Una enigmática reducción de pena

(Vista a una novela corta y autobiográfica de Patrick Modiano)

 

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Por Reinaldo Spitaletta

 

Hay escritores que escriben la misma novela toda su vida. Puede tratarse —quién sabe— de un misterioso llamado del inconsciente. O, por qué no, al encontrar su territorio particular, la geografía interior, la obra, aunque con títulos distintos, puede ser, en esencia, un repetido “tema con variaciones”. A veces, estas últimas, son muy pocas. Y suceden más en lo formal. Lo que no significa ni un fracaso de la imaginación ni una concesión facilista o autocomplaciente. Es un encuentro con sí mismo, con lo perdido y lo recuperado. Con la memoria y con la existencia. Una lucha contra el tiempo y sus inexorables mandatos.

 

Y en este punto ya es hora de ir nombrando a Patrick Modiano, un escritor que siempre está volviendo a su París natal, el extraviado en viejos mapas, el que no se perdió en las demoliciones ni en la tenebrosa amnesia. El de la Ocupación (que fue el París de sus padres), el de los cambios y las permanencias. A veces, se advierte en su obra una búsqueda de lo que se fue, con técnicas detectivescas y pesquisas de archivo. Otras veces, un desgranar de lo que la memoria alberga, pero que, por la fragilidad de la misma, tiene que ser documentada, materia en la cual es experto el autor de Dora Bruder. Hay, en sus creaciones literarias, una mezcla de historia y periodismo investigativo. Pero con el propósito de dejar premeditados vacíos, o alguna penumbra, cuando no una oscuridad total, o apenas unas sugerencias en su acervo narrativo.

 

En la novela corta Reducción de condena (en francés se llama Remise de peine), la infancia del escritor-narrador, torna a un París con insinuaciones que van desde los tiempos del doctor Guillotin hasta los días de Edith Piaf, cantante cercana a Hèléne y otros personajes como Roger Vincent. Con elementos autobiográficos, por no decir todo un universo de lo que le sucedió a los diez años al muchacho que, después, a los veinte, ya era un escritor con aspiraciones de alto vuelo, construye una obra fragmentada, con saltos temporales, y con una dosificada cantidad de palabras, suficientes para crear un mundo sugestivo, bosquejado con sutileza.

 

En esta obra, narrada por un muchacho, con recuerdos de un narrador ya veterano, ya no solo es París, o un cercano pueblo, sino un mundo que, para un chico, no es todavía muy comprensible. Está, sin aparecer sus carpas ni trapecios, el circo en el que trabajan algunas de las protectoras de ocasión del narrador, a veces Manazas, como le dicen, a veces el “imbécil feliz”, como lo llama una de las tres mujeres que los cuidan. ¿Y por qué? La mamá de los dos chicos se ha ido a una gira teatral y los ha dejado al amparo de Hélène, Annie y Mathilde.

 

El lector no sabrá jamás (lo puede conjeturar, imaginar) si, en efecto, las mujeres trabajan en un circo (del cual los chicos quieren hacer parte), en un cabaret, si se relacionan con gentes del bajo mundo, si pertenecen a alguna organización delictiva, en fin, porque así lo decidió el contador de la historia, el pelado al que expulsan del colegio Juana de Arco. Son dos muchachos que habitan más en un medio femenino, aunque suceda la aparición circunstancial de hombres, incluido un marqués. Las mujeres fungen de madres o hermanas o cuidadoras. Y van creando un espacio infantil pleno de incertidumbres y desconciertos.

 

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En la novelística de Modiano casi siempre se da la circunstancia de que haya alguien que esté buscando a otro alguien, de ir tras unos pasos, unas huellas, de saber dónde está o dónde se ha ido. Y se siente una atmósfera de abandono, de repetidas ausencias, de vacíos que tocan con lo existencial y con la sensación de pérdida. Y en sus narraciones, como en Reducción de condena, la infancia es una presencia-ausencia de altos quilates y con un peso específico fundamental. No faltan en muchos de sus libros los garajes, como una suerte de recuerdo ineludible de los primeros años del novelista.

 

“Cuando yo tenía seis o siete años vivía cerca de un barrio a las afueras de París, me cuidaba una mujer un poco extraña que me llevaba a un garaje, con unos coches que me impresionaron. Además, había un olor muy particular, una mezcla rara, un ambiente extraño en esos garajes y eso, ya digo que no sé por qué, me ha marcado. Yo me lo digo a veces: hay demasiados garajes en las novelas, pero no puedo evitarlo”. La confesión se la hizo Modiano al reportero Antonio Jiménez Barca, en una entrevista publicada por Babelia, suplemento del diario El País, de España.

 

Y en la obra que reseñamos, los garajes abundan y hacen parte de un entramado misterioso, en los que los carros, incluidos los “chocones” o de “choque”, como se les denomina en la traducción, tienen un poder simbólico que el lector debe desentrañar. En ese ir y volver, que es como un ritmo de olas marinas que se siente en la narración, nos encontramos con calles (como la insistente calle del Doctor Dordaine), distintos distritos parisinos, jardines, castillos y hojas muertas.

 

Es una novela en la que el sentido de la niñez se mezcla con las peripecias de los adultos, pero estos solo vistos por los ojos de un chico de diez años, que observa y siente, pero aún no alcanza a tener una cabal idea de qué se trata el universo complicado de los mayores. Y aunque el narrador es un muchacho lector (conoce a Verne, a Dumas, a James Fenimore Cooper), que ya el cine lo ha tocado con sus asombros y deslumbres, se queda a mitad de camino en muchos aspectos que tienen que ver con los adultos que tiene cerca. Él y su hermano son observadores, curiosos, caminantes, exploradores de jardines, pero siempre tendrán un enigma por resolver.

 

Es una escritura precisa, sin alardes, compacta, sin “literatura”.

 

¿Qué hacen en realidad las cuidanderas? ¿Quiénes son sus amigos? ¿Son parte de una pandilla? Con trazos precisos, con pinceladas firmes, el mundo en que nos quiere hacer entrar el novelista va quedando como un cuadro maestro, en el cual hay que concentrarse en sus tonalidades. Es una escritura precisa, sin alardes, compacta, sin “literatura”. Con saltos adelante y atrás. Con plano-secuencias y también con primeros y primerísimos planos, como los que se pueden apreciar en la fase final, con el policía de “los grandes ojos azules” y el hombre de la gabardina.

 

En un mundo de infancia, en el que la delgada línea que separa realidad y ficción no está muy marcada o es borrosa, y en el que todo es posible, todo puede acaecer, Modiano crea un narrador protagonista infantil, un chico de diez años, pero visto desde la perspectiva de un adulto que intenta dar interpretaciones a un tiempo que vivió entre gente grande que, de pronto, se ha ido, ha desaparecido. Se ha esfumado y entonces le corresponde a la memoria hacer una gestión de búsqueda y exploración en un tiempo que ya es parte de una vivencia.

 

Ah, al final de cuentas, el lector puede quedar como los policías que, por no interrogar a los niños, se pueden perder de muchas cosas. Es una novela para formularle preguntas y para interrogarse. Hay que abrir la imaginación a qué fue aquello tan horrible que pasó en la calle del Doctor Dordaine, donde habitaron dos muchachos por más de un año, dado que su madre estaba en gira por el norte de África y su padre, en Brazaville o en Bangui (aunque, antes, según se dice en la novela, se “había marchado a Colombia hacía varios meses con ánimo de descubrir unas tierras auríferas…”). Y a los que la policía no interrogó.

 

Modiano, en esta obra autobiográfica publicada en diciembre de 2008, vuelve por los laberintos de la memoria, la infancia, las calles y direcciones, los suspensos y la fragmentación. Con un epígrafe tomado de Un capítulo sobre sueños, de Robert Louis Stevenson, tal vez como exorcismo contra las pesadillas del pasado, esta novela, con acentos poéticos y manejos tremendos del claroscuro, es una joya literaria del escritor francés ganador del Nobel de Literatura en 2014.

 

Patrick Modiano. Reducción de condena. Editorial Pre-Textos. Traducción de Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar. 110 páginas.

 

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Patrick Modiano, escritor francés, nobel de literatura.

Variaciones sobre un reloj pintado

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Por Reinaldo  Spitaletta

 

1.

 

—¡Entrégueme el reloj!

—Pero si es un reloj pintado.

La primera voz, con un cuchillo, amenazaba a la segunda. ¡Entréguemelo y no se hable más!, agregó.

—No se lo entrego.

—¿Cómo que no?

—¡No! Este reloj me costó mucha imaginación.

—Este cuchillo, también. Y lo clavó en la muñeca pintada de la primera voz.

 

2.

 

No sé para qué necesitábamos medir el tiempo. Éramos muy niños. Escolares. Y aprovechábamos los lapiceros de tinta mojada (con los tinteros y las plumas con encabador, era imposible) para dibujarnos animalitos —como los de los caramelos ambulantes, gallinas, conejos, gatos, caballitos, que iban pegados en un palo, la dulzura en colores— en brazos, estómago, piernas y a veces en la cara.

 

El dibujo más usual, no sé por qué, era el de un reloj en la muñeca. Se sentía uno mayor, como un adulto de los que ya tenían en el tiempo una especie de presencia ineludible e implacable. Casi siempre era un reloj con solo dos punteros, el de los minutos y el de las horas. No había segundero. Un reloj elemental, apenas con líneas, sin profundidad de campo, sin tridimensionalidad. Y lucía bello en la muñeca, que uno miraba con orgullo, como si portara uno muy fino, de esos que —decían— llegaban desde Suiza.

 

No sé por qué los que me pintaba, siempre tenían una falla: se adelantaban. Quizá era porque quería salir rápido de la escuela para ir a perseguir las mariposas amarillas que una niña de la cuadra se dibujaba en los cachetes.

 

3.

 

Mi primer reloj fue el más bello que jamás haya visto. También el más doloroso. Lo dibujé en mi muñeca izquierda con una lapicera de tinta roja, con la que escribíamos los títulos en los cuadernos de escuela. Duró muy poco. No alcanzó a darme ninguna hora. El atroz pellizco de la profesora, agregado a un ladrido ensordecedor que salió de su bocota de vocales enfurecidas, me dejó atascado en un tiempo sin medida: “Te vas ya al baño a lavarte esos rayones tan feos. Eso es de indios”.

 

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Pintura de René Magritte

 

4.

 

El reloj que se pintó Rosita, una niña con manzanitas en las mejillas y cabellos amarillos, tenía una fantasía incorporada. Emitía un tictac muy musical. Por eso, la buscaba para apoyar mi cara de pregunta sobre su muñeca encantada. Qué agradable le sonaba el pulso a Rosita.

 

5.

 

El reloj pintado me apretaba. Le aflojé la pulsera. Lo miré con curiosidad al ver cómo aceleraban sus manecillas, como si el tiempo quisiera terminar rápido. Y, sí. De pronto, la niñez se fue. El reloj de tinta en la muñeca se paró para siempre.

 

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Onetti, cuatro perros y un cerdito

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Por Reinaldo Spitaletta

 

Puede ser un juego. Un juego literario. Un divertimento. Qué importa. La literatura está hecha para el pensamiento, la imaginación y las ensoñaciones. Hay cuatro doberman, un gato negro, grande y gordo, llamado Édgar, y un cerdito. Tres cuentos distintos y un mismo autor verdadero. Tienen en común varios aspectos: se trata del mismo autor, de su estilo, de sus obsesiones, de su visión frente al ser humano, ante lo oscuro del hombre, la otra cara. Hay licores y algunas miserias. Son tres cuentos distintos y un escritor como Juan Carlos Onetti.

 

El primer cuento, el más largo y denso, El perro tendrá su día, dedicado a Enrico Cicogna (“Para mi Maestro”), traduttore italiano, el mismo que vertió al idioma fundado por Dante, entre otros, a Cien años de soledad, y del creador de Santa María a Juntacadáveres, Para esta noche y La vida breve, está elaborado con el tejido onettiano, de alta densidad, sin concesiones al lector, con un dominio de ambientes, caracteres, situaciones y hasta diferenciaciones tremendas entre una suerte de gamonal, de terrateniente sin escrúpulos, frente a un inspector de policía que sabe todas las triquiñuelas del dueño, pero que, a su vez, se presta a la complicidad.

 

Con sutileza, se desliza el leitmotiv del relato, que radica en la alimentación de cuatro perros doberman, machos, a los que se les dejará de dar carne por unos días. Puede haber aquí, si se quiere, una rememoración lejana de La vendetta, de Maupassant. Pero este de Onetti es otra cosa. Hay un entramado urdido con hilos finos, o bordado con arte narrativo, con sugerencias e indicios, con una remembranza policíaca. Jeremías Petrus, el protagonista, prepara una celada. Hay una astucia y una premeditación, con las que se construye un edificio verbal deslumbrante, pero, al tiempo, una telaraña que encierra una venganza que se hará representar como un vulgar robo de gallinas.

 

La caracterización de este personaje comienza de afuera hacia adentro. De la superficie, de los vestuarios y otros ropajes, hasta penetrar en la psicología de un hombre que tiene poder, que manda, que hace lo que le viene en gana. Y que se cree dueño de los destinos de los demás. Sí, un terrateniente, con gustos refinados en champañas y otros licores y aperitivos. Uno que sacia sus ansias carnales con una especie de putica campechana, que sabe de poses y mentiras, y, además, es ducha en esconder “el hastío y el asco” ante un sujeto despreciable que solo tiene dinero.

 

En la narración, en la que se van dosificando ingredientes de un plato que tiene entradas y otros aditamentos, se advierte, de nuevo, la capacidad de Onetti para el manejo de tensiones, de suspensos, hechos a través de la insinuación, de apenas leves pinceladas. Hay toda una mentira bien montada, aunque no tanto. Porque la coartada es inteligente. El milico principal sabe desentrañarla, pero no puede ir más allá de dar a conocer que él sabe. El dueño lo rinde, con el rebenque incluido como una amenaza en potencia. Lo apabulla con su poder material.

 

«La ciega ansiedad de los hocicos…»

 

Y aparte de los cuatro doberman, ¿qué otro perro se desplaza por las palabras, los paisajes, el atrezzo, los escenarios? Petrus y Medina, el milico mayor, el comisario, sostendrán un encuentro en el que, cada uno, desplegará sus velas y sabrá que son viejos conocidos en sus mañas, en sus corrupciones, pero habrá uno que será el vencedor, o, al menos, en apariencia. Los doberman, “raza inteligente, muy refinados”, estarán, más que como una presencia necesaria en la ejecución de un hecho sangriento, como un símbolo. Sí, de la fuerza y de la inteligencia en la planeación de una celada mortal. Hay, como se estila en muchos relatos de Onetti, un final con sorpresas y hallazgos inesperados. Una venganza (tema onettiano) ante una infidelidad conyugal.

 

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Los otros dos cuentos, El gato y El cerdito, diminutos, intensos en su brevedad, tienen también a la mujer como un epicentro de discordia: en el primero, una joven, o, al menos una dama no tan vieja, la francesa Marie; en el segundo, una anciana con reumatismo, plena de ingenuidad y muy caritativa ella. En El gato, el matrimonio, como institución, como una suerte de obligatoriedad social, se pone en cuestión. En el último, se registra una crítica a lo que sería un asistencialismo doméstico, en la que un dulce, el de membrillo, es toda una amargura al final de cuentas. Dulce amargura, como en el tango, cuyo título es un oxímoron paradigmático.

 

Y si en el de los perros habrá champaña de abolengo como la Moët Chandon, o un aperitivo italiano, amargo y ácido, como el Campari, en el El gato, se podrá beber dry Martini y gintonic. Ah, y más allá de si El cerdito corresponde a un porcino real, o se trata de otra cosa, ahí no habrá licores y más bien los tres muchachitos serán parte de la marginalidad, de los olvidados, que son portadores del resentimiento.

 

En estos tres cuentos, hay dos asesinatos. Y uno es cometido por perros, en una propiedad privada, como si el muerto fuera un asaltante, un ladronzuelo de pacotilla. Con Onetti siempre hay que ir más allá de las apariencias. Su literatura, de hondo calado, está a la espera, con paciencia, sin afanes. Poderosa. El lector llegará al fin de cuentas y hará parte de ella. Esa es la gran trampa, la emboscada, de un extraordinario escritor.

 

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El gato, un cuento de Onetti, «con símbolos de horror, blancos, en su pecho».

La librería, un filme con sabor a té

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El solitario lector y la señora aristócrata del pueblo. Fotograma de La Librería.

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Por cualquier razón no pude verla en salas de cine. Y aproveché la prolongación de la Epifanía, la postergación, según nuestro calendario, de la fiesta de Reyes, para ver de modo doméstico La librería, después de una caminata por el atardecer gris de Medellín. Una historia de fines de los años cincuenta, en un pueblo costero inglés, conservador y con rastros de una aristocracia decadente que añora viejos tiempos y se opone a cualquier rayo de luz que pueda adulterar su dominio ancestral.

 

Un filme de la cineasta catalana Isabel Coixet, que adaptó el guion de la novela homónima de la escritora inglesa Penélope Fitzgerald. Muy adecuados los escenarios, las viejas mansiones, el pueblito con su mar, sus callejones, la llegada de una extraña mujer, viuda (perdió a su marido en la guerra y todavía escucha la voz del difunto en las cartas que él le enviaba), que tiene las aspiraciones poco ortodoxas de instalar una librería en aquel villorrio donde la señora Violet Gamart es la mandacallar, la que ejerce su dominio ancestral sobre los pobladores.

 

Hay una puesta en escena sin sobredosis ni barroquismos, sin chillidos ni exageraciones. La mujer que llega a Hardborough (así se llama el pueblo, pequeño y medio infernal, donde no faltarán los rumores, la chismografía, la especulación murmuradora), Florence Green, sabrá que no será fácil cumplir con su sueño de poner una librería en un lugar en el que, la mayoría, no lee y menos está interesada en comprar libros. Solo hay un gran lector, el señor Edmund Brundish, un solitario sobre quien los habitantes han inventado una historieta de enviudamiento, con una esposa que se ahogó mientras cruzaba la marisma cuando iba a buscar moras para hacer una tarta para su marido. Toda una creación melodramática de la imaginación popular.

 

Ah, y a propósito. Tiene la película una inyección de melodrama, aunque sin hipérboles. A la medida de una directora que, se nota, no buscaba arriesgar mucho ni meterse en honduras. El filme, que sí mantiene una elegancia visual en su discurrir, presenta aspectos que enamoran al espectador, como puede ser el conflicto que se armará entre la nueva habitante, una migrante con su carga de lecturas y libros, y la señora de la “high”, que busca montar, en el antiguo local donde Florence inaugurará la librería, un centro de artes y exposiciones.

 

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Florence Green, la librera.

 

Hay escenas atractivas, como las de la fiesta inicial en la mansión de la doña (la actriz Patricia Clarkson realiza una caracterización estupenda), en la que, en medio de distinguidos invitados, la librera chilla con su traje granate oscuro que le ha recomendado su costurera. Tanto es así que, el guasón del filme, Milo North, un tipo que trabaja en la BBC de Londres, interpretado por James Lance, le dice después de ofrecerle una copa, que de ese modo se visten las criadas en su día libre.

 

Hay una suerte de triángulo, conformado por la librera, su opositora y el señor lector, un hombre mayor, de refinados modales y mejor vestir. La tomada de té tiene una presencia clave en el filme, lo mismo que una bandeja con esmalte chino, propiedad de la librera y que será clave en buena parte de la trama. Se notan aspectos forzados, como la aparición de un sobrino de doña Violet, un joven político que ha hecho aprobar en Londres una ley sobre uso de caserones históricos, o como el trabajo que después desempeñará en la librería, cuando la niña que le ayuda a Florence, debe retirarse ante la conspirativa visita de un inspector laboral. Es un filme con múltiples obviedades en el guion.

 

Sin embargo, puede tener una intencionalidad, aunque no faltará en ello cierto aire de suficiencia: promover la lectura de ciertos libros. Rodada en Irlanda del Norte y Barcelona, la película puede motivar a los espectadores a leer (o, en ciertos casos, releer) a escritores como Ray Bradbury. Hay toda una conectividad de varias obras del autor estadounidense con el único lector del pueblo, que no lo conocía y se siente atraído por obras como Fahrenheit 451 y Crónicas marcianas, por ejemplo, que la librera le da a saber. “Quiero leer El vino del estío”, le pide el gentilhombre a la viuda Florence (muy bien caracterizada por Emily Mortimer). Entre ambos habrá una especie de platónico —y distanciado— enamoramiento.

 

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En una vieja e histórica casa del pueblo, está la librería.

 

Y el otro escritor es Vladimir Nabokov. Lolita tendrá un rol descollante en el desarrollo de la película. Se recuerda que esta novela, publicada por primera vez en Francia en 1955, tuvo proscripciones en varios países, entre ellos Inglaterra. De otro lado, para niños y jóvenes se impulsa la lectura de una novela, Huracán en Jamaica, de Richard Hughes, con aventuras de piratas, terremotos y peripecias marinas.

 

La librería tiene actuaciones decentes, escenarios bonitos y a una niña (que, en últimas, ya adulta, es la narradora de la historia, con voz  en off) que se convertirá en un personaje fundamental tanto en el interior de la librería como en el desenlace de la película. Y puede ser que, ese final, haya sido pensado para estimular el brote de algún lagrimón o lloriqueo. Bueno, digamos que se merece un sollozo en un cierre inesperado, pero que ya estaba insinuado a través de amarres o pistas sutiles.

 

En un grisáceo atardecer de enero en Medellín, el filme (con producción inglesa y española, un homenaje a la literatura y la lectura) me recordó una verdad inapelable y bella: “entre libros nadie puede sentirse solo”.

 

(07-01-2019)

 

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La dueña de la librería y la niña que le ayuda. Fotograma de La librería.

¿Cuándo se jodió Medellín?

(Panorámico recorrido por diversas violencias que han azotado la ciudad)

 

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El Pájaro, escultura de Fernando Botero, destruida en un atentado que dejó veinte muertos en el parque San Antonio, en 1995.

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

En Antioquia, la violencia, expresada de distintas formas (sutiles, algunas veces; disfrazadas, otras; y muy evidentes y descarnadas, casi siempre) se tornó parte de la cotidianidad y en una manera irracional de resolver conflictos, situaciones dispares, y quizá, por qué no, de conseguir dinero. Peligroso señor es Don Dinero, y quererlo mucho puede conducir a estropear convivencias y a salir del otro como se pueda, ojalá “borrándolo” del paisaje. Hay, sobre todo en Medellín, una violencia de vieja data que por momentos se amortigua, pero no cesa. Va y vuelve. Se agranda y se encoge ¿Por qué?

 

No tengo la respuesta. Hay que buscarla entre todos y es materia de estudio de distintas disciplinas. Con el reciente asesinato de un diseñador gráfico, Mauricio Ospina, en un negocio público de Laureles, cuando sicarios dispararon contra otros dos hombres y el joven Mauricio se erigió como “víctima inocente”, han tornado los análisis, las meditaciones, las reflexiones sobre la violencia en una ciudad que tiene dolorosos antecedentes, mucho antes de la irrupción nefasta de las mafias y los carteles de las drogas; mucho antes que emergiera, quizá como un subproducto de una cultura arribista y esnobista, tal vez con innúmeros complejos identitarios, el capo Pablo Escobar.

 

El antioqueño es disímil. No es igual el del nordeste al del suroeste. Y el de Urabá no es, ni de fundas, similar al del oriente. Hay muchos antioqueños. Y la historia ha dado, hasta ahora, buena cuenta del aserto. Desde antes de la Independencia, cuando dentro de los cánones del despotismo ilustrado, la Corona quería volver más rentables a sus colonias, el antioqueño, una rica mezcla todavía en formación, era visto como un perezoso, según la visión al respecto que tuvo el visitador Juan Antonio Mon y Velarde, el “regenerador”. A Antioquia la aniquiló la colonia. En cambio, a partir del siglo XIX, surgirá una región de prosperidades comerciales, auríferas, cafeteras y, en los albores del XX, se disparará el sector industrial.

 

El oidor español, que había establecido y organizado las tres rentas (aguardiente, degüello y tabaco), la emprendió contra la corrupción y el desgreño administrativo, propició agriculturas (como la del anís) y se avergonzó ante la ignorancia y atraso cultural de una notoria cauda de habitantes. Después, llegó la formación de un pueblo que, desde principios de la era republicana, tenía inmersas en cerebro e intestinos las discriminaciones sociales, con una élite que, muchas veces “blanqueada” por el oro y la compra de títulos nobiliarios y otras canonjías, promulgaba la imagen de que se trataba de una “raza”. Los discursos eugenésicos, que se prolongaron hasta bien transcurrido un tramo del siglo XX, proliferaron y hubo menosprecios para los más pobres, los humillados y ofendidos.

 

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Teatro Junín, símbolo de la vieja  Medellín.

 

El clasismo fue una de las características de los modelos económicos y sociales establecidos en Antioquia en el siglo XIX, una Antioquia que ya tenía celebridad por sus expansiones fronterizas desde la centuria anterior con los movimientos colonizadores. Y todo se estratificó. Así, el “buen tono”, la “urbanidad”, la “etiqueta”, el “chic” parisién, eran maneras de distinción de las clases altas y, con tales ejercicios, los de abajo, los peones, los artesanos, los negros, los indios, los despojados, eran solo mano de obra a la que había que controlar —y explotar— con distintos mecanismos.

 

De ese modo, con el oro, pero eso sí, sin sangres moras ni judías, porque había que limpiar toda traza impura que pudiera manchar el pasado católico, blanco, y menos con huellas indígenas o negroides, en Antioquia pelecharon diferenciaciones sociales, con brechas y abismos muy sórdidos y anchos. Los de arriba eran los impolutos, los elegidos, los llamados a mandar y a ejercer el poder. Los otros, tenían que obedecer. Eran los malolientes, los descastados, los que tenían mezclas raras y peligrosas. Así, hubo antioqueños muy distinguidos, de “buena familia” y otros, desheredados. Pudiera ser, entonces, que el oro, o, mejor, Don Dinero, pudiera igualar a los de abolengo con un paria en ascenso social (un emergente). Y el fenómeno aflorará, con todas sus implicaciones socioeconómicas y aun políticas, en los setentas y aún después, con la aparición de “don-nadies” elevados a la máxima potencia por los “milagros” del narcotráfico, el contrabando y otras trastadas. Las “carangas” resucitadas que llamaron.

 

La violencia, de vieja data, que estipulaba diferencias, que maltrataba a los sin fortuna, que eran en las guerras civiles los reclutados como carne de cañón (o de machete), fue estableciendo sus cotas. El modelo empresarial antioqueño, pensado y construido en las primeras décadas del XX, tuvo aliados en el Estado, la Iglesia, la educación confesional, las dietas literarias impuestas a los católicos (qué puede leer un católico, qué cine o teatro puede ver), la vigilancia a través de patronatos y otras instituciones, el control de las conductas mediante catequesis y también con las censuras (fue el tiempo de las juntas de censura), todo un enjambre, pero a su vez, un edificio complejo de manejos y dispositivos de poder.

 

Medellín ha sido centro de mafias, pistoleros, hampones diversos, corruptelas…

 

Digamos que todos estos enunciados han sido —y seguirán siendo— pábulo de investigaciones, tesis académicas, artículos de revistas indexadas, en fin, y que hay que escrutar para dar respuestas, o, al menos, alguna interpretación, a qué es esa vaina de la “antioqueñidad”; por qué una ciudad como Medellín ha sido centro de mafias, pistoleros, hampones diversos, corruptelas (como las que hubo, por ejemplo, en la construcción del Metro de Medellín) y sigue siendo un campo de cultivo de divisas conservaduristas y de “godarrias” dominantes y casi inamovibles.

 

A ese espejismo, aupado con ideas de progreso (aquí el progreso ha sido más que todo aquella ‘movención’ conectada con infraestructuras, chimeneas, métodos de producción, y poco o casi nada con la cultura, el pensamiento, la educación, las ciencias), a ese oropel de lo antioqueño como sinónimo de transformación, de riqueza, de pujanza y de haberse creído una “raza” superior, hay que sumarle lo que Fernando González, uno de los pensadores que ha desbrozado caminos en torno a la “antioqueñidad”, es que nos quedamos con el complejo del hideputa. Y, como bien lo mostrará el maestro Carrasquilla en homilías, relatos, crónicas, cuentos y novelas, en un “bovarismo”, en una identidad resquebrajada y más mirando hacia modelos extranjeros que a la construcción de una cultura propia. Estamos muy inflados. Más de la cuenta. Sobrevalorados.

 

Son múltiples factores: la geografía, las riquezas naturales, la transformación de materias primas, los mercados, la búsqueda de nuevos horizontes (como en el cuadro de Francisco Antonio Cano), los que nos han hecho creer que somos inequívocos, “superiores”, emprendedores a ultranza, únicos. Y a tal caracterización hay que sumarle mil variables más, que trascienden el “dicharacherismo”, los decires como “el antioqueño no se vara”, el amor cuasi enfermizo al dinero, el materialismo hirsuto y vulgar…

 

¿Y entonces la violencia? Con una especie de ruptura, o de corte histórico, que comienza a notarse a partir de la segunda mitad del siglo XX, a la que contribuirán la violencia liberal-conservadora en los campos colombianos, las nuevas migraciones, con desplazamientos obligatorios o forzados, distintas a las de los primeros años de la centuria, cuando los cantos de sirena de la industria convocaban a miles de trabajadores que marchaban del campo a la ciudad para emplearse en las fábricas, digo que desde esas calendas la ciudad se transmuta. Ya ni siquiera la planeación (planea el que tiene el poder) es posible. Los que llegan, como una turba, como una ola gigante tras una tormenta marítima, como un vendaval, se asientan primero a orillas del río (un río al que siempre la ciudad le ha dado la espalda) y luego ascienden por las laderas.

 

Y advienen nuevas discriminaciones. Nuevas violencias. Nuevos atropellos, como los de 1951, con una alcaldada que mandó a todas las putas, una legión casi infinita (en los cuarentas, Medellín, tan goda y rezandera, tenía autorizadas nueve zonas de tolerancia) al barrio Antioquia, en una arbitrariedad, cometida por Luis Peláez Restrepo (y auspiciada por dueños de empresas y otros potentados). Y hay entonces un corte en la ciudad. Que se va sintiendo —y resintiendo— en los sesentas y setentas, con las crisis industriales, con el desempleo, los cambios de renta de la tierra, los nuevos usos del suelo, la tugurización, en fin.

 

En esos años hay una ascendente sumatoria de violencias, de despojos, de segregaciones. Y después, con la aparición, en los sesentas, de varias guerrillas en el país, a las que se sumó, en los setenta, tras el desvergonzado fraude electoral de 1970, la del M-19, los discursos son otros. El narcotráfico emergerá, en un territorio abonado por pobrezas y otras miserias, como una suerte de huracán que removerá entejados y pondrá a tambalear la endeble edificación de esa “Antioquia grande”, tan cacareada por demagogos y otros politiqueros.

 

La violencia de los ochentas y noventas, con carro bombas, sicariato, masacres, a la que se le debe adicionar la expansión del paramilitarismo y las bandas criminales, metamorfoseará la ciudad y sus alrededores en una espantosa caldera del diablo. Se envilecerá el valor de la vida y aumentará el poder de Don Dinero, ese que es capaz de erigir al hampón en santo y al verdugo en sujeto de adoración. Aquella antigua consigna de “consiga dinero como sea, pero consiga, mijo”, pone en evidencia, muchos años después, las distancias exorbitantes entre las clases sociales. Y entonces, con pistolas, subametralladoras, explosivos, el lumpen gana posiciones y turbulentas trepadas en la “escala” social.

 

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Mauricio Ospina y la protesta por su asesinato.

 

¿Cuándo comenzó a joderse la ciudad? La pregunta, formulada en otras geografías, en otras circunstancias, como sucede en una novela de Vargas Llosa, puede tener respuesta en la conformación de lo que ha sido Antioquia. En la historia. En la antropología. En las viejas literaturas. En los archivos. Quizá se inició el desbarranque cuando las élites, tan presumidas, tan todopoderosas, iniciaron sus humillaciones y desprecios hacia los “carenciados”. Como haya sido, hoy, en una ciudad que en 2018 tuvo más de 600 homicidios, incluido el del creativo joven, muerto en una incursión de sicarios en el barrio Laureles, los problemas sociales son graves y la inequidad es un cáncer o una gangrena que todo lo carcome.

 

Y a la par de los mejoramientos infraestructurales, o, más bien, como prioridad de una ciudad, deben estar en primer plano todos los rubros relacionados con la cultura, la educación, el trabajo productivo, la investigación científica, la creatividad, la sensibilización en artes, el impulso a los saberes y a la convivencia pacífica. No se necesitan tantas demagogias y visajes de los mandamases. No se requieren cosméticas y otros maquillajes oficiales. No más engañifas del poder. Hay que iniciar una transformación de fondo en las “superestructuras”, en las mentalidades. Empresa colosal e inaplazable.

 

La muerte (y otras muertes) de un joven talentoso y pacífico no puede ser en vano; tiene que servir para que prosigamos con una reflexión, permanente y crítica, en torno a la ciudad, sus desventuras, sus desquiciadas formas de resolución de conflictos y para ir construyendo un mundo en el que las palabras y los argumentos, la razón y el pensamiento, sean parte de la cotidianidad y de la discusión en torno a las diferencias, y a la búsqueda de acuerdos y desacuerdos civilizados.

 

(Enero 1º de 2019)

 

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La muerte de Pablo Escobar, pintura de Fernando Botero.