El niño que Carrasquilla lleva adentro

Por Reinaldo Spitaletta

El maestro Tomás Carrasquilla, el mismo que empelotó la denominada antioqueñidad, que mostró los vicios y virtudes de un pueblo que en muchos casos ha sufrido de complejo de superioridad y que ha tenido como rasgos clave de su identidad la simulación y el arribismo, es un escritor cuya obra, como lo dijera Unamuno,  “sabe a lugar, sabe a tiempo y sabe a humanidad”.

Tal vez, sus novelas y cuentos, sus crónicas y ensayos, su producción diversa, han servido más a historiadores que a literatos, porque es posible, a través de su lectura y análisis, desentrañar mentalidades y costumbres, que permiten radiografías sociales y de otras índoles, con base en el conocimiento de “archivos orales”, de la observación precisa y honda y de los saberes múltiples que el escritor vierte en su obra.

Carrasquilla, el primer escritor “profesional” que hubo en estos breñales antioqueños, aquel que desarrolló el poder de observación y de escucha, que con su bisturí de palabras y de conocimiento de la lengua, en sus vertientes de élites y del uso popular, pintó un amplio fresco de comportamientos, rituales, personalidades y paisajes. La memoria y el territorio son transversales en su obra. Y es reconocida su maestría en la confección de personajes infantiles y de mujeres, como se puede apreciar en numerosas de sus creaciones.

Los niños y mujeres de este autor, que fue bohemio, sastre, minero y juez, se pasean por novelas y cuentos como Simón el mago, La marquesa de Yolombó, Grandeza, Ligia Cruz, Rogelio, El Zarco, San Antoñito, Blanca, El rifle y Entrañas de niño. Además, como alguien lo expresara, de ser el dueño de todos los tesoros de la lengua castellana, que recupera el habla popular, aparte de tradiciones, leyendas y consejas, su obra lo erige como un observador delicado y audaz, y en un historiador de las manifestaciones típicas del pueblo.

Y en este punto, quiero hablar (que Carrasquilla es, según Rafael Maya, el “creador de la novela hablada” en América) de su novela Entrañas de niño, un testamento de un viejo que torna a mediante el ejercicio de la memoria a sus tiempos de infancia, cuando aún no alcanzaba lo que la Iglesia denominaba “uso de razón” (en una mirada de los clérigos distinta a la de los ilustrados), en que desde el epígrafe el lector percibe que se topará con asuntos de la memoria, “combustible de tu hermana la inteligencia”.

Si el lector quisiera, por ejemplo, hacer inventarios botánicos (como puede pasar, digamos, en Grandeza) los podrá efectuar en este texto multifacético. Si alguien se propusiera una lectura para consagrarse solo a los elementos de la arquitectura, hallará en esta obra riquezas a granel. Y si se trazara como objetivo una búsqueda de cómo maneja el novelista vestuarios, ceremonias y rituales religiosos, oraciones y eucologios, los hallará como parte del caudal de riquezas culturales que en esta obra se depositan.

Entrañas de niño, que sucede en Santafé de Antioquia, que en la ficción toma el nombre de Santa Cruz de Badillo (“la ciudad de nuestros blasones antioqueños”), en tiempos en que la república todavía es joven y los rezagos coloniales perviven, da cuenta de aspectos que tocan con la esclavitud (también con su abolición), que se manifiesta en la criada Tula, con los modos de ser aristocráticos, con curas e iglesias, con semana santas, y con la presencia de un lenguaje pleno de giros musicales y palabras que tal vez ya son parte de lo que se ha ido.

En esta novela, en la que el lector puede hacer un viaje arqueológico por devocionarios y rosarios vespertinos y matutinos, se pueden encontrar rastros del antiquísimo padre Astete y de su obra, que al protagonista, el niño Paquito Santos, le daba la impresión de que todo lo que tuviera que ver con el catecismo de aquel jesuita español “le parecía feo y aburridor sobremanera”. Ah, y el mismo hipocorístico (Paco, Paquito) da idea de los tiempos de la novela. Hoy, en Antioquia y en el resto del país, a los Franciscos ya nadie les dice Paco, sino Pacho. Por lo demás, en el siglo XIX se volvió a poner en boga el nombre de Francisco, más que por un recuerdo del “único auténtico santo” que ha tenido la Iglesia, San Francisco de Asís, por San Francisco Javier, precursor en el siglo XVI de la Compañía de Jesús.

Un leitmotiv de la obra tiene que ver con el sentimiento de culpa, el que experimenta el muchachito, que posiciona como ejes de sus afectos a su madre, su abuela, su “niñera” Tula y, sobre todo, su perro Mentor. El haber torturado un sapo, una especie de pilatuna que durante muchos años se practicó entre los infantes que destrozaban batracios o mataban pájaros a caucherazos, mortifica a Paquito, sometido a castigos y penitencias por su acto de crueldad.

Paquito, un infante perturbado por la belleza (“más que la grandeza del poderío, me deslumbraba la de lo bello”), sufrirá los pesos y contrapesos de lo que la religión considera pecaminoso y estará pendiente, no sin sufrimientos, de llegar a la “mayoría de edad”, o, de otra manera, de alcanzar el “uso de razón”, que puede obtenerse, de acuerdo con cánones católicos, con la primera comunión.  Llegar a los nueve años y no poder estar en esa situación cumbre, mantiene en vilo anímico al muchacho.

Varias culpas maltratan y persiguen al chico, que ama por encima de todas las cosas a su abuela Vira, pero que tiene en su madre y en su perro, una suerte de paño de lágrimas. El escupir a Cándida, por ejemplo, lo asimila a lo que él cree son los judíos (que solo los conocía por la Semana Santa), seres que escupen a otros. Hay que recordar en este punto, que durante años en Antioquia (quizá en otras regiones también) se consideraba judíos a los que mataron al Cristo, y se confundía a los soldados romanos con los practicantes del judaísmo (¿antisemitismo antioqueño?).

Entrañas de niño es un recorrido de fascinación por tierras cálidas, por olores a frutales, por tamarindos y ciruelos, por tormentas en las que hay que quemar ramo bendito para conjurarlas. En algunos apartados, es un reencuentro con aspectos del Quijote, con la Inquisición, con la quema de libros. Se van a pique libros del abuelo cubano de Paquito, como Apuntes romanos, Las ruinas de Palmira, El conde de Montecristo, El Judío Errante, y lo que tenían que ver con Voltaire y su espíritu revolucionario.

También la lectura de esta novela, llena de matices y de conocimiento del alma infantil, puede ser un reencuentro con palabras que poco se usan en la contemporaneidad, como “langaruto”, “sorombático” (“zurumbático”), “tuntuniento”, “tagarote”, parte de un tiempo en el que lo colonial se revolvía con ideas republicanas. Una novela que da cuenta de la “negridad” o de la presencia africana en la antigua capital de la provincia de Antioquia, en la que “había más esclavos que amos, porque toda el África tiene allí representantes. Todo ese ébano lleva los apellidos coruscantes de sus antiguos dueños”.

El narrador, un viejo que se vuelve joven, mejor dicho, niño, mezcla con acierto los tiempos de la madurez con la infancia lejana. Se aleja y aproxima, según las necesidades del tejido literario. Es probable que Entrañas de niño posea elementos autobiográficos, lo que es dado, al mirar de Fernando González, solo a las “obras maestras”.

Hay tonos de letanía (‘Turris eburnea’), de contradanzas y de luz de luna. Una obra en la que se puede apreciar de nuevo el vuelo de Clavileño (que, como se sabe, nunca despegó) o la presencia de un caballo persa, en la que el novelista torna a mostrar sus dotes de narrador, de excelso manejador del diálogo, de su conocimiento tanto del pueblo como de la aristocracia. Entrañas de niño termina en una escena de dolores, en la que Paquito tiene ganas de que todos se mueran y de que se acabe el mundo. Entre tanto, ¿el perro Mentor dónde andará, dónde se habrá ido?

Amado y odiado centro de Medellín

(Crónica-ensayo con muchachas bonitas y hedores a orinal callejero)

 

 

Por Reinaldo Spitaletta

Todavía existía el parque Berrío y creo que el edificio del periódico El Correo, y había una cafetería en la esquina de Boyacá con Palacé, de nombre Pasapoga, y el mundo de la parroquia, antigua Villa de Medellín, era menos agitado en cuanto a tráfico vehicular, con poca gente, con algunos ladrones de calle, uno que otro asaltante de bancos y con feligreses (que no han faltado, aunque sí disminuido) entrando y saliendo de la blanca basílica de La Candelaria.

Alguna noche, como a las ocho, estaba cruzando Bolívar, sobre la calzada con sentido sur-norte, cuando un carro aceleró de súbito. Mi juventud y energía (y el instinto de conservación) permitieron un salto largo, que ni un atleta cubano de aquellos tiempos lo hubiera ejecutado y el vuelo me trasladó hasta el otro lado. El de la camioneta siguió como una exhalación y se quedó con las ganas de un atropellamiento. Tal vez era alguien que se creía dueño y señor del mundo. Quizá lo atravesaba alguna perversión. A lo mejor, solo quería divertirse y siguió raudo, muerto de la risa. Eran días en que todavía no estallaban carro-bombas, ni había pistoleros en las calles disparando sobre alguna víctima, ni jíbaros en las esquinas, ni tanta prostituta ni prostituto juntos.

Digo que todavía estaba completo el parque Berrío. El metro (cuya construcción ha sido la más cara del mundo) no lo había cercenado. No era aún una estación, que a eso se redujo la que fue la Plaza Mayor y perdió toda gracia. Pena sería decir ahora, como se solía: “yo nací en el parque de Berrío”. Qué tal. Hoy es un lugar sin identidad, variopinto sí, con un paisaje desordenado, sucio y en el que no falta el carterista, ni el “dedos rápidos” que con habilidad te sustraiga el Parker del bolsillo de la camisa.

En el llamado Perdón de La Candelaria, donde antes estuvo el bar Pilsen (el orinal más famoso de hace años en el parque Berrío), y las librerías América y Científica, y todavía pervivía el entejado donde arrojaron a fines de los sesenta partes del cuerpo despedazado de Ana Agudelo, ascensorista del edificio Fabricato, uno de los símbolos arquitectónicos de la burguesía paisa, no había entonces, como hoy, un mercado de pornografía, películas piratas y otras misceláneas.

La ciudad industrial de aquellos días, con chimeneas y obreros por doquier, con abundancia de cantinas y almacenes, y eso para no hablar de las cacharrerías, que somos negociantes y vendedores de baratijas, era el orgullo de la paisanada. Y por esas callejas, por la Plazuela Nutibara, impecable, con su cacique esculpido por el maestro Pedro Nel Gómez, era un lujo caminar, con la librería Continental en una esquina; el hotel más célebre de la historia del siglo XX, en otra; con el palacio de gobierno (hoy palacio de la cultura), una excentricidad de un arquitecto belga, en fin, que por ahí había mucha cosita atractiva, se andaba con sabrosura, es decir, con la cabeza en alto y sin sentirse perseguido o vigilado.

Y si se estaba por la Primero de Mayo, una diagonal que era una mezcla de edificios limpios, con un cine que tenía una pantalla para películas de setenta milímetros, y había un edificio cargado por dos Atlas que a uno le daban  agonías y cansancios ponerse a mirarlos, por ahí, que de noche era centro de serenateros y merenderos, con olor a buñuelos y empanadas, con aires de aguardiente, si se paseaba por allí, el ambiente era convocador.

El centro de la ciudad era, digamos hasta los setentas, o un poquito más acá, lo más atractivo de Medellín. Una primorosidad. Con cara de muchacha bonita, como lo calificó un cronista. Junín, calle-pasarela, alborozo de poetas de chaqueta roja y melenas revueltas, de futbolistas argentinos, de jugos de mandarina tomados por muchachas del Cefa y de La Presentación, con almacenes de caché y donde los ricachones tenían su club de exclusividades. Cuando tumbaron el teatro Junín y el Hotel Europa, y en su lugar la burguesía industrial erigió un edificio en forma de lanzadera, la calle de las elegancias perdió cartel. Ganó en altura, mas sufrió un desánimo, y se fue ulcerando. Pudriendo.

Una cosa muy distinta era caminar por La Playa, sobre la cubierta quebrada Santa Elena, cuando todavía había rastros de una que otra quinta de familias de la “high” o mejor de la “jai” (jai-jajai-jajai, se reía una vendedora de aguacates después), con ceibas y búcaros, con olores a pan fresco y sonidos de pianos y sonatas beethovenianas, con la vigilancia de los mismos bustos que todavía siguen ahí, impertérritos, de curas y próceres y bandidos de la Conquista, en fin, que una manera muy diferente era aquella a la de hoy, cuando hay hedores a meado, a mierda, a alcantarilla, y con un vaho infernal de exostos y otras tuberías.

Sí, claro. Se sabe que todo tiene que cambiar, pero hubiera sido mejor hacerlo con belleza, con historia, con preservaciones patrimoniales, con huellas de lo que hubo y corazonadas de lo que vendría, pero no así. Qué desencanto. El centro (ya no histórico sino símbolo de abandonos, de territorios disputados por delincuentes organizados, de decadencia y desamparo) se tornó como una tierra de nadie, de aquella que en la Primera Guerra Mundial era, en Europa, una sucursal del infierno. En la tierra de nadie se podía encontrar una bala, un enredarse en alambres de trinchera, un bayonetazo…, un cadáver.

Era un espectáculo escuchar los domingos a la matinal la Banda Sinfónica de la Universidad de Antioquia, cargar periódicos bajo el brazo, ver a don Mario recostado en la base de la estatua ecuestre de Bolívar fumándose un puro, observar cómo los cacorros se babeaban con los culos embluyinados de los adolescentes que iban a chupar cono a Helados San Francisco, y cómo una que otra lesbiana mimetizada se entraba a tomar café al Sayonara. Era emocionante ver las carteleras del teatro Lido y pasar de largo por las del Aladino, un cine depresivo (era para las sirvientas, según decía algún arribista) que quedaba contiguo a la mansión de un Echavarría.

Y no es que ahora no sea una atracción (a veces fatal) ver caminar los travestis, observar cómo se engolosina en las bancas algún amurado, escuchar las cantaletas y baboserías de los que dicen ser exégetas y hermeneutas bíblicos, pero es que lo que se respira es un ambiente decadentista. Tampoco es que antes fuera la gran maravilla, pero sí era posible ver desfiles de muchachas de colegio y de señoras elegantonas, que tal vez estaban tras la búsqueda de algún machucante o amante de ocasión.

Antes, claro, eran chéveres los cines, las heladerías, los almacenes de ropa fina, las milhojas de Maracaibo, las maneras cautas de entrar de los espectadores al cine Sinfonía (que sigue ahí, como si nada pasara), escuchar desde afuera un cantantico que imitaba a Leonardo Favio (que para algunos no cantaba, mugía) y caminar por los pasajes comerciales. O entrarse al teatro María Victoria, que un día se quemó. O ver vitrinas, que en otras ocasiones también se rompían al paso feroz y raudo de los estudiantes de la U. de A. en tiempos de gritos, manifestaciones y consignas en defensa de la educación popular.

Sí, digamos que era una bacanería pasearse por Palacé, entrar al Libia (el cine más exquisito de la ciudad, en Perú entre Palacé y Venezuela), hacer esnobismo en el bar giratorio, tomarse un whisky en alguna de las tabernas refinadas del sector, sentarse horas y horas en Versalles, a punta de tinto, sin que el dueño, un argentino pleno de simpatías, se molestara. Había cierto encanto en caminar por Bomboná y Pichincha y Ayacucho, darse una vuelta por El Palo, que era una calle solitaria en la que había una o dos panaderías de renombre, ir a los Martes del Paraninfo (sí, a escuchar a Sábato, Benedetti, Gonzalo Arango, Horacio Ferrer…) y entrar a El Cid, al Ópera, meterse un rato al bar Rigoletto, buscar en Sucre algún reservado para darle trabajo al dedo del corazón, o entrar al Odeón a ver por ejemplo Oliver Twist, un musical intrascendente que después hacía que muchos leyeran, motivados, la novela de Dickens.

Me parece que era una especie de aventura poder pegar en el muy ancho y alto muro de El Correo un dazibao sobre los cincuenta años de la masacre de las bananeras, que luego brigadas godas bombardearon con tinta azul. Y erigir en el parque Berrío una tribuna de altura inverosímil para conmemorar un Primero de Mayo. Era —como decían las señoras— rico ir al centro, porque si había uno que otro tipejo que les cortaba con navaja o cuchilla de afeitar la cartera, no predominaba el miedo.

El centro era un imán. Y otras cosas: las ganas de recorrerlo. La gracia de una vitrina organizada con gusto. Una posibilidad de sabores distintos. Una probabilidad del enamoramiento. El quedarse mediodía o más, en una librería, aunque no se comprara ningún libro. Ah, sí, claro, éramos parroquia, y todavía no había crecido el narcotráfico, ni se había reventado la industria, ni se habían marchado de ahí las empresas emblemáticas de los burgueses.

¿Por qué se deterioró el centro? ¿A qué se debe el estado de sitio permanente en el que vive y se ahoga? Diagnósticos a granel. Que las Convivir y otras bandas criminales se apoderaron de esa geografía fundamental de la ciudad. Que el burocratizado Estado municipal poco está interesado por la cultura, la historia, el patrimonio, y ha pactado (o convivido) con lo ilícito. Que hay una presión para rebajar el precio de la tierra, de las propiedades, de parte de mafias y otras estructuras delincuenciales, para luego engordar a urbanizadores y constructores de “edificios tuguriales”. Abundan las interpretaciones.

Sea cual sea la causa, que puede ser el neoliberalismo que quebró empresas nacionales, que abrió puertas al contrabando, que privatizó y ferió lo público, el centro es una “cueva de ladrones”, un eco de la inequidad y de los abusos del capital financiero, que ha llenado de pobrezas a los más pobres, y enriquecido a los que más tienen. Son múltiples las presiones contra esa parte clave de la urbe.

Sin embargo, con todas sus defecciones y despelotes, el centro sigue ejerciendo una especie de hipnosis, de irresistible atracción, como la de los cantos de las sirenas de Ulises. Su caos es una manera de lo inevitable, de aquello que hay que tener como una propiedad de todos, así sea por momentos repugnante o agresivo. Su ir y venir es parte de lo multitudinario, de los anonimatos proporcionados por la ciudad moderna. O tal vez, por la ciudad deshumanizada. Tal vez está hecho hoy para el afán, para que nadie se detenga y no mire atrás ni arriba. El cielo parece no ser parte del centro.

Quizá muchos no verán en la Oriental, una avenida sin identidad y sin casi ningún sentido de pertenencia colectiva, el hospedaje de loras de la tarde, que canturrean y gritan al principio y luego se posan para aquietarse en algunos árboles junto a los cruces con Caracas y Perú. Porque es la hora de los retornos. Y de las huidas. Ni observarán a ninguna hora la escultura de Ramírez Villamizar, o el mural de la clínica Soma, ni la fachada todavía sugerente y ancha de la Casa Barrientos. Tal vez a nadie le interese mirar el cordero pascual del frontis de la iglesia de San José o detenerse en la belleza que todavía conserva en sus arquitecturas la plazuela de San Ignacio.

El centro, al que le faltan zonas verdes, jardines, más árboles, más pájaros, menos “carramenta”, y reducir sus niveles de contaminación, es la manera de ser de la ciudad. El espíritu de lo urbano, el ethos citadino, se lo otorga esta sección de una Medellín que no es más que una revoltura de carencias, desafueros y privilegios minoritarios. Cuando en la periferia, o en la mayoría de esta, haya altos modos de vivir, sin atropellos a la dignidad, cuando el progreso sea para todos, entonces el centro se transformará.

El centro nos transmite nuestras maneras de ser como polis, como conglomerado social, como habitantes de una villa, que muestra numerosas miserias y maquillajes. ¿De quién es el centro? ¿Quién lo domina, quién ejerce el poder en su territorio? No es que antes fuera una arcadia, pero había más sentido del otro, de los otros, de lo colectivo. De arribar, los de afuera, a un lugar que ofrecía ciertas estéticas, que iban desde los bultos de maíz y arroz en las tiendas de abarrotes, hasta las elegancias expuestas en los escaparates de avenida. Una mezcla milagrosa de proletarios y burgueses.

¿Cuándo se jodió el centro? ¿O siempre estuvo jodido y no nos habíamos enterado? Tal vez hubo otros embelesos, otras formas de la enajenación. Puede que haya pistas del desastre en las novelas de Carrasquilla, en las palabras de Fernando González, en las caricaturas de Rendón, en la revista de los Panidas, en alguna diatriba de Gonzalo Arango, en dos o tres obras de Fernando Vallejo. Y hasta en El Obrero Católico y en las mentiras de tantos periódicos con informaciones amañadas y tendenciosas. ¿Quizá todo sea una venganza (¿de quién?) contra las humillaciones, los paternalismos interesados, los discursos disimuladamente clasistas de las elites contra los desposeídos?

Bueno, por ahora, poca sociología hay en un caminante que observa fachadas descaecidas, el orgullo de algunas caras sonrientes porque ven pasar el nuevo tranvía, las pocas huellas que han quedado del trasegar de otras generaciones por la ciudad. Ahora, que estoy buscando un bazar de buhonerías para celulares por una esquina de Boyacá con Bolívar, memoro cuando en esta calle que el metro despedazó, que tenía un separador central, y en una esquina estaba el Banco de Londres y en la otra el edificio de Coltabaco, sí, en esta calle larga que recuerda el apellido del Libertador, al cruzarla una noche, un endemoniado vehículo quiso pasarme por encima. Cuando el chofer aceleró, mis reflejos me hicieron descubrir, tardíamente por lo demás, que yo hubiera podido ser un destacado atleta de salto largo.

Plazuela de San Ignacio, Medellín (fotografía tomada de internet)

Tangos para pintar el barrio

(Inventario de poesía de ladrillo en una esquina del recuerdo)

Por Reinaldo Spitaletta

La geografía del barrio, la que trasciende cualquier fórmula catastral y al planificador oficial, al burócrata y al cobrador de impuestos, está atiborrada de pequeñas cosas, como los ecos de una vieja serenata, la canción que una pianola de esquina repetía hasta el infinito para conquistar los afectos de una muchacha que se asomaba por una ventana y el balcón con geranios y materos colgantes.

El barrio posee una especie de metafísica, una invisible manía de arraigos y romances, y todo el que lo ha vivido se aferra sin remedio a su historia de ladrillo y entejados. Un barrio es un inventario de poesía que se lleva adentro, tal vez en el bolsillo; un interior de baldosas y paredes con iconografías diversas, el aroma de las doce del día o de las seis de la tarde, convocante y digestivo.

Es la acera de los pasos perdidos, de las antiguas maneras de ejercer la infancia con una pelotita de papel que se arrojaba por entre las supuestas canastas (en forma de escuadra) sostenedoras de cables eléctricos, y en la que se meaba el perro de doña Catalina y se sentaban los muchachos de la cuadra que querían crecer solo para poder entrar a aquel bar de músicas luminosas y cervezas conversadas.

El barrio, infancia de ciudad, maqueta de la urbe, conjunción de calles con encuentros imprevistos, tiene la insondable presencia de los años idos y de los que están por llegar. Hay en alguna parte de su mapa, una suerte de Aleph que “contiene todos los puntos del universo”, y tiene tantas dosis de eternidad como de fugacidades. Pasa la voz del vendedor de caramelos, los dulces izados en un palo multicolor, en el que se adivina la azucarada existencia de un niño. Y pasean con su timbre plateado, las campanitas heladas del vendedor de conos, y los anuncios de olvido de aquel lejano voceador de periódicos.

Es el paisaje a veces gris, a veces de cemento y paredes en obra negra, con el azaroso interrogante de quién podrá aparecer un día por aquella esquina redondeada, chaflán en el que alguna vez un muchacho se estrelló con su bicicleta de inicios callejeros, en ese paisaje, digo, se erige una manera de ser, un sentido de estar amarrado no solo a los recuerdos sino a lo que vendrá. El barrio es y no es al mismo tiempo: es niñez y ancianidad; es flor de un día y fachada de larga duración.

Su arquitectura, de calles alargadas, de estrecheces y anchuras, de encordados y postes, va más allá de lo académico. Porque en ella hay un trazo de cielo de cometas y un cordón de cemento que separa la acera (la vereda, para los del cono sur) y el asfalto de la avenida. Hay balcones que, como en un cuento de Felisberto Hernández, se pueden arrojar a media calle, desavenidos con su corazón y angustiados porque alguna piba dejó de amarlos. Suicidados. Estas convergencias de lo insólito y lo cotidiano, solo son posibles en una locación de casas, tiendas, garajes, antejardines, hojas de almendro y fiesta de bicicletas los domingos por la mañana.

El barrio, el tuyo, el mío, es aquel que se queda habitando en uno. No importa qué tan lejos de él te hayas marchado. Irá con vos, como en un poema de Kavafis. O, de otra manera más propicia al arrabal y a su alma, nunca podrás desprenderte de sus trazos ni de sus formas. Lo advirtió Aníbal Troilo, en su Nocturno a mi barrio: “¿Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio? ¿Cuándo? ¿Pero cuándo? ¡Sí siempre estoy llegando!”. Nadie puede irse de ahí, de esas encrucijadas y ataduras invisibles. Es un modo paradojal de volver sin haberse ido.

Y en este punto, cuando el barrio nos convoca con sus perfumes, con algún olor a naranjo en flor, o a francesinas de la tarde, de esas tardes casi siempre color malva, un rezongo de bandoneones nos dice que tal vez ninguna canción del mundo, ninguna (“No habrá ninguna igual, no habrá ninguna…”) ha cantado mejor y con más sentimiento al barrio, como lo ha hecho el tango. Se puede forjar una arquitectura de barrio con unos trozos de Sur o con aquellas hechuras poéticas de Eladia Blázquez, que nació “en un barrio donde el lujo fue un albur”.

El tango que no es solo puñales y expedientes judiciales, que no es solo canto de cabrones y cafishios, sino abundosas historias de amor (y desamor, claro), y, sobre todo, en su poética, en sus letras que andan por París, o por La Boca, o que pueden señalar hacia la estelar Cruz del Sur, o cantar las desdichas de una griseta o decirle a una mujer “amor de mi juventud que no se olvida / amor que llena de luz toda mi vida”, hay una variedad temática que recorre desde lo filosófico y existencial hasta la exaltación de un viejo organillo ambulante.

Y ahí, en esa mayoría de aciertos cantados (que no faltará desde luego algún esperpento) está la presencia ubicua del barrio, la de aquel al que se vuelve así no lo hayas dejado nunca. El barrio que “fue una planta de jazmín / la sombra de mi vieja en el jardín” (dice Eladia), es una manera de la infancia, de no olvidarla, de tenerla viva hasta en los momentos de la despedida final. Del epílogo.

Y, no podría ser de otra manera. Tal vez la más vieja narración que uno tiene memorizada, referida al barrio, es un tango de Gardel (que también tiene otros dedicados a la barriada): Melodía de arrabal. Hay en ese gotán imprescindible, para algunos ejercicio de un tiempo diluido, una constancia. Una certeza de lo vivido. “En tus muros con mi acero yo grabé nombres que quiero”; barrio de broncas y entreveros, donde la “paica Rita me dio su amor”, es una unificación de armonías callejeras y evocaciones lacrimosas.

Melodía de arrabal para varios de nosotros, que nacimos y crecimos en barrios (plateados por la luna y por el brillo de uno que otro cuchillo), es una suerte de himno de esquina, en la que siempre hubo un bar con traganíquel en el que había tipos que día y noche, noche y día, introducían monedas para escuchar esta pieza inevitable. Por eso será siempre una puesta en escena de aquel “beso prolongao que te da mi corazón”.

Y en la diversidad tanguera de calles y callejones, hay un tango metafísico como el que más, escrito por Homero Manzi y musicalizado por Troilo: Sur, de 1948, y que tiene versiones de alta calidad, entre ellas las del Polaco Goyeneche y Edmundo Rivero. “San Juan y Boedo antiguas y todo el cielo, / Pompeya y más allá la inundación, / tu melena de novia en el recuerdo / y tu nombre flotando (florando) en el adiós…”. No es solo un punto cardinal, no es solo una referencia geográfica, o un asunto de cartografía, sino una incursión al pasado con perfumes “de yuyos y de alfalfa” en la que, tras un recorrido sentimental por lugares que ya no son, que apenas se insinúan en una luz de almacén, se entera el sufriente recordador que “las calles y las lunas suburbanas, / y mi amor en tu ventana / todo ha muerto, ya lo sé…”.

El tango (“esa diablura”, que decía Borges), mezcla brava de pasión y pensamiento (lo recalcó Ferrer), ha cantado al barrio con hondura. Sin melcochas ni zalamerías. O acaso no hay una profundización en un tango ineludible como Barrio de tango, ¡huy, qué sensibilidad! (otra vez Troilo y Manzi, y de nuevo Pompeya, a la que no ha podido borrar ningún Vesubio). “Barrio de tango, luna y misterio, / calles lejanas, ¿cómo estarán? / Viejos amigos que hoy ni recuerdo / ¿qué se habrán hecho, dónde estarán?”, y entonces viene la recordación de los silbidos, un ritual antiguo de la ciudad, de Buenos Aires y Montevideo, que también inspiró tangos hermosos como ese que dice “una calle en Barracas al sud…”; y llega la patética imagen de una pálida vecina “que ya nunca salió a mirar el tren”.

Y el barrio se desenvuelve, se estira y se encoge en la tanguitud. Quedan impresas imágenes de sus significados, de lo que representa un farol, un ladrido de perros a la luna, un romance (sí, romance de barrio). El paredón, la tinta roja “en el gris del ayer”. Toda una coreografía, un fresco de situaciones urbanas y suburbanas. El corazón del arrabal. El barrio en sus distintas dimensiones, cantado por el tango. Por sus poetas. “¿Dónde estará mi arrabal? ¿Quién se robó mi niñez?”, como lo anuncia con cierta desesperanza el poema de Cátulo Castillo, que torna a mirar las veredas que pisó y a acordarse de aquellos malevos que ya no son.

La cancionística se va por la ciudad, y se topa, por ejemplo, con Almagro (“Almagro, Almagro de mi vida / tú fuiste el alma de mis sueños…”) hasta llegar a un viejo almacén, a aquel de un poema de Juanca Tavera, que Rivero lo dice con pasión: “Allí estás con las alas lastimadas de tiempo / tu destino de tangos, tu final de gorrión…”. Y después (sí, paredón y después…) recala en un Barrio reo, un “viejo barrio de mi ensueño / el de ranchitos iguales, / como a vos los vendavales, / a mí me azotó el dolor…”, dice el canto de Fugazot y Navarrine, interpretado por Gardel.

El tango se pasea por barrios fantasmas, por calles muertas, por entejados y caserones. Y le da vida a lo que ya la ha perdido, a punta de memorias, de trazar de nuevo un recorrido, un tour por los recuerdos. “Esquina porteña, este milonguero te ofrece su afecto más hondo y cordial”.

Y pinta, con sus armonías y palabras recuperadas, esas cosas de barrio, como estas, sobre un lienzo de nostalgias: “Esas cosas de barrio / una luna de sueño, / que alumbraba el picado / que habitaba el potrero. / La libreta del fiado, / la piel de un enebro, / y un zaguán que, olvidado, / le sobraban recuerdos”. La música es de Osvaldo Tarantino y la letra de Juanca Tavera.

El camino puede orientarnos hacia Puente Alsina y ya no habrá otro espacio que el de lo que se ha esfumado en la urbe, pero se queda (sobrevive) en las huellas de la educación sentimental, en la formación de memoria: “¿Dónde está mi barrio, mi cuna querida? / ¿Dónde la guarida, refugio de ayer? / Borró el asfaltado, de una manotada, / la vieja barriada que me vio nacer…”.

Y de pronto, la idea de progreso se opone a territorios pasados que van quedando en el olvido, o en viejos rincones de soledad. Casas que se van a pique, esquinas que desaparecen, referentes de viejas generaciones que se esfuman porque “llegó el motor y su roncar ordena y hay que salir”. El tango testimonia los cambios, porque vivir es cambiar, “¡dale paso al progreso que es fatal!”, y las mutaciones las puedes ver, como lo advierte Homero Expósito, en cualquier foto vieja.

Cualquiera que asuma un viaje por los barrios de tango, se podrá detener, no sin melancolía, en la última esquina, que podría ser aquella (en tiempo de vals) de “tus quince años y mis dieciséis”, y hacerle los funerales, como sucede en una composición de José Ogivieky y Alejandro Szwarcman (Réquiem para la última esquina):

Al pie de nuestra ausencia
verás la última esquina
mordiéndose en secreto
los golpes de impiedad,
y el último ladrillo
de nuestra desmemoria
sepultará la historia
de toda la ciudad.

Y tal vez en esta situación, en la que las cosas nacen y mueren, como los hombres, uno tal vez, en un gesto de solidaridad con sus recuerdos, vuelva a su viejo barrio, a aquel que sobrevive mientras vos no lo olvidés: “Barrio, rincón de mi alegría, / vengo a buscar la gloria / de mis lejanos días”. Y al final, pese a todo, verás que la luna es otra, que los perros de entonces, que se engolosinaban con ella, ya no están. No hay nadie, y ella no vuelve. Y como lo dice otro tango, no hay vuelta atrás, ya “gastamos las balas y el fusil” y nada regresa al ayer. Entonces, che, “tenés que seguir”. Y ya sabés: a veces, ¡ojo!, mirar atrás te puede convertir en una estatua de sal.

Lluvia en el barrio (tomada de internet)

Del portacomidas a las “cocas”

Por Reinaldo Spitaletta

El artefacto daba para la especulación, cuando, por la calle, veíamos pasar a alguien, generalmente una muchacha o una señora, con caminar cuidadoso y llevando en una mano bien agarrado el portacomidas. ¿Qué habrá ahí?, se preguntaba cualquiera que a distancia olfateaba el aire y movía la nariz como si fuera la de un conejo.

—Debe ser sancocho —anotaba alguno, mientras mantenía fija la vista más que en su portador en lo portado.

—No, me huele a seco con tajadas de plátano maduro y carne frita —apuntaba otra voz.

—Nada, no aciertan media, muchachos. Lleva mazamorra, fríjoles, chicharrón y ensalada de repollo y zanahoria.

—Vaya, pues, qué tremendo adivinador sos vos en cuanto a la ensalada, si esa es la única que saben hacer por aquí las señoras: puro repollo y zanahoria rallada. Qué falta de imaginación.

Eran días de obreros en bicicleta, de chimeneas y pitos de fábricas, de termos en las casas para los madrugadores, de gente que trabajaba en almacenes y otros comercios, en pequeños talleres de oficios diversos. Sí, era una cotidianidad con olores a algodón crudo, a carrileras calientes, a brea. Bello tenía tierra amarilla y sus calles todavía no estaban bien asfaltadas. Es más: muchas eran destapadas. Y en el paisaje del mediodía se veían atravesar por esas callejas a las damas de los portacomidas, casi siempre de peltre o de aluminio, muy limpios y brillantes.

A un lado de la agarradera, se encajaban los cubiertos. Creo que esas mujeres iban con orgullo a llevar el almuerzo a su marido, a su papá, a su hermano. El paisaje era, a veces, alterado en ese aspecto, por algunas bicicletas que en el cuadro tenían,  además del portacaramañolas, uno adecuado para el termo. Eran termos plateados y casi siempre eran trabajadores textileros los que los llevaban. Daban la impresión de consumir mucha energía. Y uno pensaba que trabajar en una fábrica era como una especie de esclavitud o de estar encarcelado por turnos.

El portacomidas hacía parte de lo común y corriente. No había por qué ponerse tan “mosca” cuando se observaba el paso de los que lo llevaban, pero los muchachos de entonces, “patos” de esquina y acera, éramos curiosos, dados al chismorreo y a la dulzura del no hacer nada. Y tal vez por eso, se  tornaba como una diversión el adivinar (en últimas nunca sabíamos qué iba adentro) qué viandas guardaba el utensilio. “Debe de ser pura aguapanela y arroz en masato”, decía alguno. “Y también tajadas de papa y arepa quemada”, se escuchaba conjeturar a otro.

No sé cuándo se perdió del paisaje urbano aquel pasar de gentes con portacomidas al mediodía. Y el mundo se volvió más veloz, tanto que parecía que ya nadie podía ir a almorzar a su casa, ni repetir el ritual diario del encuentro en una mesa de comedor, con conversa y otras amenidades. Los portacomidas, que eran un trasto de emergencia, ya habían roto ciertas rutinas domésticas y la hora del almuerzo ya no era tan familiar. Después fue peor.

En las oficinas olía a almuerzo al mediodía. Los trabajadores y hasta los ejecutivos llevaban, en vez de los clásicos portacomidas, las “cocas” o recipientes casi todos plásticos, con comida que más parecía una manera de los fiambres de paseos del ayer. La diferencia estaba en que éstos iban envueltos en hojas de biao o de plátano. Y las cocas se impusieron. Los ritmos del trabajo individualizaron al comensal. No era hora para intercambios, nada de dos horas para almorzar, que la productividad os espera, queridos autómatas, robots de la modernidad.

Y no solo en las oficinas y factorías la coca se volvió paisaje. También en las universidades, incluidas algunas de estratos de tacón alto. Aparecieron en pasillo y cocinetas los calentadores microondas, y a la hora del almuerzo, todo es una revoltura de olores a yuca y papa, a arroz y carne desmechada. Y los que no llevan la coca, entonces acuden a la hamburguesa y otras rapideces que ni siquiera se pueden degustar, ni menos socializar en una charla con el otro.

Los portacomidas eran tan usuales, que el imaginario popular bautizó un edificio central de Medellín, en la Plazuela Nutibara, como El Portacomidas, y ya nadie lo volvió a llamar por su nombre, mejor dicho, por sus apellidos: Álvarez Santamaría. Y así se quedó, con el apelativo. Un día le dije a un profesor que ya los pelados no entendían aquella palabra, porque, además, no conocieron el utensilio. Su cultura es la de la coca. Y entonces hizo la prueba. En un recorrido por la zona, les habló del edificio a sus estudiantes, y ninguno entendió el nombre (“¿Portacomidas? ¿Qué es eso?”).

En casa hubo un portacomidas, de cuatro puestos, más como una curiosidad que por necesidad. Casi nunca se utilizaba. Era blanco, de peltre, impecable siempre. Sin embargo, el desuso lo envejeció y terminó en algún rincón de olvidos, quizá añorando que pudiera alguien sacarlo a pasear. La única manera de sentir el contacto humano era cuando mamá lo limpiaba o lavaba, para desempolvarlo. Y a diferencia del trasto abandonado, el termo sí era una presencia con más conexiones. Hubo varios en distintos tiempos. Tamaño grande, con exteriores brillantes, pinturas luminosas y de colores fuertes. Uno de ellos, cuando su interior se desbarató (que por dentro eran de un plateado rutilante) terminó como guacharaca o güiro, y en diciembre nos hacía compañía en las tocatas de canciones tropicales, raspando sus ranuras y salientes con un tenedor.

Quizá esta crónica sobre los portacomidas se me ha ocurrido hoy, cuando iba caminando esta mañana por una calle del barrio La Toma (un barrio disminuido a su mínima expresión por el parque Bicentenario y el Museo de la Memoria, y por otros olvidos) y vi en una acera a un señor con una coca con comida. No era la hora del almuerzo, sino del desayuno. Y comprendí con pesar que también estos plásticos se apoderaron de lo que el pueblo llama “el primer golpe”. Y al recuerdo llegaron en sucesión de imágenes las señoras y las muchachas que, hace años, discurrían por las calles con un portacomidas de mediodía.

Llueven golondrinas en la tarde

Por Reinaldo Spitaletta

Los creía pájaros del atardecer, inventados por aquellos ocasos con arrebol, y que de pronto se detenían sobre los encordados eléctricos, para esperar que el sol se ocultara y después aquietarse en un sueño sin alas. Eso sucedía cuando yo era niño y ya escuchaba a mamá recitar un poema muy musical sobre aquellas aves oscuras, de vuelo rápido y que, para hacerse notar, chillaban en bandadas aéreas.

Me pareció desde entonces que en las golondrinas había una suerte de melancolía, aves tristonas, conectadas con el cambio del tiempo. “Va a llover”, se decía cuando el cielo se llenaba de ellas, en vuelos raudos, fugaces,  y más arriba, entre tanto, las nubes se ennegrecían a punta de presagios. El pronóstico más certero del avecinamiento de la lluvia, era, sin embargo, el del vuelo de los gallinazos. “Sí, va a llover”, volvía a pronunciarse y ya estábamos a punto de escuchar a las muchachas del barrio cantar en rondas aquello de “que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva…” (Otras decían “la virgen está en la cueva”). Golondrinas y goleros desaparecían con los cántaros celestiales. Cuando escampaba, esos avechuchos con su vuelo ensombrecido nos producían un verano de espejismo.

Tengo, no sé de dónde, tal vez de los pueblos de Urabá, imágenes de golondrinas a granel montadas en los postes y posadas en los cables. Y también, tal vez de aquellas casas en obra negra de los viejos barrios bellanitas, las oquedades de ladrillo que servían de hospedaje a estas maravillas que Gardel cantaba en la esquina de la memoria, en un bar con traganíquel y chorizos colgantes: “Golondrinas de un solo verano / con ansias constantes de cielos lejanos…”.

Y en este punto, torno a las golondrinas cantadas. Hace tiempos, cuando la juventud era un divino tesoro, escuchaba en la radio un dueto español que se refería a Galicia y contaba una historia de café: Anduriña, que no es otra cosa que una golondrina (en portugués: andorinha), se llamaba la canción y había cierta morriña en sus versos. Me quedaba un vacío existencial cuando terminaba la balada (“Anduriña dónde estás…”). Pero quizá la más bella melodía sobre una golondrina (bueno, la de Gardel y Le Pera ya es un clásico) es la de una canción napolitana, de Vincenzo de Crescenzo: Rondine al nido, que tiene, entre tantas versiones, una destacadísima de Pavarotti, que después en decadencia también dejó alguna otra interpretación sublime.

Esa canción de la rondine (golondrina) italiana tiene una dosis de desazones y melancolía que uno no puede refrenar un lagrimón. Sabe a ausencias y a regresos. Las golondrinas se van y en alguien, en cualquiera, queda la esperanza de que volverán, y a lo mejor aterrizarán en una torre antigua. Ya lo advirtió Gustavo Adolfo Bécquer, cuyo poema mamá recitaba con tanto ánimo pero a su vez con doloroso desconsuelo, que a uno tras escucharla le quedaba una borra como la del café, en el fondo de la desesperanza: “pero aquellas que te amaron / esas no volverán”. Muchos años después, en Bogotá, escuché una versión cantada por  Nacha Guevara,  acompañada de Alberto Favero, que me hizo saltar “il cuore”.

Las oscuras golondrinas de aquellos atardeceres, o las atardecidas anduriñas de balcones y encordados que solíamos ver hace tiempos, no volverán, porque son parte de lo que ya no es; de horas que no tienen vuelta; de una migración sin vista atrás. Veranos y primaveras irrepetibles. “¿Cuándo seré como una golondrina / así podré dejar de estar en silencio?”, decía un poeta.

Golondrinas ennegrecidas y blancuzcas, a veces azuladas, que en otros días motivaron a zapateros de Medellín a manufacturar zapatos combinados, negriblancos, que los camajanes se calzaban para ser distintos y atractivos. Zapatos “golondrinos” los llamaban los usuarios, mientras con ellos tiraban paso en las cantinas con ritmos de la Sonora Matancera y uno que otro quiebre de tango de arrabal.

Tal vez la más surrealista golondrina sea la del loco de la balada de Ferrer y Piazzolla, que nos hace una invitación tremendista, casi suicida, a correr por las cornisas “con una golondrina en el motor”.

¿Cuántos mares atraviesa una golondrina? ¿Cuántos veranos dura, cuántos nidos construye? “Volverán las oscuras golondrinas / de tu balcón sus nidos a colgar”. Sin embargo, aquellas tan lejanas que sonreían con sus trinos ambulantes en una tarde de ocasos amarillos, que de paso nos veraneaban el alma, “esas no volverán”.

Golondrinas, pintura de Tony Soto (tomada de internet)

Romance para guitarra

Por Reinaldo Spitaletta

—Siempre que escucho esa pieza, me dan ganas de llorar.

Las palabras le salieron francas, con algún sollozo entrecortado. Yo seguí en mi tarea de transportarme a otras regiones del tiempo, mientras sonaba la guitarra de diez cuerdas de Narciso Yepes.

—¿Cómo es que se llama? —Me pareció que la voz venía de muy lejos.

Romance  —Le contesté con rapidez y cuando iba a sumarle otras informaciones, me devolví hasta los días de la primera juventud, cuando yo iba a estudiar con una guitarra al hombro hasta el Conservatorio de la Universidad de Antioquia. Las notas se me regaron por todo el cuerpo y sentí que caían por la silla y se desparramaban por los mosaicos.

—En mis tiempos, la llamábamos Romance Anónimo —hice la acotación. —Y a mí nunca me dieron ganas de llorar con esa pieza —agregué.

—Pero a mí siempre me pareció una composición triste —lo dijo con palabras a las que parecían rodarles lágrimas.

El guitarrista terminó su interpretación y se escucharon aplausos. Miré a la pantalla y el hombre, calvo y blanco, sonrió, recogió su escabel (dicen que tuvo alguno enchapado en oro y con piedras preciosas) y caminó hacia un lado del escenario hasta perderse de vista.

Al primero que le escuché el romance (debía llamarse romance para seis cuerdas) fue a Alberto Mesa, en Copacabana, en casa de otro guitarrero, el profesor Alfonso Hernández, que me enseñó los primeros acordes del instrumento. Alberto se paseaba por el diapasón con una agilidad y certeza, que uno se extasiaba ante la seguridad del saber.

“Tengo que aprendérmela”, me dije, mientras el instrumentista cerraba los ojos y acariciaba las cuerdas. Recordé que le pregunté el nombre de la composición, lleno de expectativas. “Romance Anónimo”, dijo, sin interés.

La pieza se me tornó obsesión. Después, le dije a don Alfonso que me la enseñara, pero él advirtió que había que estudiar música, que era mejor que la montara de una partitura. Su sonrisa bajo un bigote espeso me dio la impresión de que había una emboscada en alguna parte, pero que era imposible prevenirla. No había otro camino. Había que estudiar música y lo que el maestro me enseñaba no era suficiente.

“Metete al conservatorio”, señaló con cierta dureza. Y volvió a sonreír con desgano.

Presenté los exámenes al programa de guitarra y no pasé. El profesor Alberto Mesa revisó luego las pruebas y dijo que había un error en la calificación. Y entré al Conservatorio, más que todo con las ganas de montar con brillantez la pieza que ahora le hacía venir las lágrimas a mi compañera.

—Desde que era niña me hacía llorar esa pieza, y no sé si era que la ponían en la radio o papá de pronto la tendría grabada —dijo, cuando ya hacía rato se había terminado la versión de Yepes, que no estaba en la pantalla, porque ahí, precisamente, había una muchacha con una guitarra, en posición un poco vertical, que se dejó venir con los Valses Venezolanos 2 y 3, de Antonio Lauro.

—Huy, esos valses son preciosos —me dijo ella, con otro ánimo en la voz, sin tristezas guardadas.

—Sí, son una prueba para los guitarristas —Le contesté, sin mucha convicción. Y entonces volví al recuerdo. Cerca de cuatro años estudié en la U no solo guitarra, sino armonía, solfeo, gramática musical, apreciación musical, historia de la música… y la guitarra cada vez me sonaba mejor. Alguna vez, en un cubículo, cuando estaba ejercitándome con una composición de Francisco Tárrega, el profesor Roberto Fernández, que escuchaba tras la puerta, la abrió y me dijo: “Qué bello timbre tenés”. Ya había montado Romance Anónimo, que muchos consideraban para principiantes.

En todo caso, había cumplido con la elemental tarea que me había sugerido el maestro Hernández, que en su silla de ruedas siempre era un tipo que se veía enorme y cuando la guitarra estaba en su poder, era otra persona. Se transformaba. Creo que tampoco hice quedar mal a Alberto Mesa, que fue uno de los grandes guitarristas de estos lares, ni a mamá, que siempre que le tocaba Romance Anónimo, daba la impresión de estar en un trance de meditación trascendental.

Después de un tiempo, colgué la guitarra. Nunca más volví a tocar nada. Cosas de la vida, tal vez. No estaba hecho con la fibra suficiente para esas faenas sublimes. El abuelo Marcelino alcanzó a escucharme una noche, en su finca de Rionegro, y quedó perplejo (o eso creí) con el romance que ya yo le había tocado a varias muchachas de la cuadra.

Regalé las partituras, la guitarra, los libros de armonía, y enterré aquel mundo de fascinaciones y embelesos. El Romance Anónimo, sin embargo, se quedó impreso en la memoria. Nunca me pareció una obra triste. Ahora, en la pantalla, Segovia con sus manos regordetas toca Recuerdos de la Alhambra y no sé por qué se me hace un nudo en la garganta.

—Mona, traeme un café —Le digo a mi compañera, que parece estar muy lejos, tal vez acordándose de los días en que una romántica pieza para guitarra la hacía llorar sin saber por qué.

Una vieja calle con tranvía nuevo

(Crónica de los que pasaron y no supimos sus nombres)

 

Por Reinaldo Spitaletta

Las cosas duran más que los hombres. Parece una obviedad, pero, para el caso que quiero exponer, puede servir como referencia. Caminaba por el nuevo Ayacucho, una calle que, como una filosa navaja, parte en dos al barrio Buenos Aires, con sus polvorientos postes del tranvía, los arbustos y árboles recién sembrados (vi almendros, palmeras, guayacanes… todavía en miniatura) en los cuadritos de tierra, lo único que resalta dentro del enfático cemento, los metálicos semáforos, los rieles, el gris tedioso del concreto que agrede la vista, los avisos de nuevos locales… Es un mediodía de domingo, con cielo azul y sol contundente.

Algunas fachadas están en decadencia, con sus cornisas desvaídas, los portones podridos, la pátina de una vejez imparable que está a punto de venirse al piso. Ventanas con apariencia de estar cerradas desde hace años, su madera descaecida. Y como contraste, otras sin tanta alcurnia, relucientes de pintura nueva que parecen dar la bienvenida al tranvía, que muy pronto rodará por esta calle a la que no se le pueden hacer gambetas. No se deja eludir.

Así como vi hoteles donde antes había caserones, pasé por una papelería y miscelánea y el señor de otros días, tal vez su dueño, era el mismo (¿el mismo?), con barba más blanqueada y cabellos en retirada. Un local donde antes hubo un restaurante chino, y mucho antes una casa de patios y plusvalía de cuartos, es ahora un templo de cristianos que cantan a voz en grito, como desgañitándose. Lo que antes fue una heladería y luego un almacén de electrodomésticos, es ahora una fonda de bandeja paisa y más allá, junto a una peluquería de espejos empolvados, hay una venta de helados con nombre italiano.

Ascendí y después bajé por la calle cambiante de bazares y fantasmas. Ya no están los viejos cafés ni las barberías clásicas, reemplazados por tenderetes de variedades y cacharrerías. La iglesia, con sus torres neogóticas, me pareció más pequeña y su color verdoso oscuro se trastocó por un gris-mugre. En otros días, había en la calle olor a pan caliente y pollos a la brasa. Ahora, a metal y a cemento recalentado. Y en un momento, tal vez cuando pasé frente a la fachada en ruinas de una antigua casa, llegaron —como viajeros de buses intermunicipales en busca de orinal y alimento— las caras confusas de gente de hace años que nunca volví a ver, y de la cual ni siquiera recuerdo sus nombres, ni a qué se dedicaron, ni si ya murieron, o si las he visto no he expresado ninguna muestra de reconocimiento. Suele pasar.

Cuántos muchachos compañeros de aquellos salones de ventanales amplios y techos altos, con pizarras verde mate, olorosos a tizas, con mosaicos rojos y amarillos, jamás volví a ver. Nunca más sus fisonomías ni sus nombres retornaron a mi memoria ni fueron materia prima de ningún recuerdo. Solo sombras o paisajes muertos. Tal vez la nada. Quizá hubo alguno que se llamó Óscar, o Guillermo, o Álvaro, o Alejandro, o Ramón. De aquellos días de escuela, son pocos los que quedaron en algún recodo de la infancia. Casi todos se perdieron en la bruma de lo ido.

De algunos, por su nombre raro para la época, como Hildebrando, Raimundo, Sócrates, Aristóbulo, recuerdo alguna señal particular, o un color de piel, o quizá un tono de voz; muy poco el inventario como para evocar una personalidad, una manera de ser. Lo mismo, con condiscípulos del bachillerato, que en uno (y como puede ser lógico, o por lo menos posible, uno tampoco los marcó) no dejaron huellas. Los pasos perdidos. Los caminos bifurcados.

En los días de la educación sentimental, de los cines y las colecciones de cromos o “caramelos”, de las canciones de moda y los viajes a la luna, muchos pasaron junto a uno. Y así mismo se fueron. Se esfumaron. Quizá quedó el caminado de Olimpia Sánchez, o de Gabriela Flórez, o las ensoñaciones en la mirada de una muchacha que apodábamos Roberta y de la cual no supimos su verdadero nombre. Porque de tantos que nos topamos en esquinas, en aulas, en un examen de admisión, en una entrevista de trabajo, no permanecieron sus rastros, ni sus rostros. Nada.

Puede ser más fácil tener recuerdos de un árbol, por ejemplo de aquel piñón de fronda inverosímil, que en los atardeceres se poblaba de gallinazos; o de una ceiba-bonga que en febrero soltaba sus hojas y de a poco iba reverdeciendo, y en la que murieron no sé cuántas cometas; o de las porterías de hierro de una cancha de fútbol junto a una quebrada; o de las casas en obra negra que abundaban cuando el mundo era apenas una promesa. Hay cosas de barrio que perduran, como las puertas y timbres que tocábamos y las carreras de la fuga; las aceras con patanes perniciosos sentados narrando historias; el primer balón que tuvimos en la cuadra. Y así hasta el infinito.

Los que sí se quedaron para siempre fueron los patoteros sentimentales, los que compartimos futbol y juegos de calle, los que salíamos a apostar cuál era el que tenía más dotes de Casanova o de don Juan. Pero son tantos los que pasaron y se los tragó la oscuridad. Qué fue de aquella muchacha morena, piernas largas, ojos brillosos que nos quitaba el aliento en las clases de mecanografía y técnicas de oficina en un instituto también desaparecido. Y qué de aquellos de pronunciación perfecta con los que estudiamos inglés en una escuela central. Mejor dicho, como en aquellas españolerías clásicas: los infantes de Carrión y los de Aragón, ¿qué se fizieron?

Sí, puede ser que ciertas cosas duren más que los hombres y sus recuerdos. Por ahí, en algún lugar de las nostalgias, están los cuentitos de Saturnino Calleja, los trompos bailarines, las canicas de cristal, los yoyos sin cuerda, una cajita de música muda, pero no están los que fueron sus dueños.

Tanta gente que nos quedamos sin conocer, apenas imágenes fugaces, compañeros de viaje, espuma y nada más. Señoras de barrio a las que nunca saludamos, clientes de tiendas que ya no están (ni las tiendas tampoco), secretarias de escuela, celadores de esquina, carteros que eran parte de un paisaje callejero… Todos pasaron.

Como paso yo ahora por esta calle antigua pero renovada, que hace años también tuvo tranvía (se acabó en 1951) y guayacanes morados y amarillos, y que vivió tiempos de olores a frituras y grasas saturadas, y que ya no tiene a una muchacha que, asomada por la ventana, veía transcurrir la calle, mientras sonreía con tristeza. Ella ya pasó. El tranvía apenas está llegando.

Calle Ayacucho de Medellín, con el viejo tranvía, en 1924 (tomada de internet)