Por Reinaldo Spitaletta
N.B. En diciembre de 1994, me hospedé en Almagro y sobre sus cotidianidades escribí varias notas. Esta fue una de ellas.
Almagro es un viejo barrio, al occidente de Buenos Aires. Tiene calles adoquinadas y ventanas con jazmines. También tiene librerías de usados, tanguerías, estación del metro (del subte) y, en la esquina de Rivadavia y Medrano, la muy histórica confitería Las Violetas, inaugurada en 1884, de enormes portones y vidrieras impecables, en la cual, en medio de olores diversos de buena cocina y repostería, uno puede ver a un par de ancianas que hablan de nostalgias (eso se escuchó) alrededor de un café. Muy cerca de allí está la calle Lezica, con sus fachadas grises y sus balcones tranquilos, y una biblioteca para ciegos.
En Lezica, entre Gastón y Medrano, uno se puede encontrar a un tipo que desencierra a su perro los domingos, es decir, le da la oportunidad de mear en las aceras y oler los troncos de varios “palos de borracho” sembrados en los antejardines. Y a alguien obsesionado en filmar una película sobre el Che Guevara, y, de pronto, a algunos muchachos paraguayos y peruanos, que habitan una “casa tomada” (un fenómeno similar a lo que acontece en el cuento de Julio Cortázar). Ah, sí, en este caso se trata de caserones que nadie habitaba y que, por lo general, inmigrantes en la miseria, invaden. Es como un ciclo de las desventuras. Hay muchas “casas tomadas” en Almagro y otros barrios porteños.
En Lezica, en la planta baja de un edificio de cinco pisos que tiene una hermosa puerta cancel y un quejumbroso ascensor de rejillas, está la casa de Irene. Un farolito, a la entrada, lo recibe a uno con su media luz. Adentro, el mundo comienza a ser de otro tiempo, un tiempo viejo como el que muestran las páginas de una enciclopedia Larousse, en francés, del siglo XIX, que Irene tiene sobre un nochero. O como el de aquellos libros infantiles — también en francés — con preciosas ilustraciones litográficas. O como el que se siente al observar unos formidables escaparates que pertenecieron a los abuelos de Irene y que, cree uno, albergan fantasmas en vez de ropas.
La casa de Irene tiene los techos muy elevados, y desde unos rosetones de concreto se desprenden las lámparas; las puertas de los cuartitos combinan madera y vidrio, y en algún rincón un desmesurado baúl guarda las ropas de invierno y de otoño. También hay una vetusta máquina Singer con cajoncitos tallados y, en el baño, un calefón blanco junto al cual no llora ninguna biblia, como hubiera podido decir Discépolo en los días en que escaseaba el papel toilette. La casa de Irene está llena de flores de seda, flores muertas que, sin embargo, le dan un aspecto de vitalidad al “departamento”.
Claro que lo más importante de la casa de Irene no es la construcción añeja, ni los cuadritos del Moulin Rouge ni del puente Alejandro de París, sino Irene misma. Ni más faltaba. Es una señora solitaria, que ama a Borges (cada que relee su poesía se pone en estado de frenesí), y de joven fue una excelente bailarina de tangos, milongas y tarantelas. Ahora Irene escribe poemas, cuya escritura interrumpe cuando escucha a la gorda del segundo piso del edificio contiguo, insultar a los vecinos, a veces imaginarios.
En efecto, la gorda se asoma a una ventana y putea a mujeres y hombres invisibles. Irrumpe con su cara redonda, untada de cremas, y con el pelo entubado, con amarres de cintas fucsias, y expulsa una diatriba contra el mundo. Es una presencia subyugadora, sobre todo cuando camina por Lezica, ataviada de transparencias y tules, con una niña que se aferra nerviosa a su mano regordeta. Mónica —así se llama la dama de abundosas carnes— puede montar un show de insultos a medianoche, sobre todo contra los hombres del edificio, todos muy viejos y tristes. “Son unos cobardes”, les grita, y su voz rebota en paredes y vidrieras. Parece que todos le temen, excepto, quizá, una mujer de otro piso, que una tarde le aventó varios huevos. La gorda, desde luego, respondió con otra tanda de “misiles” de gallina, que cayeron casi todos en el patio de Irene.
Cuando la gorda se enferma, el vecindario desea que se alivie. Necesitan su presencia opresiva. Todos se han acostumbrado a sus furiosas imprecaciones y a su vocabulario soez. Ella, sin duda, domina, no solo con su vastedad, sino con su bastedad y loca manera de agredir. Al mismo tiempo, todos (eso se dice en voz baja) desean que se largue y los deje en paz.
Almagro es un barrio con olor a pizza y damascos. También a pan dulce de Las Violetas, ese bar notable que albergó en sus mesas a Alfonsina Storni y Roberto Arlt. Detrás de las fachadas grises, descaecidas muchas de ellas, se esconden historias como las de la mujer desmesurada y vociferante, o como la de una señora silenciosa y sutil, que diseca flores y escribe poemas sobre el tiempo y la soledad.
Confitería Las Violetas, en el barrio Almagro.