El enano tenía en su cara que parecía sonriente la certidumbre de que podía seguir pateando en un tramo más o menos largo la manzana que en todo caso daba la apariencia de no ser redonda del todo, y cuyo rodar era disforme, con saltitos, con aceleraciones y frenadas, además con tendencia a irse hacia un lado y no a mantener una línea más o menos recta para que su impulsador pudiera seguirla sin alteraciones, como las que de súbito se presentaron cuando la manzana “decidió” (eso me pareció luego) exiliarse de la vista tanto del pateador como de la mía.

¿Acaso como este enano sería el de Arlt?, pensé. De todos modos, el que iba por la San Martín no tenía joroba. Su cabeza era grande, mejor dicho, no guardaba proporción con el cuerpo. El hombre calzaba zapatos negros. Cosas que pasan. No había en la práctica ninguna conexión entre el hombre, la manzana, la calle, la ventana y el personaje siniestro del Jorobadito, a quien el narrador del cuento bautiza como Rigoletto. Tampoco, creo, existía una relación directa, proporcionada, entre la obra del belga y la figura del enano que pateaba una manzana.

Hace algún tiempo, desde el mismo ventanal, vi pasar a un hombre al que no podía verle el rostro, porque se lo cubría una copia (supongo) del cuadro “Horizontes”, de Francisco Antonio Cano. Subía por San Martín y me parecía que el personaje que señalaba las lejanías con su índice conducía también al hombre, que parecía intranquilo, según sus pasos un poco inseguros y con aire de desorientación.

Dentro de mi colección de imágenes vistas desde la vidriera tengo a un vendedor de globos multicolores, a otro con un palo pleno de algodón de azúcar, a Aurora, una señora de mucha edad tocada siempre con pañoleta, que va vendiendo “inciensos”, a una especie de pastor con túnica brillante que me recuerda los antiguos “apóstoles” de las procesiones bellanitas, a una banda de músicos venezolanos que se pararon al frente a interpretar La pollerá Colorá

Hasta hoy, la del enano con manzana a sus pies, es la más extraña. Había en su forma de patear una torpeza dolorosa. A su vez, creí que, por la complacencia en su cara, por una actitud sutil de desparpajo, estaba recordando alguna escena de su infancia… En ocasiones, la calle (o carrera) San Martín se llena de ensoñaciones y hay que ser un Magritte para pintarlas.    

(Escrito en Medellín florido, 14 de agosto de 2022)

*https://spitaletta.wordpress.com/2022/08/03/defenestracion-y-muerte-de-una-ventana/

Defenestración y muerte de una ventana

(Un incidente que pudo ser trágico y no pasó de un buen susto)

Por Reinaldo Spitaletta

La defenestración, una palabra que si bien no tiene un sonido amigable, si es fácil de recordar, me ha llamado la atención desde tiempos en que uno escuchaba, sobre todo en vísperas de fiestas de cumpleaños o de bodas, que los anfitriones iban a tirar la casa por la ventana. Uno se imaginaba entonces cómo saldrían volando tapetes y vajillas, cortinas y muebles, y todos los corotos, incluidos los invitados. Por supuesto, nada de estas trágicas presunciones acaecían y solo era una manera de expresar que ningún asistente olvidaría jamás tantas atenciones y lujos.

Salir volando por la ventana debe ser una sensación terrible, y más cuando se trata de un hecho involuntario. Da lo mismo si lo tiran a uno por la “finestra”, la “fenêtre” o por una “window”. Caerá lo mismo de fuerte, claro, según la altura, el empujón, la rabia de quien hace las veces de arrojador o defenestrador sin complejos.

Uno, en otros tiempos, más en ámbitos académicos, escuchaba historias sobre las defenestraciones de Praga. En ciertas películas había escenas de defenestraciones. Lo que no deja de ser extraño es que sea la misma ventana la que se precipite a la calle, y sobre un caso así es que voy a contar un breve y reciente suceso. Ya sabíamos, por ejemplo, que puede pasar que un balcón se lance al vacío, como pasa en un cuento de Felisberto Hernández.

Yo quiero creer que lo acaecido hace unos días en casa fue, más que porque un ventanal de vidrio estaba flojo, lo que quería era defenestrarse, probar cómo es lanzarse de un segundo piso, pero de esas casas antiguas, que cada piso parece doble, lo que significa que la altura era suficiente para que al caer no solo causara un enorme estropicio, sino que era posible descabezar al desgraciado transeúnte que, en ese mismo instante fatal, se encontrara en la acera, justo debajo del ventanal suicida.

La Mona y la mascota habían salido de compras en el barrio. Al rato, y mientras yo estaba leyendo una novela de Patrick Modiano, Libro de familia, escuché una voz que, desde la acera, me gritaba que bajara a ayudar porque algo le estaba pasando a la cerradura de la reja de entrada. Salí y ya la Mona había logrado abrir. La perrita (Dana es su nombre) subió las dos primeras escalas entre la reja y la puerta principal. Un ventarrón súbito cerró de golpe la puerta metálica. Sentí que, desde lo alto, tras un ruido insólito, había un desprendimiento.

El ventanal se vino abajo y pasó rozando a la Mona, que ya había subido una escala. Un ruido de espanto se sintió, en medio del desconcierto de la Mona. Yo apenas observaba el cuadro, sin entender todavía lo que estaba pasando. Apareció una vecina, Juliana, cara pálida, y preguntó qué era lo que sucedía. Le dije: “Una ventana se acaba de defenestrar”. La Mona palideció. La vecina no entendía lo que le estaba diciendo, aunque veía pedazos de vidrio por doquier.

Otro vecino, Camilo, se apareció. Recogió de la acera la infinidad de fragmentos. Pasó un reciclador y le dio dos mil pesos por el retorcido marco metálico. Luego, arriba, cubrió la enorme oquedad con un plástico negro (armado de la unión de varias bolsas de basura). La Mona seguía sin comprender qué era lo que había pasado. Dana abría la boca, mostraba la lengua y tenía un aspecto de interrogación.

“Volví a nacer”, dijo la Mona. “Habrá que celebrarte otra fecha de cumpleaños”, le dije. Después del inesperado estrépito, todo se quedó en un susto, en aprovechamiento para dejar más limpia de lo que estaba antes la acera y para llamar al vidriero. Llegó por la tarde (la ventana se había arrojado a eso de las once de la mañana). Era un hombre alto, delgado, de pocas palabras, de nombre Aníbal. Tomó las medidas. Se le entregó un “adelanto” de dinero y tres días después volvió, lo mismo de alto, pero aún más delgado, a poner el nuevo ventanal.

Hoy estamos estrenando vidriera. Sigo pensando que la otra, la que se desprendió con un cimbronazo de la puerta de abajo, estaba aburrida de tanto hollín de carros, de las griterías de los carretilleros, y seguro ya no le gustaban las visitas tempraneras de canarios, azulejos, sirirís y otras especies que buscaban cobijo en el “jazmín de noche” del antejardín, donde también hay un limonero y un arbusto de flores violetas llamado estrella de oriente.

Alguna vez, sobre esa misma ventana se chocó un pájaro, que cayó agonizante a la acera. No lo pudimos salvar. Pudo ser, por qué no, que la vidriera, años después de este suceso, se hubiera creado un complejo de culpa y decidió purgar la pena. De cualquier modo, esperó para desprenderse a que la Mona diera un paso salvador y así no romperle la crisma.

No había visto nunca una defenestración de esta índole: una ventana defenestrada. Se me pasó preguntarle a la vecina si había creído que estábamos “tirando la casa por la ventana”. Cuando tornó la tranquilidad, ya no retomé el libro de Modiano, sino otro, con cuentos caninos. Leí de inmediato uno de Julio Camba “Sobre los perros policía”.

Me he asomado a la ventana a ver la calle y se siente una fresca al estar estrenando vidriera.

(Escrito en el lluvioso Medellín, 2 de agosto de 2022)   

Aquellos baldíos de barrio

(Para recordar un tango que nos “hace llover” en los ojos)

Por Reinaldo Spitaletta

Solo puede ser un tango el que tenga esa poderosa capacidad de evocación, de reencuentros con un pasado remoto, en el que se combinan la nostalgia, que es una especie de dolor dulce por lo que ya no es, y el urbanismo incipiente. Puede ser dogmática la aseveración, pero no encuentro, así, de rapidez, otro género que nos conduzca, no solo con su música de riqueza armónica, su melodía de variados matices, sino con su poesía, a visitar lo que ya se ha ido. Me pasa, en esta ocasión, con un tango del músico y guitarrista Roberto Grela y letra de Víctor Lamanna: Viejo baldío, que también podría titularse “Baldío de barrio”.

Sucede, casi siempre, también pudiera ser de vez en cuando, que al escuchar un tango como el precitado, advienen imágenes de otros días, cuando aún la infancia transitaba despacio hacia otros estadios más angustiantes, como los de la adolescencia. Y no solo por un momento o edad vital, sino por los encuentros (que eran más que los desencuentros). Porque para uno, los alrededores del barrio, las zonas suburbanas, estaban repletos de mangas, que en Buenos Aires las llamaron baldíos (para nosotros un baldío también era una suerte de solar, pero, ante todo, un espacio sin dueño aparente).

En aquellas dimensiones, a veces tan enormes como un estadio, comprendimos que se repartían afectos y solidaridades, que se tejían sin saberse las telas y entretelas de la amistad, los primeros abrazos, los vuelos de la imaginación tras el cordel de la cometa. Y más que a las alturas alcanzadas por barriletes y papagayos, a las posibilidades infinitas de un balón sobre la grama, o sobre el tierrero, o quizá en esa especie de inmensidad, a veces junto a quebradas, a veces muy cerca de precipicios, que nos hacían dominar más la pelota para que no rodara hacia la nada.

El tango-canción tiene múltiples dimensiones, casi todas sentimentales, con estructuras poéticas, con presencias citadinas. Hay en muchos de ellos una arquitectura barrial, relaciones con la calle, la esquina, el bar, las alcantarillas, el cordón de la vereda y las lunas suburbanas. En este tango que tiene dos versiones maravillosas (al menos, las que a mí más me atraen y conmueven), la de Edmundo Rivero y la del Polaco Goyeneche, resuenan días idos, voces lejanas y hasta se presiente a un extinguido “farolito con su luz trasnochada”.

Aquellos baldíos de ayer, ya inexistentes, nos legaron imágenes imborrables. O quizá uno las modifica en el recuerdo, las embellece, las ve más amables y simpáticas. Tal vez, como se trata de una evocación, le damos lo mejor a ella, le quitamos cualquier posibilidad de fealdad, de marginalidad. Eran espacios entrañables para el fútbol, para el encuentro y el esparcimiento. Se nos instalaron en la memoria y forman parte del encanto, las ensoñaciones, que forjamos con “los amigos primeros”.

En Viejo baldío se revive el misterioso poder que, igual que en otra cauda de tangos, casi todos bien compuestos y mejor dichos o cantados como solo se canta en ese género, nos remueve el edificio sentimental, que rebuja fibras y a veces, o tal vez casi siempre, nos hace “piantar un lagrimón”. Este tango, lo que plantea y cuenta, lo que sugiere y relata, nos hace “llover” en los ojos: “y el alma vacía se aprieta en dolor, / envuelta en el humo de las horas viejas / que trae el encanto de la evocación”.

Aquellos baldíos, aquellos potreros, o mangas, o solares, o espacios que eran nuestros, aunque otros fueran sus dueños materiales, nos marcaron rutas, nos pusieron en contacto con los sueños, las aspiraciones, y hasta nos empujaron a crear romances de barrio, “de sedas y percal”. Eran un lugar en el que era posible el paraíso, otras maneras de la risa, de sentir que todos éramos integrantes de un mundo en el que la muerte no existía…

A esos lugares, hoy solo parte de una memoria, a veces borrosa, a veces nítida, solo se puede acceder por los caminos del recuerdo. Ya el nuevo urbanismo, las planeaciones o la falta de ellas, la expansión de la ciudad, los ha desaparecido. Y en este punto es cuando la canción, en este caso el tango (bueno, también hay expresiones bellas al respecto en otros géneros, ni más faltaba), nos impulsa a pintar de nuevo viejos paisajes, a sentir la fragilidad de la vida y a valorar el sentido del tiempo, de ese que no volverá (¿a qué volver?, se preguntará algún desolado cantor).

Cuando escucho este tango, tan triste como no sé cuántos otros, me paseo otra vez por las extensiones de la manga Elena, con vacas que nos veían jugar al fútbol, junto a la quebrada La García; o por las canchas peladas de tanto uso del barrio La Selva; o pateo una pelota que atraviesa las llanuras de Niquía, con garzas al vuelo… Y me pregunto por cuál calle de los recuerdos andarán los amigos de entonces (“purretes traviesos soñando volar”). “¿Qué se habrán hecho, dónde andarán?”, se pregunta otro gotán.

Viejo Baldío, como otros muchos tangos, tiene en su concepción, en sus planteamientos y desarrollo, una suerte de mecanismo contra el olvido, quizá a la manera de Agustín de Hipona: el olvido está dentro de la memoria. “Baldío de barrio… un cacho de vida / perdido a lo lejos allá en mi arrabal”. Tantas cosas olvidadas resucitan con la poesía y la música de tango. Y con este, que ya se ha refugiado en algún rincón del alma

(Escrito en Medellín, el 30 de julio de 2022)

Iconografías sacrosantas y una pesadilla

(Recuerdos de devociones, religiosidad popular y mujeres de cine)

Por Reinaldo Spitaletta

Hubo un tiempo de la niñez y la adolescencia cuando la religión y, más que todo, ciertas expresiones de la religiosidad popular estaban impresas en casi toda la vida cotidiana. En las salas de la mayoría de casas (lo supe porque casi todas permanecían de puertas abiertas) no faltaba la efigie afrancesada del Corazón de Jesús, sin rasgos judíos ni orientales, muy ario y europeizante. Los cuartos, al menos en las casas de amigos de barrio, también ornaban sus paredes con iconografías diversas, algunas más bien terroríficas, de santones y madonas.

Eran días en los que en las escuelas y colegios había que rezar oraciones insólitas a vírgenes de distintas advocaciones y cantar en mayo alabanzas a algunas de ellas, como las de Fátima, Lourdes y María Auxiliadora. Eran imágenes bonitas, que se ubicaban en el patio de recreo escolar, en algunos salones (en mi escuela, prevaleció una figura menos religiosa, aunque el hombre calvo y de bigote blanco que aparecía en un cuadro con marco de madera escribió Oración a Jesucristo), y en los corredores.

Entre los cuadritos de miedo que a mí me parecían extraídos de relatos de suspense y horror, estaban los de la Mano Poderosa, La muerte del justo y la del pecador, otros que representaban castigos infernales, y había uno con un pez enorme (no era la ballena de Jonás) que se tragaba a un canoero, y, según mi percepción, uno de los más terribles era el de la Virgen del Carmen, a cuyos pies ardían almas pecadoras junto a seres alados que parecían darles ánimos. Era una suerte de “educación” visual, en un clima en que se colaban, de vez en cuando, hermosas madonas renacentistas y pastores en campos resecos e infértiles.

En casa, que era la de menos iconografías en comparación con otras del b arrio, había paredes plenas de cuadros con figuras medievales, con santos de hacha en las manos, otros con ramos de olivo, algunos a caballo en tiempos de espadas y escudos, me parece que estaba santa Bárbara, a las que se invocaba en las tormentas para protección de rayos y centellas. Mamá, que tenía cierto gusto por madonas bizantinas y otras figuras del Renacimiento, nos hablaba de Miguel Ángel, Rafael Sanzio y Leonardo, sobre todo de este último por su revolucionaria Última cena.

Algunos de tales cuadros, ya dije, causaban aprensiones y era posible que, en la oscuridad, sufrieran metamorfosis de pesadilla. No faltaban, sobre repisas y escaparates, en esquineros y tocadores, imágenes de “bulto” (así les decían) de San Antonio de Padua, San José y otros canonizados y beatos, así como cristos atravesados por los dolores de la crucifixión.

Decía que a mamá, sin ser muy religiosa, al final de sus tiempos abrazó el escepticismo total, le gustaban esas decoraciones coloridas, con marcos a veces dorados, en los que cualquiera hubiera podido adquirir la vocación de santo o de milagrosa virginidad monjeril. Sin embargo, me pareció años después, que lo hacía era para espantarnos cualquier creencia en ídolos y divinidades de yeso, un modo bastante raro para alejar novenarios y adoraciones de seres que de alguna manera me parecían que eran parte de la fantasía y de un repertorio de leyendas.

Con el tiempo, esa imaginería casera se diluyó hasta desaparecer de nuestro paisaje doméstico. Entre tanto, papá, que no era creyente, tenía la virtud (otros dirán que defecto) de inventar historias de santos inesperados, como San Expedito. Hablaba de San Telmo y San Tiburcio, con historias que iba creando en la medida en que contaba. Casi siempre las relacionaba con aventuras caballerescas y con viajes marinos.

Para volver un poco al principio, eran aquellos días, de dominio eclesiástico en casi todos los ámbitos, los de las devociones. En las esquinas, además de conversar sobre fútbol, muchachas, marihuana, malevajes y otras situaciones de infancias y adolescencias, entre ellas las masturbaciones, se preguntaba si alguno era devoto, o cuál era su santo o virgen preferidos. Había, en todo caso, muchachos muy apegados a los rezos (en sus casas, sin falta, se entonaban rosarios y se pregonaba alguna novena), a usar escapularios y medallitas, y a guardar estampitas sacrosantas en sus bolsillos.

 Recuerdo que ganaba por mayoría la devoción a la Virgen del Carmen, que además aparecía en hábitos de muertos y en algunos santuarios callejeros. En partes de Bello, sin embargo, prevalecía la virgen de La Milagrosa. En el barrio El Paraíso se erigió un templo a la que después se erigiría como patrona de los conductores, entonces llamados choferes.

Una de las preguntas, utilizadas para “romper el hielo”, era la de la devoción por alguna entidad sagrada. “¿Vos de quién sos devoto?”, era un lugar común. Lo extraño era que, en mi caso, no había ninguna devoción, pese a todo el variopinto paisaje iconográfico en casa. El único cuadro que hubo del Corazón de Jesús, sufrió una muerte inesperada: por la ventana (hay que recordar que de día siempre estaban abiertas puertas y ventanas) de la sala penetró una piedra que se estrelló contra la imagen. Volvió añicos el vidrio. No supimos quién fue, pese a que mamá salió con rapidez a ver si veía al autor del atentado.

No lo mandó a enmarcar. Guardó la imagen que después desapareció sin saberse adónde fue a parar. Los otros cuadritos los fuimos olvidando, se invisibilizaron, porque ya el interés estaba puesto en álbumes, en cromos de colección, en afiches de cantantes, en carteles de cine y en las fotos de Raquel Welch, Sophia Loren, Marilyn Monroe y en un poster de Claudia Cardinale en la película Cien rifles.

Papá, que era un viajero a la gitana, de vez en cuando al desgaire nos dejaba en sus maletines números de Play Boy, revistas brasileñas (como O Cruzeiro) y algunas ediciones de periódicos sensacionalistas de otras partes. Y mamá, en un proceso del que no éramos muy conscientes, fue despojando las paredes de aquellas antiguas estampas de religión hasta que todo fue apenas un ingrediente simpático para los recuerdos.

Tal vez por esas domesticidades sacras, en un tiempo ya remoto, en la biblioteca de la Universidad de Antioquia me pasaba buenos ratos leyendo unos libros sobre historias de santos, que lindaban con la aventura, las transformaciones anímicas, las actitudes bandidescas, que después eran motivo de contrición, autoflagelaciones y arrepentimientos, y cosas así que pertenecen no solo a los mitos y leyendas, sino también a la historia de la religión.

El cuadro más aterrador que alguna vez hubo en casa fue el de la Mano Poderosa, con la cual varias veces tuve pesadillas y otros sueños intranquilos. Una mano que andaba por toda la casa, se subía a la cama y cuando ya estaba a punto de asfixiarme, me despertaba entre sudores y acelerados pálpitos. La exorcicé cuando leí un maravilloso (y espeluznante) cuento de Maupassant y, cuando en alguna mudanza, arrojamos a la basura el antipático cuadrito que a veces sangraba sin saberse por qué.

La infancia y adolescencia pasaron, y tras de ellas se esfumaron los cuadritos, estampas, estatuillas y otras figuras nada milagrosas, que nos dieron motivos para imaginar otros mundos e inframundos, y luego, tras exiliar tales iconografías, destinar las paredes de las piezas a imágenes más terrenales y excitantes.

(Escrito el 16 de julio de 2022, cuando en Medellín sonaban pitos de celebración a la virgen del Carmen)

Mariposas de Birkenau

Reinaldo Spitaletta

“Nunca vi otra mariposa”, no volaban por ese campo

Todos los niños dibujaban desconocidos adioses

La maestra de los ojos grandes y la imaginación mayor

Les sugería pintar, con los colores del alma, alas invisibles

Con ellas volaron los niños de ese campo con alambradas

Atravesaron el tiempo, dejaron atrás las esvásticas, mas no los sueños

Ella, la maestra de la Bauhaus, la de los ojos con sonrisas azules

Les enseñaba a los niños sobre los colores de la libertad

Los niños se fueron a otros campos, con sus lápices clandestinos

La maestra de octubre se bajó de un vagón, miró las nubes últimas

Un vuelo de mariposas atómicas cruzó el cielo del final

Ella, bocarriba, no percibió los aleteos de papel de los niños muertos

Sobre el campo de siniestras cercas voló una leve música de alas.

Friedl Dicker-Brandeis