Por Reinaldo Spitaletta
N.B. Las viejas agendas, de hojas marchitas, siempre serán una posibilidad para revivir escrituras de ayer. Las notas sobre Roa Bastos las escribí en 1989. Aquí va una versión.
El verbo. La palabra. Creadores del mundo y de las cosas. Lo aseguran -no sin autoridad- Juan el evangelista y Filón de Alejandría. La palabra. Suprema deidad. En ese sentido, entre divino y hermético, maneja el logos (o lo manejaba) el escritor paraguayo Augusto Roa Bastos. La palabra como fiesta y celebración. Como ritual. Manantial que fluye a perpetuidad. Cambiante. En los universos literarios de este autor emparentado con el trueno la palabra no solo significa. Dice. Suena con música intrínseca. Melodía interior. Armonías que a veces hay que detectar con lecturas en voz alta (como puede pasar, por ejemplo, con Tres Tristes Tigres, de Cabrera Infante). Quizá estas sonoridades, hondas, con turbulencias por debajo, no se manifiestan en sus relatos. Pero son evidentes en su novela cumbre Yo el supremo.
Hay novelas, dice uno, que se escriben para las generaciones futuras. Obras hay que solo pueden ser leídas (con todo lo que el término encierra) por iniciados. Son creaciones destinadas a minorías, a élites. Creo que esta situación pasa con Gran Serton: veredas, de Joao Guimaraes Rosa, y con el Ulises de Joyce, y a lo mejor con El otoño del patriarca, de García Márquez. Esta suerte también le compete a Yo el supremo.
Alguna vez Robert Graves declaró que él era Claudio. No de otra forma, agregó, hubiese podido escribir sus dos libros sobre el emperador romano, cojo, cornudo y gago. Situación similar vivió Marguerite Yourcenar para crear sus Memorias de Adriano. Lo mismo le ocurrió a Roa Bastos. El dictador paraguayo de comienzos del siglo XIX, el doctor Gaspar Rodríguez de Francia, “reencarnó” en el novelista. Tal vez acerca del asunto hay una pista importante, extractada de la obra del guaraní: “si a toda costa se quiere hablar de alguien no solo tiene uno que ponerse en su lugar: tiene que ser ese alguien. Únicamente el semejante puede escribir sobre el semejante (página 31, Yo el supremo, editorial Oveja Negra -esta edición se descuadernaba con facilidad. Había que leer y botar las hojas-). Y más adelante, en el mismo libro, página 62, se dice: “escribir es despegar la palabra de uno mismo. Cargar esa palabra que se va despegando de uno con todo lo de uno hasta ser lo de otro”.
En Yo el supremo el protagonista, más que el doctor Francia, es el lenguaje. La palabra. Ese monólogo monumental en el que fluyen muchas voces, voces de la conciencia (también, en este caso, podría decirse monólogo dialogado), no es solo un fresco sobre la historia paraguaya de la primera mitad del XIX, sino, principalmente, un carnaval de palabras. De la palabra exacta. Rigurosa. Insinuante y provocadora. Musical. Palabra que se renueva: “¿qué agua del río tiene antigüedad?”. El Supremo es un creador verbal. “¡Vamos, con esta maldita costumbre mía de inventar o derivar palabras!”. Es el dictador culto, doctor en Derecho y Teología, que juega, hace malabares y acrobacias con el lenguaje: “No aceptemos la iniquidad de la inequidad”. “Poner el dedo en el dado, el dado en el dédalo. Sacar al país de su laberinto”.
Roa Basto (y en esto podría parecerse a Flaubert) estudia, lento, cada palabra, con minuciosidad. La destila. Una verdadera lección de responsabilidad al escribir, al crear. “Escribir no significa convertir lo real en palabras sino hacer que la palabra sea real”. Yo el supremo es, ante todo, una juerga del lenguaje. No solo puede ser la mejor novela latinoamericana sobre dictadores (lo cual es discutible), sino que es un portentoso edificio verbal, con cimientos fuertes y estructura antisísmica. No hay concesiones al lector. Este tiene que luchar con las palabras, o contra ellas. Y también con (o contra) la depurada técnica narrativa de Roa. Es una obra para leer despacio, no apta para impacientes. Para degustar sus armonías. Hay que sentir el paso del río caudaloso, cuya torrentosa corriente es invisible, porque subyace.
Durante el despotismo absoluto ejercido por Rodríguez de Francia, Paraguay llegó a ser el país más culto y desarrollado de América hispánica. Con la elaboración de Yo el supremo la literatura de esta parte de la tierra alcanzó cimas insospechadas. Roa Bastos, un hombre que probó las sales del exilio durante más de cuarenta años, no hubiera requerido escribir más obras. Con el supremo pasó a la historia, que en América Latina ha estado plena de tiranías y opresores y olvidos.
Para emplear un clisé (de los que Roa Bastos detestaba) Yo el supremo es una orgía del verbo. Es una obra en la que se siente la “sola-edad”, la edad de la decadencia. Y la “enferma-edad”, la vejez del tirano, de su autoritarismo y represión. Al leer esta novela es posible “sufrir de alegría”, y sentir que no se siente, y “escuchar el silencio tanto tiempo guardado”. En ese firmamento verbal brillan aquellos “fuegos helados” que son las estrellas (según los guaraníes). En el Supremo está la perpetua soledad de los dictadores. Y el verbo, principio y fin de todas las cosas. Yo el supremo se escribió para el futuro (es un decir). Lo que no sabe es cuando llegue dicho tiempo.