Perfidia y sus acordes enamoradores

Canciones de otros días (1)

 

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Por Reinaldo Spitaletta

El bolero Perfidia, de Alberto Domínguez, llegó una tarde en un caserón del barrio El Pedregal, de Copacabana. Afuera, había gardenias y no recuerdo qué otras flores. Adentro, en una sala, sentado sobre su silla de ruedas, don Alfonso Hernández, nuestro profesor de guitarra, nos dijo a Roberto Arismendi y a mí que nos enseñaría los acordes. Comenzó a tocarla y con su voz un tanto cascada la iba cantando: “Nadie comprende lo que sufro yo / Canto… Pues ya no puedo sollozar / Solo…Temblando de ansiedad estoy / Todos…Me miran y se van” … El profesor entrecerraba los ojos y luego, tras una breve pausa, comenzó a desgranar acordes. Me gustaron mucho. Era como si una puerta invisible se abriera para mostrar un mundo inesperado. Me pareció que lo mejor de esa composición era el acompañamiento, rítmico, seductor, que iba trasladándose por la guitarra, Do, La m, Re m, séptima de Sol, y de pronto la letra otra vez: “Mujer… Si puedes tú con Dios hablar / Pregúntale si yo alguna vez / Te he dejado de adorar / Al mar / Espejo de mi corazón / Las veces que me ha visto llorar / La perfidia de tu amor”.

 

Yo apenas miraba el paso de los dedos del guitarrista y luego observaba su modo de interpretación, él siempre con los ojos entrecerrados, y como si estuviera abrazando la guitarra, que me pareció por momentos que era una mujer. Llegaba el instante de ensayarla nosotros, sin el profesor. Nos decía dónde cambiar, cómo arpegiar, como tocar los bajos, y así nos deslizábamos por los trastes. Era un momento de concentración y gusto. En efecto, sentía uno como una reencarnación romántica, como si estuviera bajo un balcón en plena serenata, la luna con su lumbre en el asfalto, sobre la acera y una muchacha en lo alto asomándose por entre las cortinas temblorosas de viento y expectativa.

 

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Perfidia, un bolero de Alberto Domínguez

 

Después, Roberto y yo la interpretábamos. Ya el ensayo era en la casa del compañero, por La Pedrera, en una casa cercana al río Medellín. Fue una de las canciones que incluimos en el repertorio breve de una serenata por el barrio María, a una muchacha que él pretendía y de la que no retengo su nombre. Salió bonita bajo un cielo estrellado y sin luna.

 

En una visita, de las pocas que ya entonces (tal vez año 72 o 73) hacía al abuelo, un señor zarco y que siempre ocultaba su calvicie con sombreros de fieltro, habitante de una vereda de Rionegro, toqué los acordes de Perfidia en una vieja guitarra que casi siempre vivía colgada de la pared de tapia, en uno de los cuartos. Cuando sonaron no solo mi abuelo Marcelino, que en su juventud era bohemio y llevador de serenatas con tiple, lira y guitarra, sino su mujer (la abuelastra), Maruja, mucho más joven que él, se encantaron con los sonidos. “Qué bonito suena”, dijo ella. La canté y ellos se embebieron con la pequeña historia en ritmo de bolero.

 

Luego, en reuniones de amigos, o de un club juvenil que teníamos en Copacabana, la canción de Domínguez era muy popular. En casa de los Zapatas, de los Díaz, de Estelita la hija de un comerciante en telas, y así, Perfidia por aquí y Perfidia más allá. Era pegajosa y, hay que decirlo, sonaba bonito entonces (quizá todavía): “Para qué quiero otros besos / Si tus labios no me quieren ya besar…”. No sé cuándo dejé de tocarla y cantarla. Hizo parte de un tiempo de búsquedas y encuentros (también de desencuentros).

 

A veces escucho alguna versión y vuelan las imágenes de días lejanos que, desde luego, no volverán. No sé cuántas versiones haya de ese bolero tan popular. Me suena por Los Panchos, por Nat King Cole, por Javier Solís, por Sarita Montiel, por Alfredo Sadel… Sin embargo, en el recuerdo está siempre la de don Alfonso, el profesor que una tarde nos llenó de entusiasmo con esos acordes que a veces resuenan en la distancia y en algún sueño extraviado en la mitad de la noche.

 

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«Mujer, mujer, si puedes tú con Dios hablar…»

Un río a la deriva

(El Aburrá o Medellín, una corriente sin caché y sin juglares)

 

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                                                  “Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar…”
                                                                    Jorge Manrique

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

 

Una antigua imagen de infancia muestra al río de aguas todavía claras, junto a vegas tupidas de cañaverales. El bus-camión muy cerca de la orilla y la mirada del niño escudriñando el mundo, por el que había letreros de lugares para la diversión, extensiones de tierra amarilla y rojiza, calles en ascenso hacia las laderas y el vehículo de pasajeros atravesando el río por un puente y luego otra vez enderezando hacia el norte para llegar a un parque de dos iglesias, pocos almacenes y casas grandes alrededor.

 

El río ejercía entonces una suerte de atracción por su corriente, en tramos cortos muy rápida y en otros —los más— lenta, de serenidad de remanso. No recuerdo si había areneros, esos hombres de orilla que, con la piel al sol (o al agua) extraían material de playa, ni si los niños de viviendas cercanas, que eran pocas, hacían barquitos de papel para que navegaran en esa corriente que todavía atraía por sus músicas sin pretensiones y el vuelo de aves blancas casi a ras de sus aguas.

 

En todo caso en ese río, que se estaba muriendo porque ya no tenía meandros, ni radas, ni curvas, ya no provocaba, como en las quebradas, tirarse en él para sentir el placer de una caricia mojada. La imagen más vieja, digo, era la de los cañaverales, de los mismos que en sus hojas con pelusa albergaban saltamontes y de sus tallos se extraían las varillas maravillosas para confeccionar el liviano esqueleto de las cometas.

 

De tanto verlo, el río se tornó invisible y quizá por eso no nos dimos cuenta de su muerte, de su turbiedad, de los trabajadores “entamborándolo”, de las oquedades o conductos que se abrían en el cemento inclinado y por el que brotaban aguas negras y toda la porquería de la ciudad. Y así se oscureció, sus aguas de pronto opacas, sucias, malolientes, provocaron arcadas y en tiempos de soles intensos su asqueroso hedor se sentía en los buses y supongo que en el tren que todavía se desplazaba a sus orillas, dejando con sus locomotoras de leyenda una estela negra de carbones en agonía.

 

El rio que atraviesa el vallecito, el que antes de la llegada de barbudos y tipos con yelmos y espadas vieron los aburráes o los que junto a él, más bien en altozanos, habitaban y lo tenían (y temían) como una corriente vital que los conectaba con las voces de deidades orilleras. Los indios atisbadores y previsivos se alejaron de él porque sus aguas eran rebeldes en los tiempos lluviosos y arrasaban con lo que junto a él estuviera. Lo amaron, lo adoraron, le tejieron alguna oración como lo hacían con los hilos para sus mantas y cobertores, o con el fuego, o con el aire. Con la tierra.

 

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¿Dónde fueron las ninfas y las náyades? ¿Y dónde sus peces muertos? Foto de Melitón Rodríguez

 

Ese río de claridades en días remotos se convirtió en un muerto largo cuando emergieron las chimeneas, las trilladoras, las fundiciones, cuando arribaron los telares y el vallecito se pobló de trabajos y afanes y la ciudad principal se colmó de peregrinos de todos los puntos cardinales. Y cuando el primer escritor de tiempo completo que hubo por estos andurriales industrializados, el que venía de Santo Domingo y le ganó de mano a quienes decían que esta tierra de comercios y oros no era para novelarla, le dedicó unas líneas al río, todavía este vivía. Y lo primero que dijo el cronista sobre esa corriente que aún respiraba con branquias y pájaros fue: “no tiene leyendas como el Rhin, ni sacros misterios como el Ganges”; y avizoró que después, cuando ya nadie se interesara en su discurrir, sería peor.

 

Si en sus tiempos bellos nadie, ningún vate, ningún cantor, recalcó sus dotes, ya putrefacto serían menos las posibilidades de poetizarlo. “Genios y ondinas desdeñaron sus aguas; ningún poeta le ha dedicado una estrofa” ni ha sido objeto de leyendas, supersticiones, ni habitación de duendes burlones ni de cantos de sirena (o, sí, las que tras la alborada del siglo xx, para la convocatoria de los obreros, para los cambios de turno, le brindaron las de las fábricas); un río despojado de encantos y de memoria.

 

Por sus aguas diáfanas de los inicios y del lento decurso de la villa no se deslizaron naves ni se atrevió ningún pirata. Un río de olvidos. Uno carente de musas. Río sin inspiración. Y así, cuando lo mató la civilización, sufrió aún más un exilio del corazón. Apenas era una referencia para decir que, al otro lado, hacia occidente, quedaba la Otrabanda, la que por tantos años era no solo tan lejana de la plaza mayor, sino extramuro inhabitable, región de ciénagas y pantanos, de zancudos y misterios.

 

Nadie le inventó una mentira, ni le creó una mitología, ni le concedió siquiera una manera de ser digno de un suicidio memorable. No como en el Sena, donde tantos, poetas y desconocidos, han decidido cortar sus relaciones con la vida. Ni siquiera tuvo el carácter de fuente poderosa que, como el salto del Tequendama, hipnotizara a los que se habían cansado de existir y decidían volar en la caída prodigiosa que varios cronistas judiciales elevaron a insuperable fuente de información.

 

El río Medellín, el antiguo Aburrá, el que más abajo cuando busca el mar al que jamás llegará con sus aguas sin historia, se llama Porce y Nechí, ha sufrido el desprecio de los artistas, de los juglares, de quienes ricos en imaginación no se dignaron otorgarle una pizca de su creatividad, y aun de los habitantes sin pretensiones de bardos o troveros. Ni siquiera los puentes, como el diseñado por Enrique Haeusler, en donde el último fusilado de la ciudad vio el ocaso definitivo, le han dado categoría de río fundador. Es más, son más célebres los puentes que la corriente que cruzan.

 

Es una corriente sin náyades, sin espíritus acuáticos, sin peces agoreros, sin siquiera la condición de sátiro tropical de un mohán. Va y va, pero nadie se bañaría dos veces en ese río. No convocaría a ningún griego antiguo a mirarse en sus turbias aguas. Solo vería oscuridad. Ni siquiera es un río del tiempo, nada de novela, nada de relatos, o puede que sí, pero más en la tónica de narrar la trayectoria del cadáver de algún asesinado o de la señora arrastrada primero por el torrente de una quebrada y cuyo cuerpo derivó en el río. Un río sin balsas doradas ni con un barquero a lo Caronte que nos conduzca al inframundo con sus arcanos indescifrables.

 

Este río del olvido, sin músicas sinfónicas como el que pasa por Praga, y sin narrativas y valses como el Danubio, es, con todo, nuestro río. Es aquel que salió del anonimato cuando diciembre lo atravesó con bombillas navideñas y guirnaldas eléctricas, y tornó al anonimato en enero, cuando ni siquiera los reyes magos le regalaron un calcetín con bombones. Le han faltado guitarras y la melodiosa voz de alguna contralto. Es más, es un muerto sin responsos.

 

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El río del olvido y las desolaciones. Foto Gabriel Carvajal.

 

Ya es un río sin serpenteos. Aunque, en otras épocas, cuando aún se creía en Santos Inocentes, se decía que un barco enorme, como salido de una narración extraordinaria de Poe o de Melville, había encallado en su cauce sin abolengo. Carrasca, en su crónica, tuvo la esperanza de una canción: “Mas nunca faltarán en tus riberas ni poesía ni hermosura: que por mucho que te dañen la simetría y el confort urbanizadores, nunca podrán avasallar del todo el desgaire armonioso de tu gentil naturaleza”.

 

Creo que el pronóstico no se cumplió. Al río Medellín lo avasallaron con excrementos y otras contaminaciones. Algún día, cansado y triste, puede ser que se devuelva a su origen y se seque para siempre.

 

18-X-2019

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Río Medellín, un río muerto entre una «civilización» que lo olvidó.

Una novela sobre lo inevitable

(El sueño de los héroes, de Adolfo Bioy Casares, el carnaval detrás de la muerte)

 

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«La promesa de lucha despierta el coraje»

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

 

  1. Destino ineludible con aire de carnaval

 

En una Buenos Aires (no tan fantasmal, por ejemplo, como la que se muestra en otra novela de Bioy Casares, Diario de la guerra del cerdo) en la que ya el tango y la hípica, además del fútbol, están presentes en las esquinas, los cafés, las calles y los barrios, sucede una misteriosa repetición de hechos, de historias paralelas, que desembocarán en el cumplimiento inevitable de un destino trágico, o un sino ineludible, fatal. En una Argentina que para la década del veinte era una suerte de potencia mundial en economía, sobre todo un granero y un proveedor de carnes, hay una situación boyante que pone en estado de sitio a la miseria que, en la década siguiente, se impondría sobre todo en los sectores populares.

 

El sueño de los héroes (1954), la tercera novela publicada por Adolfo Bioy Casares, del que su amigo Borges ya había dicho de La invención de Morel (1940) que era una novela perfecta, es una ficción que oscila entre lo fantástico y el realismo, mejor dicho, entre algo que inventaron los de Buenos Aires: el realismo porteño. ¿En qué consiste? Quizá en una mezcla de tango, sobre todo algunos de Gardel que le cantan a lo inevitable, como Adiós, Muchachos, y de diversas culturas de migrantes que promovieron una muy atractiva manera de ser de los de esa ciudad, misteriosa como bien la cantó Manuel Mujica Láinez.

 

Esta novela, de prosa impecable (bueno, se puede decir de Bioy que, aparte de talentoso escritor, creador de situaciones, conflictos y personajes, era un prosista de postín), pone en evidencia la trayectoria de un hombre que estará durante tres años de intensos hechos (el matrimonio, el carnaval, el tejido de acontecimientos que lo conducirá a tener una “prodigiosa aventura”). A propósito de prosistas, para Borges el mejor en lengua castellana era Alfonso Reyes, y en Argentina, Mujica Láinez (que en Bomarzo, por ejemplo, da una cátedra al respecto). Ser buen prosista no está conectado de necesidad con ser buen novelista. En Bioy, sin embargo, se reúnen ambas condiciones. Un privilegiado.

 

En El sueño de los héroes, conjugación de lo sobrenatural con lo extraordinario real, el lector tendrá una inmersión en barrios como Saavedra y Barracas, en cabarets como el Armenonville, en cafetines como el Platense, a la vez que obtendrá pase para estar en medio de corsos, mascaritas, murgas de carnaval. El de 1927 y el de 1930. Y es un acceso por una puerta medio encantada hacia unos acontecimientos en los que habrá desde un brujo como Serafín Taboada hasta un sujeto al que llaman el doctor, pleno de maldad y cálculo. Y se encontrará con un hombre como Emilio Gauna, que tiene suerte (y la suerte que, como dirá Discépolo, es grela) en el amor y en las carreras de caballo, que no será suficiente para enfrentar otros azares y contingencias.

 

En la obra hay un ambiente de muchachos de barriada, una especie de pandilla juvenil, de patota sentimental, que girará en torno a la figura del doctor Valerga, y, aunque de fugaz presencia, en Taboada, un brujo de buen talante. Y, además, un peluquero, que en la primera carnavaleada que se narra en la historia está presente. Valerga es un tipo canchero, al que los pelafustanes le tienen respeto y admiración. Y que según el desarrollo de la novela se irá configurando como un ser despreciable y sin sentimientos.

 

El destino ineludible de Emilio Gauna

 

La novela tiene varios puntos clave, como las noches de carnaval, sobre todo la de 1927, que marcará sin que el protagonista, Emilio Gauna, lo sepa, su destino imparable, inmodificable, el que se tejerá como si fueran los hilos de una mortaja y que llegará al culmen en las nocturnas del carnaval de 1930. Mientras tanto, habrá conversaciones, conjuras, paseos por bares, y se irá montando la palestra en la que, al final de cuentas, habrá un desenlace quizá previsible, aunque no carente de sorpresas y otras inquietudes.

 

Su logro magno puede estar en el tratamiento del tiempo, un tiempo de tango, de romance, de conversaciones, de inesperadas situaciones. Es una conjunción de futuro y pasado, con un presente que fluye y en el que el lector a veces puede estar como si fuera a saltar del trapecio. Es posible que encuentre en el camino frases que apuntan al desenlace en cierto modo imprevisto, como la que en algún momento pronuncia Serafín Taboada, un tipo experto en vislumbrar futuros: “En el futuro corre, como un río, nuestro destino (…) en el futuro está todo, porque todo es posible. Allí usted murió la semana pasada y allí está viviendo para siempre”.

 

En cincuenta y cinco breves capítulos, en los que el manejo de la tensión es un logro tremendo, El sueño de los héroes discurre como un viaje sin retorno, en el que, sin evidencias muy claras, hay una lucha por evitar lo inevitable, lo que ya no se puede modificar. En algún punto del futuro una situación difícil de gambetear está esperando. No valdrán las luchas, ni los intentos por desviar el cauce de los acontecimientos, o, en otras palabras, de lo que vendrá. Estamos frente a una novela que hace un tratamiento del tiempo, el ayer, el ahora, lo porvenir, con elementos que van diseñando la tragedia.

 

Hay, entre los personajes, uno, como Clara, la novia y esposa de Emilio, que aparece como una especie de lúcida seguidora de pistas que se atreve a prever lo que ya no tendrá remedio. Nada de lo que haga para evitar lo que ya está escrito en los invisibles libros del destino podrá modificar la historia. Y tendrá al tiempo como uno de sus obstáculos no tanto epistemológicos sino oscilantes entre lo mítico y lo real. Un tiempo al que no se le pueden hacer trampas. Imparable. Las carnestolendas han marcado el principio y el fin. ¿Qué esconden las máscaras? Y aunque no suene ese tango (Que siga el corso), en el que Gardel hace uno de sus mejores histrionismos, parece estar de trasfondo: “Decime quién sos vos, / decime dónde vas, /alegre mascarita / que me gritas al pasar: / «—¿Qué hacés? ¿Me conocés? / Adiós… Adiós… Adiós…”.

 

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Saavedra, barrio de Buenos Aires

 

  1. Tango, ciudad y muerte

 

 

Un atractivo más de El sueño de los héroes está en el tango. Y en algunos muy representativos del inventor del tango-canción, Carlitos Gardel. Uno, que aparece con frecuencia, es Mi noche triste, que en la novela lo interpreta Antúnez, como también lo hace con La copa del olvido. Esa música urbana, que en la década del veinte incorpora el barrio a sus aventuras y peripecias, que ya para entonces tiene la presencia de avances identitarios como la orquesta típica, a la que ya Julio de Caro le ha dado su partida de bautismo, digo que ese género que con Gardel alcanza niveles celestiales, está en la novela como un leimotiv. Y, además, como un actor que ayuda a tejer la trama y las puestas en escena.

 

Por toda la obra se desliza Adiós, muchachos, un tango creado en 1927 por Julio César Sanders y César Vedani, grabado ese mismo año por Gardel con las guitarras de Barbieri y Ricardo. “Adiós, muchachos. Ya me voy y me resigno… / Contra el destino nadie la talla…”. Está hecho, se pudiera aventurar la afirmación, para Emilio Gauna, un muchacho que todavía no ha acumulado muchos recuerdos y todavía desconoce tantas pesadumbres del existir.

 

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Cabaret Armenonville, la Catedral del tango.

 

En la novela, que está plena de sombras, de claroscuros, de umbrosas predicciones, el tango está presente en discusiones de gallada, como la que sucede en una tienda en la que, además, también se comenta de fútbol. En una de esas, se advierte que el tango, “discutido por el mismo papa en persona”, nació en Montevideo, y la conversa deriva en que si Gardel no es francés hay que reivindicarlo uruguayo, “ni para qué recordar que el más famoso de los tangos también lo es”. Y es cuando Gauna sale al quite y dice que por mal argentino que uno sea “no va a comparar esa basura (se refiere a La cumparsita) con Ivette, Una noche de garufa, La catrera, El porteñito, qué sé yo”.

 

Y así, en una charla de cafetín, se ponen sobre la mesa discusiones que oscilan entre lo uruguayo y lo argentino, tanto en fútbol, literatura, poesía, caballos y tango. En El sueño de los héroes hay una buena dosis de cultura popular, de lo que se habla y siente en la calle, de apuestas y otros juegos de azar. Es una obra que parece evocar aspectos de la Odisea, en este caso un viaje por el interior del carnaval por diversas geografías porteñas, y en las que hay un llamado a repetir un recorrido: el de 1927 tres años después.

 

La ciudad (otro motivo de tango), del mismo modo, está presente. Se pueden trazar cartografías del tour urbano que hacen los personajes, en los que aparecen las calles y los lugares con nombres propios. Así, por ejemplo, se puede bordear el zoológico para aterrizar en la Plaza Italia, y, al tomar el tranvía 38, recalar en el centro y pasearte por Leandro Alem, por la calle Corrientes y llegar a los cafetines de la Veinticinco de Mayo.

 

Están el centro y la periferia, y así como se puede ir a Villa Devoto también se puede viajar a Nueva Pompeya. Ah, y todo mientras se canta Noche de Reyes (un sangriento tango de Pedro Maffia y Jorge Curi, interpretado por Gardel): “Pero una noche de Reyes, / cuando a mi hogar regresaba, / comprobé que me engañaba / con el amigo más fiel”.

 

En esta estupenda novela, en la que no falta el suspense, el autor superpone tiempos e historias, de un modo sutil, artístico, en el que se advierte la pericia del novelista no solo en la caracterización sino en la arquitectura. Hay un narrador omnisciente que, en ocasiones, cede el paso a la oralidad, a los diálogos, a las conversaciones que le dan a la obra un tono de intimidad y acercamiento al lector, que a veces puede sentir que es una especie de voyerista. Desde el principio, con un tono en el que caben el misterio y la intriga, hay presencia de la seducción que se puede advertir en Las mil y una noches, además de la inclusión de una promesa que se cumple al fin de cuentas: “A lo largo de tres días y tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación”.

 

Es una novela con cruce de caminos y de destinos. Está lo inevitable como un péndulo que oscila entre la vida y la muerte. Aquello que, por mucho que se quiera y se intente, es imposible de torcer. La suerte está echada.

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El tango Adiós, muchachos, es como un leitmotiv en esta obra.

Medellín, ¡cómo te siento!

 

Un aporte a la bibliografía sobre la ciudad. Un recorrido, combinación de historia, literatura y periodismo, por la geografía urbana, con paradas en el viejo Guayaquil, al cual se le dedican cuatro reportajes; una visión múltiple de reportero y de flâneur sobre la emblemática Junín, el parque Bolívar, los extinguidos cines del centro, poetas, cafés, barrios, calles imprescindibles. Un libro necesario para saber más sobre el pasado y el presente de una ciudad paradojal, a la que se ama y se odia, a la que se le cantan alegrías y a veces responsos. Así es Medellín, ¡cómo te siento!, de Reinaldo Spitaletta

(Editorial UPB, colección Club de Escritores, 288 páginas)