La orgía verbal de Yo el supremo

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Por Reinaldo Spitaletta

 

N.B. Las viejas agendas, de hojas marchitas, siempre serán una posibilidad para revivir escrituras de ayer. Las notas sobre Roa Bastos las escribí en 1989. Aquí va una versión.

El verbo. La palabra. Creadores del mundo y de las cosas. Lo aseguran -no sin autoridad- Juan el evangelista y Filón de Alejandría. La palabra. Suprema deidad. En ese sentido, entre divino y hermético, maneja el logos (o lo manejaba) el escritor paraguayo Augusto Roa Bastos. La palabra como fiesta y celebración. Como ritual. Manantial que fluye a perpetuidad. Cambiante. En los universos literarios de este autor emparentado con el trueno la palabra no solo significa. Dice. Suena con música intrínseca. Melodía interior. Armonías que a veces hay que detectar con lecturas en voz alta (como puede pasar, por ejemplo, con Tres Tristes Tigres, de Cabrera Infante). Quizá estas sonoridades, hondas, con turbulencias por debajo, no se manifiestan en sus relatos. Pero son evidentes en su novela cumbre Yo el supremo.

Hay novelas, dice uno, que se escriben para las generaciones futuras. Obras hay que solo pueden ser leídas (con todo lo que el término encierra) por iniciados. Son creaciones destinadas a minorías, a élites. Creo que esta situación pasa con Gran Serton: veredas, de Joao Guimaraes Rosa, y con el Ulises de Joyce, y a lo mejor con El otoño del patriarca, de García Márquez. Esta suerte también le compete a Yo el supremo.

Alguna vez Robert Graves declaró que él era Claudio. No de otra forma, agregó, hubiese podido escribir sus dos libros sobre el emperador romano, cojo, cornudo y gago. Situación similar vivió Marguerite Yourcenar para crear sus Memorias de Adriano. Lo mismo le ocurrió a Roa Bastos. El dictador paraguayo de comienzos del siglo XIX, el doctor Gaspar Rodríguez de Francia, “reencarnó” en el novelista. Tal vez acerca del asunto hay una pista importante, extractada de la obra del guaraní: “si a toda costa se quiere hablar de alguien no solo tiene uno que ponerse en su lugar: tiene que ser ese alguien. Únicamente el semejante puede escribir sobre el semejante (página 31, Yo el supremo, editorial Oveja Negra -esta edición se descuadernaba con facilidad. Había que leer y botar las hojas-). Y más adelante, en el mismo libro, página 62, se dice: “escribir es despegar la palabra de uno mismo. Cargar esa palabra que se va despegando de uno con todo lo de uno hasta ser lo de otro”.

En Yo el supremo el protagonista, más que el doctor Francia, es el lenguaje. La palabra. Ese monólogo monumental en el que fluyen muchas voces, voces de la conciencia (también, en este caso, podría decirse monólogo dialogado), no es solo un fresco sobre la historia paraguaya de la primera mitad del XIX, sino, principalmente, un carnaval de palabras. De la palabra exacta. Rigurosa. Insinuante y provocadora. Musical. Palabra que se renueva: “¿qué agua del río tiene antigüedad?”. El Supremo es un creador verbal. “¡Vamos, con esta maldita costumbre mía de inventar o derivar palabras!”. Es el dictador culto, doctor en Derecho y Teología, que juega, hace malabares y acrobacias con el lenguaje: “No aceptemos la iniquidad de la inequidad”. “Poner el dedo en el dado, el dado en el dédalo. Sacar al país de su laberinto”.

Roa Basto (y en esto podría parecerse a Flaubert) estudia, lento, cada palabra, con minuciosidad. La destila. Una verdadera lección de responsabilidad al escribir, al crear. “Escribir no significa convertir lo real en palabras sino hacer que la palabra sea real”. Yo el supremo es, ante todo, una juerga del lenguaje. No solo puede ser la mejor novela latinoamericana sobre dictadores (lo cual es discutible), sino que es un portentoso edificio verbal, con cimientos fuertes y estructura antisísmica. No hay concesiones al lector. Este tiene que luchar con las palabras, o contra ellas. Y también con (o contra) la depurada técnica narrativa de Roa. Es una obra para leer despacio, no apta para impacientes. Para degustar sus armonías. Hay que sentir el paso del río caudaloso, cuya torrentosa corriente es invisible, porque subyace.

Durante el despotismo absoluto ejercido por Rodríguez de Francia, Paraguay llegó a ser el país más culto y desarrollado de América hispánica. Con la elaboración de Yo el supremo la literatura de esta parte de la tierra alcanzó cimas insospechadas. Roa Bastos, un hombre que probó las sales del exilio durante más de cuarenta años, no hubiera requerido escribir más obras. Con el supremo pasó a la historia, que en América Latina ha estado plena de tiranías y opresores y olvidos.

Para emplear un clisé (de los que Roa Bastos detestaba) Yo el supremo es una orgía del verbo. Es una obra en la que se siente la “sola-edad”, la edad de la decadencia. Y la “enferma-edad”, la vejez del tirano, de su autoritarismo y represión. Al leer esta novela es posible “sufrir de alegría”, y sentir que no se siente, y “escuchar el silencio tanto tiempo guardado”. En ese firmamento verbal brillan aquellos “fuegos helados” que son las estrellas (según los guaraníes). En el Supremo está la perpetua soledad de los dictadores. Y el verbo, principio y fin de todas las cosas. Yo el supremo se escribió para el futuro (es un decir). Lo que no sabe es cuando llegue dicho tiempo.

El fantasma de Cortázar en un parque

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«En literatura no hay buenos temas y malos temas: solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema».

 

Por Reinaldo Spitaletta

Creo que de los pocos escritores que uno puede leer mientras sienta sus cansancios en la banca de un parque, es a Julio Cortázar. La afirmación, por supuesto, es arbitraria y carece de demostraciones matemáticas y, con mayor razón, literarias. El caso es que hay que seleccionar con precisión, aunque el azar también puede ayudar, cuál libro del autor argentino se va uno a llevar para esa parte de la ciudad que despide aromas vegetales (incluido el de la marihuana), es asilo de pájaros y de uno que otro loco, indigente o vago, y en la cual todavía existe la posibilidad de apreciar la autonomía de vuelo de las hojas secas y de alguna mariposa exiliada. De entrada, lo ideal es no cargarse a Rayuela. Exige mayor concentración. Y en esos lugares uno está predispuesto a extraviarse con facilidad. A perderse por los laberintos que forman las jardineras y las sombras de los árboles. Y, en ocasiones, a esfumarse con las últimas luces de la tarde (la luz malva de la tarde, diría “Julito”). Porque, dice uno, las mejores horas para estar en un parque son las próximas al ocaso. Tampoco debe uno hacerse acompañar por Los premios ni por 62 Modelo para armar. Y no me pregunten por qué. Lo más emocionante está en los relatos cortos.

Cualquiera muy avisado podría alegar que también, por ejemplo, Juan José Arreola y Augusto Monterroso son apropiados para leerlos en un parque. Otro podría aducir, con sobradas razones, que algunas brevedades de Rulfo y Borges son igualmente propicias para el efecto. Y la lista podría no tener fin. Lo que quiero exponer, sin abundar en palabras, es que uno puede descubrir todas las facetas de ese espacio público verde-gris, rectangular las más de las veces, si tiene consigo un texto corto cortazariano. Usted puede probarlo con esa suerte de atrocidad que es Cefalea. O con cualquier otro. Lo importante es no perder la pista de lo que pasa alrededor.

Y mientras se está en la deliciosa faena de inmiscuirse en el mundo fantástico del autor de El perseguidor, es indispensable, con determinada regularidad, levantar los ojos del libro y posar la mirada en las piernas de las colegialas. Siempre habrá una muchacha que pasa. Luego, si observa a su derecha (casi todos giran con frecuencia hacia ese lado), podrá ver como las hojas de un almendro o un laurel se transforman en extrañas golondrinas verdes. La ciencia, hasta donde sé, no ha podido explicar todavía esa ilusión óptica. La clave, sin embargo, está en uno de los relatos del cronopio mayor.

 

La geografía de un parque es insospechada

 

El experimento lo realicé, con estupendos resultados, hace algún tiempo en un parque de Medellín. No solo vi pájaros de colores insólitos, sino que el paisaje se me volvió más ancho. La geografía de un parque es insospechada. Mientras me hundía en la mortal exactitud de Los amigos, sentí cómo sobre mi cuello se deslizaba lo que resultó ser un gusanito. Al principio, creí que se trataba de una agresión inesperada, pero al cabo de unos segundos (tal vez varios minutos) supe que me estaba confundiendo con la naturaleza del lugar. Yo era un árbol, quizá un poco raro para el bicho. Y no hubo líos entre los dos. Después, terminada la lectura del relato mencionado, tuve la impresión de que el parque se alargaba con los pasos sensuales de una mujer que portaba un bolso negro y vestía una falda breve, que dejaba ver en ella más de lo que cubría. La seguí con la mirada hasta que su figura tomó la forma de una pared esquinera.

Creo, por otra parte, que un parque tiene más extensión de la que aparenta. A veces se torna horizonte. A veces, cielo. O vuelo de abejas. Mientras acariciaba con nerviosismo un libro de cortazarianos relatos, comprendí que un parque tiene sabores: sabe a yerba reseca y maltratada, y a manzanas verdes. También a flores muertas y a mango biche. Supe, o intuí, que tiene múltiples ojos, y que sus bancas poseen la increíble capacidad de conversar. En un parque hay canas que brillan con los últimos soles del día y gritos nuevos y contentos que corren uno tras otro, como caballitos de tiovivo.

Si uno lee Bestiario verá en ese parque hormigas y caracoles y un tigre. Y si lo desconcentra la brisa vespertina contra la cara, observará que hay tanta belleza alrededor, como nadie la imaginó. Creo que los parques se hicieron para leer relatos de Cortázar y para que los crepúsculos de la ciudad sean menos tristes.

Me gustó escribir sin darme cuenta

(Evocación de una Scheerezada criolla y otras influencias)

Por Reinaldo Spitaletta*

Se ha dicho, no sin cierta dosis de nostalgia, que la infancia es la patria de los poetas, de los lustrabotas y de los trapecistas. Aunque, en rigor y en general, lo es del hombre. Mi deseo de escribir pudo ser un asunto inconsciente, como resultado de la educación sentimental, en particular de la casa, que, de acuerdo con los latinos, es la única patria del ser humano. Digo la casa (el lar, el hogar, en fin) porque mis más remotos recuerdos tienen que ver con una señora que contaba historias. Cuentos en el cuarto, la cocina, el comedor, de día y de noche, porque, a lo mejor, en su soledad, no tenía con quién hablar y solo le quedaba recitar poesías larguísimas, relatar episodios de arrieros, aparecidos, jinetes sin cabeza, narraciones europeas adaptadas a su modo a un lenguaje antioqueño y contar sus sueños. Cuando no contaba, entonces cantaba. Eran canciones infantiles, unas; de escuela, otras; algún tango de Gardel, bambucos, fragmentos de arias, pasillos ecuatorianos y otra gama de canciones, muchas de las cuales jamás volví a escuchar.

De noche, me refería historias, quizá con el ánimo de dormirme, pero mientras más contaba, más quería yo que continuara. Y entonces se cansaba y decidía irse a acostar. Me dejaba con ganas de más. Por la mañana, antes del desayuno, nos reunía a mí y los demás hermanos a contarnos sueños. Creo que muchos de ellos los inventaba sobre lo marcha. Pero le quedaban bien. Nos ponía en suspenso y nos hacía olvidar las ganas de desayuno. Me parece que era una táctica para alimentarnos con palabras, porque en muchas ocasiones era precaria la mesa. Después, a esa señora rubia y robusta, la reemplazó la profesora de primero de primaria, doña Rosa, que nos narraba cuentos de Perrault y de los Hermanos Grimm (según supe después), además del Tío Conejo, el Hojarasquín del monte y de piratas y filibusteros. Además, de todos los fabulistas que en el mundo habían sido. Era una mujer de dulce voz, que además cantaba muy bien. Un día, cuando ya en la escuela sabíamos de masturbaciones y jugábamos a los gladiadores y a la guerra en los recreos, hubo un profesor que nos habló del Manifiesto Comunista y la Doctrina Social Católica, una mezcla imposible, pero que nos hizo buscar nuevas historias. En quinto de primaria, don Álvaro Sánchez, nos hacía aprender poemas de memoria y nos leía escritos de Azorín. No recuerdo haber escrito una sola línea entonces.

El caso es que, cuando ya la adolescencia era una promesa, por lo del vello púbico y otras transformaciones corporales, un muchacho del barrio me prestó Las mil y una noches, en dos tomos gordos. No sé si era la traducción de Blasco Ibáñez. Me los devoré en poco tiempo, y descubrí que muchas historias que nos contaba la señora mona, que, claro, era mi mamá, habían sido extraídas de esos relatos. Y ahí supe que en casa habíamos tenido, sin enterarnos, una suerte de Scheerezada paisa.

Mi padre, que era un lector de interés, una vez apareció con un regalo: el Ivanhoe, de Walter Scott, con ilustraciones. Y entonces me interesé por torneos y cruzados. Además, él llevaba a casa libros de Vargas Vila. Y nos advertía: “Estos libros están prohibidos. Ustedes no pueden leerlos”, pero los dejaba en un escaparate sin llave, como una provocación. Ahí supe de Flor de Fango, el Ibis, Césares de la decadencia y Aura o las Violetas.

En algún curso de bachillerato, adapté la historia del Mío Cid, y en otro escribí una historia de brujas y la Inquisición. Y mientras leía el Quijote (que mamá nos hacía apagar la luz para que nos durmiéramos: “Dejá de leer que te volverás loco”, decía), también leía historias de Poe, el Barón de Munchausen, un gran mentiroso, y a Calderón de la Barca, pero me gustaba más leer poesía, así que pasaron sin saberse cómo ni por qué, García Lorca, Santos Chocano, Martí, Julio Flórez, Rubén Darío, selecciones de Poesía Voluptuosa (así se llamaba un libro) y luego el teatro completo de Chejov. Y entonces comencé a llenar cuadernos de tareas con poemas de amor y de soledad.

Y fue entonces, quizá a los dieciocho años, cuando comencé a leer a Marx, Engels, Bakunin y toda una variedad de literatura política, y escribía unos aterradores panfletos. No tenía idea qué era ser escritor ni me había propuesto serlo. Tanto que mis intereses estaban más por el lado de la música. Siendo un adolescente mayor, entré a estudiar al Conservatorio de la U. de A. El cuento es que descubrí, cuando ya estaba estudiando ingeniería, que lo que me gustaba como carrera era el periodismo Quería escribir sobre la vida de los obreros, las huelgas, la cotidianidad de una ciudad en la que había mucha agitación estudiantil. Y tomé la decisión de pasarme a Periodismo.

Quería escribir acerca de la denominada realidad de un modo literario. Leí entonces a los norteamericanos, escribía reportajes de mi cuenta, que nunca nadie publicó. Iba a los sindicatos a ayudarles a los trabajadores en la redacción de boletines, octavillas, manifiestos. Mis primeros cuentos tenían que ver con vidas de obreros. Ninguno de ellos (de los presuntos cuentos) sobrevivió, menos mal. Por esos días, ya había decidido que sería reportero de prensa escrita y comencé a devorar novelas, grandes reportajes, a estudiar las obras de John Reed y Hemingway. Después, autores del llamado Nuevo Periodismo, entre ellos Capote, Mailer y Talese. Tomaba nota de todo: de los libros, de las calles, de la vida urbana.

Al poco tiempo de haber entrado al periódico El Colombiano, pedí una sección en el suplemento literario para escribir semanalmente notas sobre ciudad, y ahí escribí crónicas, relatos, cuentos, ensayos, temas que después utilicé en otros escritos. Escribir en un periódico implica pensar en los lectores, de una manera que no choque al muy culto y no cause pavor en el que no es letrado. Por aquellos días, pensaba en una dimensión estética del periodismo.

El periodismo, como lo advirtió quizá Manuel Mejía Vallejo, es el servicio militar de la literatura, y como otros recomiendan, debe abandonarse a tiempo. Esto es un decir, porque, así uno esté escribiendo ficciones, no puede dejar de lado el virus de la reportería. El oficio que con una hipérbole, Albert Camus llamó como el más hermoso del mundo, es una escuela para la literatura, para las ficciones. De aquel he aprendido la disciplina para escribir otros asuntos, tal vez más íntimos, tal vez menos masivos, y que se constituyen en la creación de un territorio, un estilo, una manera de ser en la palabra escrita.

Hoy, a la par que puedo estar escribiendo una novela, tomo notas para otras composiciones, alimento un blog con pequeñas historias, o con ensayos sobre literatura, ciudad o crítica de libros. Y como he sido un lector desordenado, es decir, puedo leer fragmentos de una novela y más tarde un ensayo, y por la noche otro tipo de textos, que varían entre historia, literatura y periodismo, también en ocasiones escribo de esa manera. Avanzo en una creación de ficción, y luego hago apuntes para la escritura de un texto investigativo.

Y en este punto, quiero tocar la experiencia como profesor universitario. Me ha servido para continuar con el campo de las investigaciones sociales, en particular periodísticas. Me he acercado a través de ellas al mundo sombrío y doloroso de los desplazados por la violencia, al de los movimientos estudiantiles de los setenta, a la historia de la prostitución cuando Medellín era llamada la sucursal de Sodoma y Gomorra. Creo que un escritor no debe temerle a ninguna de las formas, de las estructuras, de los géneros. A veces, unas y otros se complementan. Bueno, también se rechazan.

Creo que a todos nos ha pasado, de otra parte, que tenemos escritores de cabecera, según la edad, los intereses, las disciplinas de cada uno. Así, por ejemplo, hubo tiempos en que uno devoraba todo Kafka, todo Poe, todo Faulkner, todo García Márquez, pero a su vez hubo otros momentos de leer autores del Boom latinoamericano, o grandes periodistas, o los llamados clásicos, que es un concepto con muchas interpretaciones. Digo que dentro de la formación de cada escritor, por lo menos en mi caso, el cine, la radio en ya lejanos días, la música, los viajes, el fútbol, caminar por una ciudad o pueblo, son claves para la creación, la especulación y una práctica que cada vez es menor: la conversación.

Me parece que me gustó escribir sin darme cuenta. Y todo, tal vez, porque en casa, hace muchos años, hubo una señora que nos contaba cuentos y sueños, y nos cantaba canciones, y todo para que el mundo fuera más ancho y con menos desasosiegos. Es posible que ella no supiera que, con esas costumbres, nos estuviera dando un látigo o una varita mágica. Qué vaina.

*Intervención en el Cuarto Encuentro de Profesores Escritores, convocado por la Universidad de Antioquia y su Vicerrectoría Académica, el 7 de mayo de 2014.

Nikolaos Chalavazis, Miguel Ángel Montoya, Reinaldo Spitaletta, Marta Elena Cifuentes, Ricardo Vargas y Óscar Castro, en el encuentro de escritores en la U. de A. Foto de Silvia Arroyave

Don Marcial Lafuente y una estampida de vaqueros

(Una nostalgia del Oeste, con apariciones del Tío Sam)

“Y en horas perdidas
se leyó enterito
a Don Marcial Lafuente,
por no irse tras su paso
como un penitente”.
Romance de Curro el Palmo-Joan Manuel Serrat

Por Reinaldo Spitaletta

El Tío Sam nos uniformó a una generación que ya es arqueología con yines azul denim, desteñidos y desteñibles, botas de cuero de vaca, camisas de vaquería, músicas con olor a arena de Arizona interpretadas en los huequecillos de una armónica, sombreros alones, caballos de palo a falta de unos de carne y silla de montar, revólveres de plástico imitaciones fieles de los Colt auténticos, de los mismos que cargaban al cinto el legendario Buffalo Bill y John Wayne en sus western, algunos más bien espantosos, y para que no nos diéramos cuenta del delicado proceso de colonización mental, nos puso a leer, antes de entrar a la escuela, y también a la salida, las aventuras intrépidas del Llanero Solitario.

Es que el Tío Sam tenía muchas agallas. Si usted, joven de hoy, lo hubiera visto, no lo dudaría. Aquello de provocar, por ejemplo, la locura de Pepe, el mancito más teso que había en la cuadra para apedrear pájaros con cauchera, tiene su misterio. El muchacho, caminadito bacán de barriada, se creyó la reencarnación de Billy el Kid, y le disparaba a todo el mundo sin más ni qué, con un revólver de madera barnizada, cacha brillante en la que había dibujadas las cabezas de dos caballos. Y todo el malestar mental de Pepe lo causó, según decían las señoras, el exceso de lecturas de las revistas que alquilaba en la esquina don Benjamín Pérez, en las que se contaban las peripecias del enmascarado montador de yegua blanca, plateada, que en rigor no estaba solo, sino acompañado de un indio bobalicón; y de las aventuras de Hopalong Cassidy, sombrero oscuro y manos rápidas para el tiro; y de las tropelías y el matadito de ojo de El Virginiano y de otros tipos bebedores de whisky en las barras del Saloon, que volvieron leyenda al Oeste americano.

En realidad, por la habilidosa publicidad del Tío Sam, Pepe nos contagió a todos los de la gallada (hoy se diría algo así como combo) su desquiciada imaginación. Y nos puso a leer las cabalgatas de don William Cody y las polvaredas que levantaba don William Levi Buck Taylor, y a ver películas de Audie Murphy en el teatro Rosalía, y a afinar puntería con el rifle Winchester 94.30-30, y a escuchar la voz de Gene Autry, y a intercambiar revisticas vaqueras por otras del Santo mexicano, enmascarado de plata, en los matinales del domingo. Nos enloquecimos con los rodeos cinematográficos y, más tarde, supimos que el mayor cowboy gringo fue Teddy Roosevelt (el mismo que tomó a Panamá), que en 1898 usó para sus baladronadas en la guerra hispano-estadounidense a los rough-riders o de domadores de caballos de las tierras donde se pone el sol.

Sin embargo, toda la inteligencia del Tío Sam y la de sus sobrinos, no pudo con la imaginación de un viejecito español, llamado Marcial Lafuente Estefanía (1903-1984), fumador de tabaco, que escribió, para nuestro deleite, cerca de tres mil novelas del Oeste americano, como quien hace hamburguesas. Ni el Fénix de los Ingenios pudo superarlo en cantidad. Pepe, el del sombrero tejano, fue el que lo descubrió y nos lo hizo saber. Entonces supimos de las andanzas de don Marcial y de sus disparates al estilo Dalí. En sus años mozos, cuando estuvo encanado, es decir tras las rejas, el tío ibérico escribió sobre papel higiénico y a lápiz tres novelas: una de amor, otra policiaca y una del Oeste. Al salir de la prisión, se las pagaron a setecientas pesetas y el hombre se amañó con el negocio, cuyo producto fue calificado por aquellos intelectuales existencialistas de la otra cuadra, como “subliteratura”.
Don Marcial, del que éramos hinchas, era un caso extraordinario. Durante la Guerra Civil española perteneció a las filas republicanas. Y quizá por ello en sus libritos del Oeste americano defendía a los indios, a los débiles y a los del Sur, no porque estuviese de acuerdo con los sureños, sino “porque fueron los perdedores de una guerra civil”.

Eso es lo que nos contaba Pepe, muy enterado de las correrías de nuestro héroe. Don Marcial, escribidor durante dieciséis horas al día, atacaba tiranos, a abusadores de corbata y a los explotadores. Y, como caso curioso, se hacía una lista de los personajes para no matarlos dos veces en una misma novela. El viejito, según dicen amantes de la estadística, mató a más de veinte mil personajes en sus creaciones de fábrica. Dicen que el escritor humorista Enrique Jardiel Poncela le dio un consejo a don Marcial: “Escribe para que la gente se divierta; es la única forma de ganar dinero con esto”.

Y aunque usted no lo crea, estimado lector, las faenas de vaquería aumentan la imaginación. A don Marcial, además, le engordaron un poco el bolsillo, pese a las industriosas jugadas del Tío Sam por impedirlo. Hasta en alemán y portugués se leyeron las aventuras brotadas del magín del viejecito bueno que murió de pulmonía doble a los 81 años. A Pepe, por su parte, los librillos marciales, vaqueriles, le secaron el cerebro y lo pusieron a delirar día y noche.

Y a nosotros, admiradores de don Marcial y cuestionadores de la política del cowboy Teddy, nos quedaron de toda esa estampida de vaqueros americanos unos yines desteñidos (algunos llegaban de contrabando), un par de botas rotas y unos melancólicos acordes de armónica. Nostalgia de un Oeste de infancia y adolescencia que ya no lo es.

Lluvia de domingo por la mañana

Por Reinaldo Spitaletta

Domingo por la mañana. La lluvia comienza, leve en su caída sobre árboles y asfalto. Escucho en la carrera San Martín, por donde ahora pasan ciclistas y algunos caminantes, las gotas contra algunos entejados. Suena bien y me persuade de que no me quede en la contemplación, que camine y sienta el goteo sobre la gorra roja con un escudito del DIM que me toca la cabeza. Me empieza a gustar el olor de la calle mojada. Camino ahora por la calle Urabá, paso la clínica El Rosario y me enrumbo al parque de La Ladera. La manga está muy mojada, y mis tenis se hunden en ella. Hay señales de tierra amarilla, que manchan la hierba. Huele bien la lluvia en la tierra.

Hay poca gente en La Ladera. La lluvia parecer tener pocos amigos un domingo por la mañana. El parque, en rigor, tiene escasos árboles; unos apenas están en pañales. Cuando crezcan le irán cambiando la cara, que ahora es más manga que frondosidades. En este parque hubo una cárcel, creada en 1918 y derribada en 1976. De su construcción, solo quedan algunos arcos y un muro antiguo, cercenado. Quizá es una huella para que la memoria no se agote del todo. Ah, hoy, donde había celdas y patios con presos, hay una biblioteca con nombre de poeta: León de Greiff, el de la taheña barba. No hay voces de niños. Ni de adultos. La lluvia parece haber disuadido a los visitantes. Camino hacia una calle y me enruto por unos jardines recién construidos, con pencas, barandas de guadua, guardaparques. La lluvia refresca el ambiente.

Me encamino hacia el barrio Boston. La lluvia continúa. A veces, un poco menos. A veces, aumentando. Mis lentes están con gotitas. Veo todo como si se tratara de una pintura puntillista. Los limpio con la franela. No ganan en desempañamiento, pero veo un poco mejor. Me detengo debajo de un casco’evaca y sus hojas dejan caer gotas gordas. Voy llegando al antiguo colegio de San José de la Salle. En una acera, un hombre en pantaloneta naranjada y camiseta blanca, echa agua con una manguera. “Eso mismo es lo que está haciendo la lluvia”, me digo.

Cuando estoy cerca a la portería de lo que antes fue el San José, veo a un carretillero. Su camisa roja está empapada. Sus frutos, también. Anuncia con voz mojada bananos y mangos y aguacates y granadillas. Nadie sale a las ventanas. Doy la vuelta, y cuando pasó por donde el hombre que lavaba la acera, lo encuentro en la puerta de su garaje con una taza y una cuchara en las manos, mastica con placer, al tiempo que observa la calle húmeda. De la iglesia de San Policarpo brotan campanazos. Más abajo, por la calle Caracas, hay en una esquina tres muchachos que, junto a un teléfono público, toman cervezas. Parecen ebrios. Paso al frente de la Escuela Caracas, la que diseñó el arquitecto francés Charles Carré. Ahora estoy cerca del parque de Boston. La lluvia ha disminuido. Siento olores a pan fresco y a árboles lloviznados. En el cielo, ya hay retazos de cielo azul. Recuerdo una vieja crónica de Azorín, llamada La tempestad, que nos hizo leer el profesor de español de quinto de primaria. En la iglesia del Sufragio, los feligreses se disponen para la misa.

Ahora, estoy, de nuevo, en predios del barrio Prado. Sobre una acera, hay un cementerio de flores moradas, sus pétalos muertos la tapizan. Paso sobre ellos y creo estar pisando una alfombra. Seguro, muchos de estos cadáveres se aferraron a la suela de mis tenis. La lluvia se ha esfumado. El domingo avanza sobre la carrera San Martín, en la que hay conos y cintas anaranjados, algunos tapan las bocacalles. La ciclovía no tiene todavía muchos usuarios. Digo que la lluvia no goza de muchos amigos un domingo por la mañana. De un falso laurel sale volando un pájaro azulado. Miro el reloj y he cumplido cuarenta minutos de caminada. Paso junto a un guayacán sin flores y no sé por qué evoco una imagen de infancia: mamá lleva en las manos unas rosas amarillas. Estoy de nuevo en el punto de partida. Tras la lluvia, llamo a mi puerta.

Los epitafios de Edgar Lee Masters

Por Reinaldo Spitaletta

Todos están muertos. Y se comunican a través de sus epitafios, de un modo dolido y bello. Están durmiendo en la colina el criminal y el asaltante, el juez y el navegante, el traficante y el ladrón. Trainor el boticario y Jones el indignado. También yacen para siempre el diácono y el procurador y un perro fiel y un médico. Muertos todos. Es curioso: no sueñan bajo tierra ni el barbero, ni el sastre, ni el zapatero remendón, ni el cuidador de garajes. Olvidados por el poeta, son como almas justas que escaparon del infierno y de la sospecha.

Todos están muertos. Vivieron en un imaginario pueblo, Spoon River, creado con prodigio por el poeta estadounidense Edgar Lee Masters, que alcanzó la inmortalidad con solo esa obra perturbadora: Antología de Spoon River. Lo demás que escribió, alimento para el olvido.

Pintando con brevedades, con palabras contadas a sus personajes amargos, frustrados, víctimas del amor y del odio, Masters logró una obra maestra de la literatura universal. Y con el recurso, por demás ingenioso, de interrelacionar epitafios, el poeta hace hablar a los pobladores de Spoon River más allá de la vida, más allá de los sueños, más allá del tiempo y del espacio. En la nada. En la muerte. Es poesía narrativa, con visos novelescos por la conexión que existe entre sus más de doscientos personajes.

Alberto Girri, escritor argentino, traductor de Masters en lengua castellana, dice que “la Antología de Spoon River es bastante más que un mero libro de poemas, original y profundo; literariamente, sus temas, ambiente y caracteres anticipan muchas facetas de la gran narrativa norteamericana…”. Lee Masters nació en Kansas, en 1869, vivió largos años en Illinois y murió en Pensilvania, a los 81 años.

La Antología está llena de inscripciones funerarias. En rigor, su escenario es una gran necrópolis. “¿Dónde están Ella, Mag, Lizzie y Edith, la de corazón sensible, la del alma simple, la vocinglera, la orgullosa, la feliz?”, se pregunta el poeta. Y aunque no hubiese respuesta, uno sabe que todas, todas están durmiendo en la colina.

En Spoon River se guardan sorpresas y maravillas. Se topa uno con el viejo Bill Piersol, “que se enriqueció traficando con los indios”, y con Robert Fulton Tanner, el ferretero que inventó una trampa para ratas, y se duele con su epitafio: “Pero un hombre nunca podrá vengarse de ese ogro monstruoso que es la vida”. En aquel cementerio enorme y ficticio están enterrados esperanzas, desasosiegos, suicidios, penas, desamores y los odios humanos y las bajas pasiones y la vanidad. La muerte, al fin y al cabo, lo cura todo.

Hay en esa creación poética una lucha contra el olvido. No transcurre el tiempo. Es ilusorio. Solo hay espacios para el reposo eterno. Hay también galardones para aquellos a los que, en vida, merecieron elogios, y, en muerte, solo desmemorias: “¿Cómo ocurrió, decidme, que ahora yazgo aquí, olvidado, ignorado, mientras Chase Henry, el borracho de la ciudad, tiene un pedestal de mármol, rematado por una urna en la cual la Naturaleza, por irónico capricho, ha sembrado césped en flor?”.

En Spoon River duermen ese sueño sin sueños el jefe de la policía y su asesino Jack McGuire, y el jugador de cartas “As” Shaw que pensaba que “todo es azar”, y un hombre que se escapó de su casa tras un circo, en persecución amorosa de la domadora de leones, y Jack el ciego, tocador de violín, y un hombre que quiso escribir una novela épica pero nunca tuvo tiempo.

En esa cama de silencio dormitan para siempre Sonia la rusa, y un poeta que escribió: “¿y qué es el amor sino una rosa que se marchita?”, y está la puta del pueblo, y Anthony Findlay que tenía como lema “es mejor ser temido que amado”, y un tipo inspirado en Las metamorfosis de Ovidio, y también, cómo no, el cincelador de epitafios.

Todos están muertos. El historiador que escribió sin conocer la verdad o que fue inducido a ocultarla, y el soldado que murió de balazos en las tripas, y Lucinda, cuyo epitafio reza, con dolorosa hermosura: “hace falta vida para amar la vida”. Todos están muertos. El ateo del pueblo también. Él aspiraba a la inmortalidad y supo, en la tumba, que “la inmortalidad no es un don, la inmortalidad es un logro”.

Edgar Lee Masters logró la inmortalidad hace tiempos. Sería interesante que usted, amigo lector, busque en la Antología de Spoon River un epitafio apropiado. Todavía tiene tiempo.

N.B. Mis viejas libretas siguen surtiéndome de historias. Esta nota sobre Edgar Lee Masters, la escribí en febrero de 1989.

El miedo a la oscuridad y otras cegueras

Por Reinaldo Spitaletta

Hace tiempos, un grupo de excéntricos realizó en Estados Unidos (país que vibra con las estadísticas y los “tops”) una encuesta sobre los catorce peores miedos de la humanidad. La pregunta era: ¿qué le causa más miedo? El insólito resultado arrojó como “ganador” el miedo a hablar frente a un auditorio. El temor a la muerte, por ejemplo, ocupó el séptimo lugar. En el curioso sondeo aparecieron miedos a la soledad, a volar, a la mordedura de un perro, a subir o bajar por una escalera eléctrica, a la quiebra financiera. En cambio, lo más sorprendente, por lo menos para mí, es que el miedo a la oscuridad clasificó de duodécimo. Siempre he tenido pavor por las tinieblas físicas y espirituales. Y también por “esa oscuridad que ven los ciegos”, al decir de Shakespeare.

Años ha, cuando estaba en la adolescencia (si hoy dicen “adulto mayor”, ¿se podrá decir adolescente mayor?), leí un sobrecogedor relato de H.G. Wells, El país de los ciegos. En síntesis, el cuento habla de las peripecias de un “vidente” que llega, de forma accidental, a esa región insospechada y, para su desgracia, la facultad de ver no le sirve para nada. Todo allí estaba diseñado para los que carecían de visión. Ni siquiera el tuerto podía ser rey en aquella extraña comarca. Uno de mis miedos fundamentales es a quedarme ciego. A veces he soñado (o, peor, tenido pesadillas) con esa posibilidad aterradora. Y me he despertado invadido de oscuridades y sobresaltos. Y he recordado, sin querer, la ficción del autor británico y también he intentado en esos momentos de espanto entender la actitud de Demócrito de Abdera, atomista griego, que se arrancó los ojos porque la realidad exterior y visible no lo dejaba pensar. Esta actitud me es incomprensible.

Al leer La casa de las dos palmas, de Manuel Mejía Vallejo, volví a repensar en la oscuridad shakesperiana y recuerdo las emociones que me causó un personaje como Zoraida Vélez, mujer de luces interiores, que reinventa el mundo mediante el olfato y el tacto y el oído y el gusto. Zoraida, la ciega, ve hacia adentro. Es música y perfume. Arpegio de guitarra. Cuerda bien afinada. Sabor a hierba húmeda. Aprende a recorrer los espacios como si en realidad viese. No quiere, por ejemplo, que su amante sepa de su limitación visual. Luz lejana. Recuerdo de extinguido arrebol. Y Medardo, otro personaje, tiene la clave de la imaginación: “La sabiduría del ojo es mirar lo que no existe”. Zoraida es canción y viento y silbo de pájaros. Y dolor. El dolor que ocasiona el no poder ver las luces del amanecer.

Al encontrarme con Zoraida Vélez y con sus oscuridades, memoré a Lucía, una muchacha de Copacabana, que se quedó sin luz en los ojos. En cambio, la luz se le regó por todo el cuerpo. Y por la mente. Mujer luminosa. A la guitarra le extraía armonías imposibles. Hacía llorar las cuerdas. Y su voz, quizá susurro de palmeras, convocaba al ensueño. Era un desafío para la luz. No sé cómo lo hacía, pero pintaba. Y en sus dibujos había soles y lunas y noches de estrellas. Veía con las manos y los oídos. Veía, en todo caso, más que nosotros los videntes. Y nos enseñaba a mirar. “El ojo tiene que aprender a imaginar muchas cosas”, decía. Ella, como Medardo, sabía mirar lo que no existía.

He creído, de otro lado, que la miopía es una ceguera parcial, y notado que los cortos de visión son seres reconcentrados. Tienen amplio conocimiento de la oscuridad y saben del valor de la luz. Uno los ve (o medio los ve) aferrados de los libros, caras de ausencia, interiorizados. Se encierran en sí mismos. Escuchan sus músicas interiores. Monologan. No gustan de bailes ni de amontonamientos. Cultivan su individualidad y por alguna razón que no he investigado, no se masifican. Y parecen tener una inclinación hacia la locura. Bueno, es apenas una creencia o presunción que tengo, motivada, tal vez, en mi miedo a las tinieblas.

Edipo quiso autocastigarse sacándose los ojos. Las tinieblas como modo del infierno. Demócrito, en cambio, se privó de la luz para ejercer el pensamiento. Escribió setenta y dos obras. La oscuridad como fuente de conocimiento. Borges, un ciego de maravilla, hizo una de las defensas más bellas de las tinieblas en su Elogio de la sombra. “El tiempo ha sido mi Demócrito”, sentenció en algún verso. Luz y sombra. Sombra y luz. No puede existir la una sin la otra. La oscuridad, como la soledad, es una ausencia. Ver lo que no existe es un privilegio. No ver lo que existe es una tragedia, como la que les sucedió a casi todos los personajes del Ensayo sobre la ceguera, de Saramago . Lovecraft, un escritor de miedos distintos a los de Poe, advirtió que la emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, “y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”.

El país de los ciegos, de H.G. Wells