Cometas de los días felices

(Un vuelo con barriletes, pandorgas y papagayos en los cielos de la infancia)

Por Reinaldo Spitaletta

La cometa es una de las más excitantes maneras de comunicarse con el cielo. El viento es un cómplice sine qua non, con el que hay que tener buenas relaciones. Y debe haber, como sé que existen, formas para convocarlo en momentos críticos en que ni siquiera se mueve una brizna. Es, además, una extensión de la infancia. O, dicho diferente, no hay infancia sin cometa. Y aquí empieza la historia.

No recuerdo con precisión (aunque un hecho como este debía de ser imborrable) el día en que elevé por primera vez una cometa. De lo que sí estoy seguro es que estaba hecha de hoja de cuaderno, con hilo que le sustrajimos al costurero de mamá y una cola leve de retazos. Le decíamos la pandorga. Y el ritual iniciático fue en una manga cercana a la casa, en la que, muy cerca, había barrancas de tierra amarilla y olía a boñiga. Después de unos cuantos intentos, el artefacto fabuloso, al que uno miraba como una especie de nave espacial, contoneándose y haciendo cabriolas, logró estabilizarse en el vuelo y nos puso a desvariar.

Y aunque solo era una altura mínima la alcanzada, apenas sobre los techos de las casas, uno se sentía en una faena de conquista del sol y las estrellas (que estaban invisibles, en la luz atardecida de quién sabe qué día y qué año). El mes sí puede conjeturarse, aunque no hay precisión: o enero o agosto, cuando los cielos eran muy azules y los vientos generosos.

Pudiera, con las coordenadas de la memoria, establecer que esa pandorga, cuya hoja pudo ser de renglones rectilíneos y no cuadriculados, estaba dirigida hacia el occidente, porque a uno le daba el poniente sobre la cara y la descuadernada hoja volante apenas se notaba en un contraluz precioso. Flameaba la cola y el hilo se curvaba. Sentía uno el viento en la cara y respiraba con ansiedad, como si acabáramos de despegar hacia algún astro en una nave de fantasía.

Aquel vuelo inaugural de la infancia feliz, cuando todavía transitábamos los caminos de algún curso de primaria, nos legó un testamento consistente en ser partícipes de una emoción sin límites y de unas sensaciones irremplazables, que ni siquiera podían compararse con las que producían los aparatos voladores de la ciudad de hierro. La cometa fundadora de una cauda pasional que estaba por arribar, terminó exhausta tras un vuelo sostenido y con final contento y satisfactorio.

Después hubo otras cometas, las que hacíamos con almidón, varillas de caña, papel de China o de seda, con unos armazones atados con hilos, en rituales que eran un cultivo de la imaginación y las creatividades. Había unos preliminares de ilusión, como era ir hasta orillas del río Medellín, cerca de la estación del ferrocarril en Bello, atravesar puentes metálicos del tren, con sus durmientes cuyas distancias entre uno y otro dejaban ver la corriente aún limpia de quebradas como la García y el Hato, y, tras estar dentro de los cañaverales, cortando las varillas, volvíamos con las ansiedades vivas a seguir la confección de la cometa.

Para elevarlas nos íbamos en patota a los llanos de Niquía, o cerca de la finca La Selva, al pie del cerro Quitasol, o a buscar los vientos de Playa Rica o los de Potrerito. Una vez que me fui solo, a una manga entre Pacelli (o Pacheli) y unos baldíos que estaban próximos a El Congolo, y cuando mi nave hermosa sobrevolaba por encima de tunales, adormideras, chagualos y subía en busca de las nubes bellanitas, aparecieron dos o tres trúhanes, con capadores en sus manos (eran tiras con piedras atadas en sus extremos) y las arrojaron sobre el cordel de mi nave, que se fue desmayando hasta cuando, con el peso insoportable del capador, se vino a pique. Reventé el hilo y me quedé con un resto del rollo, que se envolvía en un palo. Luego me enfrenté a los asaltantes, en una desigual puja, que hizo que, ante el desequilibrio, tuviera que correr por potreros hasta llegar a la calle, con la impotencia y la desazón en todo el cuerpo.

Después, arribaron las cometas de tela (alguna vez hicimos una gigantesca con hojas de periódico, que fue difícil que volara, pero al fin lo hizo), las chinas y era una mezcla de las de papel con las otras, y entonces los cielos de agosto, también los de enero, se poblaban de papagayos, barriletes, estrellas, triángulos, de otras formas preciosistas que imitaban siluetas de animales salvajes o de alguna nave interestelar.

Elevar una cometa era mantener un diálogo con los vientos, con las nubes, con los pájaros y, claro, hasta con los gallinazos, las aves que más bello planean. Nos avivaba las ensoñaciones y nos conducía a otros ámbitos, que seguro ya habíamos intuido, o presentido en libros y revistas de aventuras. Era un ejercicio de infancia y adolescencia, que, además, nos socializaba. Cuando había muchas de ellas en el cielo, el colorido era una atracción pintoresca. Un cielo de cometas es un paisaje inigualable.

Pero todo no era paradisíaco. Los malos momentos, los malos vientos, también se interponían en aquella práctica de maravillas. Y no solo era el que aparecieran de súbito los “capadores”, los ladrones de cometas, que más que robarlas gozaban con dañarlas, con darlas de baja, sino los accidentes inesperados. Era de una enorme tristeza ver cuando la cometa estaba en sus máximas alturas y de pronto la pita o el piolín se reventaban y entonces se veía la precipitación desesperada de la “aeronave” que iba en picada hacia la tierra.

O también era una herida abierta el hecho de que se enredara en las frondas de altos árboles. O en las cuerdas de energía. Estas eran el cementerio de las cometas urbanas: ceibas, piñones, pinos, y los cables eléctricos eran enemigos del vuelo y la autonomía de los pájaros de papel.

Después de pasadas la infancia y la adolescencia, volver a elevar cometas es una especie de resurrección de emociones perdidas. Tornan como recuerdos indóciles los momentos de alegría sin igual que era, tras varios intentos, ver elevarse la cometa. Sin embargo, es, en esencia, irrecuperable la emoción primigenia, los pálpitos del corazón, acelerados, cuando iba tomando vuelo nuestro barrilete que tenía como meta elevarse hasta el infinito; son incomparables aquellos instantes idos. Pero, igual, hay una aproximación a lo que era la aventura sin igual de entender los vientos y conversar con el cielo.

El tiempo de cometas, el personal, ya pasó, pero continúa en la memoria con sus vientos y soles. Y a veces aparece en sueños.

(Escrito en Medellín el 29 de agosto de 2021, en un día nublado y sin vientos propicios)

«Yo quise ser un barrilete / Buscando altura en mi soñar…», tango de Eladia Blázquez.

Días de fútbol

(Un flashback a las jornadas felices de los partidos barriales)

Por Reinaldo Spitaletta

La pared, esa faena que se piensa en fracciones de segundo para hacer el toque preciso al compañero, que ya te la propuso, se inventó, dicen, en la barriada porteña. En Buenos Aires así la bautizaron. Porque se le hacía un pase al muro, que te retornaba la esférica. No podía ser, claro, con pelota de trapo, porque esta rodaba, avanzaba, mas no rebotaba. Un recurso como de billaristas es la pared.

Las paredes que nos inventábamos en las mangas y otros baldíos de Bello, en sus calles, casi todas más o menos niveladas, aunque muchas de ellas sin asfalto, eran un modo de demostrar lo que después supimos que dijo un académico y escritor francés: que el fútbol era la inteligencia en movimiento. Había a veces unas maravillas del repertorio “la toco y me voy”, de “te la doy y me la das”, que eran parte de la fantasía. Una belleza, sobre todo cuando esa armazón, esa obra de albañilería futbolera, culminaba en gol. La estética callejera. Cuando era el juego por el juego mismo.

Digo que en aquella población, entonces una ciudad fabril, de chimeneas y talleres, de obreros y bicicletas con dinamo, el fútbol era esencial a la cotidianidad. Se jugaba por doquier. El barrio era un estadio. O muchos estadios. Porque en cada cuadra, en cada manzana, había siempre, día y noche, partidos, o, mejor dicho, los “picados”, con la escogencia previa de jugadores a punta del pedestre “pico y monto”, una aleatoria metodología casi siempre realizada por los dos mejores futbolistas.

El juego, con pelotas de carey o plástico, con balones raspados, con deterioradas esféricas, era una demostración de la imaginación y la creatividad. Se buscaba siempre bordar alguna filigrana, una gambeta humillante para el contrario, un túnel u ordeñada, la bicicleta, los taquitos, y un sartal de “rutinas” que pertenecían al mundo de lo extraordinario.

Y era en aquellas topografías, semiplanas, con leves pendientes, porque casi todo Bello era así, antes de que comenzara la urbanización desbocada hacia las laderas del Quitasol y otras montañas, donde se practicaban los prodigios de un juego solidario y que en esencia era un canto a la amistad y la vida reciente. A la libertad. Claro, cuando se trataba de desafíos entre cuadras, o entre barrios, el asunto era a otro precio. Porque estaba en disputa la dignidad de la tribu, de los clanes, de las galladas. Y la liza futbolera tenía otros carices y entusiasmos.

Lindo era aquello de jugar por el honor, por la satisfacción de ganar, sin pretensiones de grandeza, nada más por sentir alegría. Y en un partido de aquellos se daba el todo por el todo. Aunque, por supuesto, no faltaba el “perezoso”, el desganado, que era objeto de insultos y otros denuestos. El fútbol de aquellas jornadas memorables era una fábrica de placenteras sensaciones. Una ensambladora de creatividades y desparpajos.

Aquel fútbol, con todos los ingredientes de un aquelarre, con magias y conjuros, se gozaba como si fuera lo único en la vida, la satisfacción más esperada, como una fiesta existencial. A veces se soñaba con jugadas y trucos, con dribles y nuevas maneras del amague, de los regates, de la habilidad. Y todo porque ya era una emoción, un pensamiento, una cultura introyectada, como un microbio.

Tanto en la calle como en el potrero el fútbol era una manera de vivir, que se representaba como una aventura, como una película, como un cuento de hadas o de fantasmagorías. Siempre lo precedía el suspenso, la emotividad, el frotamiento de manos, una especie de cosquilleo en la espalda, en el estómago y en las piernas. Una elementalidad que no sabíamos que estaba atravesada por tantas sensaciones, como fintas.

Creo que aquellos días de infancia y adolescencia, cuando ni siquiera se aspiraba a ser parte de un equipo de empresas, y menos de uno profesional, porque lo que interesaba era el presente, la flor del día que se abría con una pelota y un grupo de “gomosos” que estábamos dispuestos a la ensoñación, eran días felices.  Todavía —o al menos no era muy evidente ni tan notorio— el fútbol no era una mercancía, ni los futbolistas eran un eslabón de la cadena productiva, digamos, como en el fordismo capitalista, un engranaje de la producción en serie.

Solo era una diversión con las únicas pretensiones de pasar bueno, de la sabrosura y la vida muelle. Y daba además para afinar camaraderías y establecer charlas, y hasta para contar chistes. Sin que Bello fuera una planicie, no supimos de aquellas luchas en otros barrios, digamos como muchos de Medellín, que estaban en laderas. Barrios faldudos. Y así había que jugar: un tiempo en el arriba, otro en el abajo. Los que empezaban tirando a favor de la gravitación propinaban su correspondiente castigo. Y cuando ya se cambiaba de portería, a veces no era ya fácil descontar lo perdido en esos ascensos. Gajes del fútbol en loma.

Otra cosa era jugar a orillas de una quebrada. Si bien de vez en cuando nos tocó hacerlo con la García (entonces limpia y viva) como una delimitación de la cancha, hubo en otras partes una sola posibilidad: jugar así, durante años, en la misma situación inestable de que a cada rato el balón cayera a las aguas, y entonces había una persecución orillera, y alguno se lanzaba a disputarle la pelota náufraga a la corriente.

Visto desde la distancia, aquel fútbol de barrio, de callecitas y potreros, era el romanticismo en flor. Un afinado canto al hecho de vivir. Era un fútbol poético. No cabía en él lo prosaico. Ni las racionalizaciones. Nada de preparativos guerreros, con tácticas, con esquemas rígidos. Nada de eso. Era un lenguaje abierto a las metáforas y las improvisaciones, como si de una pieza de jazz se tratara. Cada uno hacía solos y luego les cedía a los compañeros la sucesión, la continuación para el lucimiento. Era música interior.

Solo quien lo vivió podrá tener la dimensión real de lo que se trataba: una canción que comenzaba a sonar desde la casa, desde el ponerse los tenis, desde ir al encuentro de los otros y de pronto ver el balón y comenzar, en un preludio feliz, el “tecniqueo”, parte de una calistenia de acrobacias y funambulismo de pavimiento o de arenilla o de grama alta. Se ensayaban pirotecnias con la pelota, se demostraban hallazgos en la manera de pararla, de darle efecto, de ponerla a rodar por la espalda, de recibirla con elegancia, de acariciarla, de imprimirle belleza y sensibilidad al contacto con el esférico.

Eran días de solaz, de descubrimientos, de un eterno presente. El fútbol era una especie de fruto del paraíso, no prohibido, sino conquistado para el ejercicio de la felicidad más elemental: la de celebrar hasta el paroxismo un gol después de una tocata de lujo en la que los rivales, babeando, solo atinaban a ver cómo eran hipnotizados, embrujados, y eran incapaces de desajustar esa maquinaria de relojería fina. Se rendían y solo les tocaba esperar a volver a tener en sus pies el balón para intentar, como vindicta, otra exquisitez colectiva.

Como en un tango, solo resta decir “¡qué tiempos aquellos!”. Quien los vivió no los olvida. Porque eran como los días de escuela y de las primeras cartillas. O como el primer amor.

(Escrito en Medellín el 17 de agosto de 2021)

El misterioso “debajo de la cama”

(Recorrido de infancia por aquellas tinieblas con demonios y algún correazo)

Por Reinaldo Spitaletta

Hubo un tiempo, por fortuna extinto ya, en el que a los niños, para controlarlos, y disminuirlos en su energía vital, les amenazaban con apariciones diabólicas, con el Coco, el Chucho, don Pezuñas y cuantas barbaridades se inventaban las madres y criadas para someterlos. Tal vez, sin querer, esas represiones del miedo sirvieron, a su vez y sin que ese fuera su propósito principal, para estimular la imaginación. Y en esta zona de perturbaciones aparecía un lugar único, de nocturnos enigmas y tinieblas inquietadoras: el “debajo de la cama”.

Las camas de antes tenían bien definidas sus partes: una cabecera, a veces de buena altura; la piecera, los largueros con muelas metálicas y rebordes para la instalación de las tablas que sostenían el colchón. Hubo auténticas obras maestras de ebanistería y carpintería. Piezas talladas, bien taponadas de barniz, con alma de maderas finas. Firmes y ajustadas, de modo que no chirriaran ni produjeran temblores llamativos.

En casa, la cama de más larga duración fue la de mamá (bueno, la matrimonial), de caoba, con una cabecera que lucía unas figuras bien talladas, creo que era una especie de rosal en relieve, lo mismo en la parte de los pies. Pesaba como un remordimiento. Era una ardua faena en las mudanzas para cargar tales elementos. Ah, y tenía un amplio “debajo”, lleno de historias y uno que otro fantasma dormilón.

En aquel “debajo de la cama” nos esperaba casi siempre, en noches de relatos de aparecidos, que mamá gustaba de contar en noches de plenilunio y aún en otras de negruras insondables, aventuras de la imaginación. Allí se hospedaron gnomos y otros duendes, cabezas de degollados en la Violencia (había relatos con Sangre Negra y otros bandidos) y, claro, chancletas, bacinillas, cajas de cartón con ropas olvidadas y un sartal de rumores y susurros de espantos desahuciados en otras partes.

Por alguna razón cultural, de familia, aquello del Coco y de distintas formaciones corpóreas del demonio no fueron parte esencial de nuestros miedos, sino de nuestra educación sentimental, de los juegos domésticos y la oralidad, tan común en una casa donde la matrona era una estupenda contadora de historias y otras mentiras bonitas.

A veces, en la oscuridad, nos asomábamos con la curiosidad abierta y quizá con los nervios de punta a buscar alguna presencia, un lamento, una quejumbre del más allá. Era un “debajo de la cama” muy atractivo. Y ese, el de la cama materna-paterna, tenía sus fascinaciones. Y era tanta la facultad imaginativa, que en ocasiones uno veía figuras fosforescentes y una que otra formación espectral, porque, digamos como prueba electrizante, se nos ponía la piel de gallina y a veces había erizamientos de vellosidades y aun de la cabellera.

Aquel “debajo” fue durante años una manifestación del suspenso y de lo inesperado. Solo que con el tiempo se fue perdiendo el interés hasta prácticamente olvidar el rol teatral y de alucinación que tuvo ese espacio, en el que muchas veces nos escondimos porque mamá estaba de mal humor por alguna trastada nuestra. Y en ocasiones hasta allá lanzaba correazos o batía la escoba cuando nos sorprendía.

Hubo otras camas también con “debajo” pero no tan atractivo ni peliculesco. Uno de mis hermanos dormía en una cama metálica, pesada, con cabecera a modo de reja y un posadero del colchón de una bien tejida alambrada, tensada con resortes, que llamábamos “sprint”. Solíamos hacer sobre ella piruetas circenses. Otras eran de menor altura y no era fácil meterse en ese espacio, digamos en caso de necesidad. Hubo en otro cuarto un catre, pintado al soplete, de una mezcla anaranjada que se iba difumando, que mamá compró a un “míster” (así llamábamos en Bello a libaneses, sirios y también a algún judío errante, todos buenos comerciantes, vendedores de telas, camastros y colchones) que tenía su almacén contiguo al hermoso Teatro Bello.

Esos “debajos” se alteraban en ocasiones, en noches de conversaciones (en una casa, con piezas intercomunicadas, era muy usual contar historias de un cuarto a otro, o hacer transmisiones imaginarias de la “Vuelta a Colombia en bicicleta”), cuando se caían las tablas con un estruendo de derrumbe. Era un motivo de chacota y risotadas. Y la risa tenía mucho que ver con el aplastamiento de los habitantes de fantasía de aquellos espacios que bien pudieran ser una entrada al infierno y otros mundos.

Por mucho tiempo la cama reina siguió siendo la de mamá, la de caoba, la de la presencia elegante y poderosa. La que nos acompañó mucho rato, porque, las otras, ya deterioradas, se botaron o regalaron, y advinieron otras, a veces sin ese “submundo”, porque ya eran cama-mueble, con cajones o gavetas. Camas turcas, sin cabecera ni piecera. Aunque ninguna litera. No nos gustó jamás esas que los muchachos de otras casas llamaban “camarotes”.

La Mano Debajo De La Cama | Reino De Horror Amino

El debajo de la cama fue un lugar maravilloso, que nos puso a fantasear y nos convirtió en muchachos a los que, seguro, el diablo temía. Era un rey de burlas el pobre. Nunca nos pudo transmitir ningún miedo; más bien, como lo logramos imaginar, tenía que irse con “la cola entre las patas”. Las camas aquellas tenían sonoridades nocturnas y traqueos; unas, las de madera, sufrieron los ataques de comejenes y otras plagas xilófagas y perecieron pulverizadas, o se volvieron leña, junto con sus tablas desvencijadas.

La que sí era una auténtica larga duración era la de caoba. Después de tantos años, de ires y venires, de mudanzas y otros trasteos, y cuando mamá ya había muerto, la finura de aquella madera se prolongó en unos banquitos y una mesa que siempre lució un florero en recordación de mamá. Al final de cuentas, tampoco se supo adónde fueron a parar aquellas “metamorfosis” de la bella cama que tuvo entre el suelo, el colchón y las tablas una espacialidad que a veces fue castillo legendario, a veces un lugar en el que concurrían todos los puntos del universo y todas las historias del fin del mundo.

Las camas modernas (creo que casi todas) carecen de esa geografía encajadora de misterios. Se les perdió lo que pudiera ser una suerte de inframundo, con seres extraordinarios que en ocasiones tenían ojos luminosos que nos miraban con cierta ternura y, quién lo creyera, en los que se asomaba una lágrima de pesar cuando fuimos creciendo, y el “debajo de la cama” perdió para siempre todos sus secretos y deslumbres.

(Escrito en Medellín el 9 de agosto de 2021)

Obra del artista Guillermo Kuitca

Venta de ilusiones y mangos robados

(Sobre sudores, fotos y los cigarrillos de un relato de Ribeyro)

Por Reinaldo Spitaletta

Después de no sé cuántos años volví a leer la “autoficción” (término de moda) del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro “Solo para fumadores”, a la cual no me referiré en sentido crítico y demás consideraciones literarias. En algunos pasajes, el autor recuerda sus días de París, a veces sin tener con qué comprar cigarrillos, desmedrado, sin saber qué hacer ante la desesperación infinita de unas ganas de fumar insatisfechas. Y entonces, en un momento de lucidez, se le ocurrió meterse a reciclador de periódicos; después a conserje de un hotelucho, cargador de estación ferroviaria, repartidor de volantes, pegador de afiches (como el del filme Ladrones de bicicletas) y cocinero de ocasión, y todo con el propósito de no mendigar cigarrillos sino de tener con qué comprarlos.

Tal vez de todos estos oficios de rebusque el único que tenía conexión con tener que vender algo era el de recolector de periódicos viejos. Tenía que ir a un acopio y “kiliarlos”. Y en ese punto de la lectura me hice una serie de reflexiones al vuelo, una de las cuales tuvo que ver con que hay gente que nace negada para ciertas actividades y desempeños.

Es posible que se nazca con ciertas condiciones y aptitudes para ser algo, las cuales, con práctica y disciplina, se pueden acabar de desarrollar. Pero hay cosas para las que no se tiene talento ni ganas ni nada. Y ahí memoré tiempos de infancia y de la primera adolescencia (¿hay una segunda?), cuando ya amasaba la idea de que trabajar cansa, a lo poeta italiano, y pocas satisfacciones deja, en particular cuando se trata de laburos como los que yo veía, tal si fueran escenas de un espectáculo (bien lo decía Barba, el de las “leves briznas al viento y al azar”: el trabajo es un espectáculo) de albañiles, unos con tarros de manteca (pero sin manteca, sino con mezcla) y otros con palas y palustres, en un convite tenaz de erigir una casa y “vaciar una plancha”.

Supe en esos momentos, cuando todo era vida muelle, calle y esquina, fútbol y un poco de ir a estudiar, que no estaba hecho para esas rudezas, como, por ejemplo, las de cargar mercados en la plaza de Bello o las de abrir brechas en las calles para fines de alcantarillados y otras cosas de pico, barra y pala. Maravillosos los que nos concedían esa vista de sudores y esfuerzos, con las que—no digan que no les pasó, carajo— también uno se solidarizaba con alguna muestra de gotitas en la frente y unas miradas de apoyo y ánimo.

Solo para fumadores, un cuento de Julio Ramón Ribeyro
Julio Ramón Ribeyro

Y digo que en la lectura del estupendo cuentista peruano estaba cuando me hizo remembrar días de aventuras casi de folletín en fincas bellanitas, por los lados de Potrerito, una vereda con muchas propiedades sembradas de frutales, y también de otra, de mayores riesgos, como era la finca Salento, donde un mayordomo feróstico, llamado Lázaro, era capaz de perseguir muchachos, escopeta en mano y con una jauría de perros de presa que nos hacían correr cien metros en menos de diez segundos, nos ponía en fuga. Lástima que no nos vio ningún entrenador de atletismo. Hasta medallistas olímpicos hubiéramos sido.

Cuántas veces logramos, en aquellos asaltos de película, llenar costales de naranjas y mangos y ciruelas. Las mismas que vendíamos en el barrio para conseguirnos toda una semana de entradas a cine. Solo una vez, que recuerde, fracasamos en la rapacería montaraz. Y fue cuando en una de esas fincas en loma nos apoderamos de muchos mangos y, cuando nos disponíamos a cargarlos a la espalda para tomar las de Villadiego, apareció un jinete, escopetudo y sombrerón, que, con sonrisa de satisfacción regada en cara y cuerpo, nos decía: “Gracias, muchachos, me ahorraron la cogida”. Montó los costales pletóricos de fruta verdosa y pintona, también había madura, y con cierta actitud de lástima nos dijo que escogiéramos tres o cuatro manguitos a modo de pago por la labor realizada.

Decía que hay gente que nace con cualidades para determinados oficios. Por ejemplo, jamás he podido ser un vendedor, al menos exitoso. Solo en aquella etapa de niñeces plácidas pude hacerlo con las jugosísimas naranjas robadas. Más tarde, cuando ya estábamos “piernipeludos”, un tío, que era un fotógrafo social y un lector de novelas y textos filosóficos, nos propuso un negocio: “Vayan y ofrecen mis servicios de fotos a domicilio y ahí partimos ganancias”.

Nos dio a dos de mis hermanos y a mí una muestra de sus mejores fotografías de primeras comuniones, quinceañeras, matrimonios, para la labor de convencimiento de clientes potenciales. Y salimos un mediodía por calles de sectores de Belén, Laureles y no sé cuáles otros barrios en el ofrecimiento. Se reían de nosotros y, a veces, nos miraban con pesar y desprecio. Fracaso absoluto.

En otra ocasión, cuando todavía estaba en boga la deforestación navideña de arbolitos para cubrirlos de bolas de colores, algodón, cadenetas, falsa nieve y guirnaldas, salimos en una excursión urbana a probar suerte. Los voceábamos por las calles y nada. Por las ventanas y a veces por las puertas se asomaban a preguntar a cómo eran, pero no más. Se entraban con gestos de indiferencia o burla.

Mejor dicho, “no vendemos un tamal en un derrumbe” era nuestro lema trágico, fatídico y de absoluta incapacidad para aquellos negocios. Jamás vendí nada de nada en la escuela ni en los colegios donde estudié. Ni cantarillas ni “cofio” (maíz tostado molido con azúcar o panela raspada) ni “minisigüí” (azúcar con colorantes y sal de frutas). De otra forma, hubiera sido hasta un fracasado “jíbaro” o “dealer” (como con esnobismo también le dicen por estas breñas y andurriales a los vendedores de marihuana y otras sustancias).

Nací negado para vender rifas y otras boletas, bonos de caridad, empanadas, tiquetes para un viaje a la luna, enciclopedias, joyas de fantasía y tantas cosas más. Ni siquiera para venderle el alma al diablo, que las leyendas fáusticas son para la diversión, creación y recreación literarias, y si no que lo digan tipos como Carrasquilla, Goethe y Marlowe, por ejemplo. Ah, lo único que alguna vez vendí, y muy barato, por cierto, fueron mis servicios de lector de las cenizas de cigarrillo a muchachas de la universidad, oficio fugaz y divertido, aprendido —heredado— de una tía. Y del cual me acordé de paso por la lectura del humoso (y maravilloso) texto de don Julio Ramón.

(Escrito en Medellín el 5 de agosto de 2021)

La degeneración del periodismo

(Pequeña diatriba contra los “tejidos de mentiras” y otros disfraces)

Librería Catalonia på Twitter: "De la colección Clásicos radicales: Contra  los periodistas y otros contras, de Karl Krauss.… "

Por Reinaldo Spitaletta

Borges, poseedor de afilado humor negro y hasta de otros colores, decía que el periodismo (mejor dicho, lo que en los periódicos se publicaba) era puro material para el olvido. Para él, husmeador en distintas dimensiones del conocimiento, la última noticia interesante había sido la del Descubrimiento de América. “Yo no he leído un periódico en toda mi vida. En un diario, por lo general, se escriben noticias, desde luego tontas”, apuntaba con sorna.

Un rabino de cuyo nombre no tengo ya noción decía que para qué diablos (y esta palabra la pronunciaba con cuidado) manosear diarios porque, al fin de cuentas, qué novedad atractiva iba a existir después de que Caín mató a Abel. Y así, otros, menos visibles, pueden decir que leer un periódico (lo mismo que escuchar noticiarios radiales o verlos en tv) es una pérdida de tiempo, porque no solo no dicen nada trascendente, sino que están cooptados por el poder.

Y no solo cooptados, sino que, viéndolo bien, han sido comprados por transnacionales, grupos económicos, capitalistas que necesitan publicar sus intereses y plusvalías en las páginas económicas y en otras secciones (las deportivas, por ejemplo). No falta el inteligente que advierta que él no lee ni ve ni oye información porque la misma, que siempre ha sido una mercancía, no es veraz, o está maquillada, o algo oculta, o tiene solo una cara… “No, no me diga que lea periódicos o vea noticias de televisión. No lo hago por salud mental”, me dijo una vez un profesor de física.

El periodismo, oficio ilustrado si los hubo, se ha disecado. O por lo menos, es poca la posibilidad de saber (o, al menos, tener noción de algo), de enterarse con rigor de los acontecimientos, o de aportar al conocimiento, porque es, casi siempre, propaganda, o lo que los editores consideran, en su supina ignorancia o en su sabiondez, que tal cosa o tal otra es la que se vende. Y entonces todo es tendencioso. O que hay que privilegiar lo gráfico sobre lo textual. Y por eso, hay que incluir foticos a granel y otras imágenes. Qué cuento de contar historias, más faltaba.

De tal modo que hay publicaciones periódicas que son un atentado a la inteligencia. Un amigo, gran lector, me dijo un día que él no veía televisión y poco tiempo les dedicaba a los periódicos (ah, tampoco escuchaba radio informativa o desinformativa). “Si una cosa de veras importante pasa aquí o en otra parte, igual me enteraré”. Y sí; por ejemplo, si se acaba el mundo, pues ya no habrá forma de darse cuenta y poco importará. Quizá los extraterrestres harán alguna reportería y publicarán una notica insignificante, tan insignificante como es la Tierra en el infinito concierto del universo.

El arte y la prensa en las Colecciones Españolas : Asociación de Periodistas  Europeos | Producción artística, Arte, Pinturas

“No pasa nada”, me dijo otro allegado, “si no leo prensa ni veo noticieros”. “No es esencial”. Y es triste que ocurran estos señalamientos porque hubo épocas, tal vez ya remotas, en que un periódico reunía una serie de elementos clave para aportar al hombre, al ciudadano, a la comunidad. Tenían una utopía, como la de ser la voz de los que habían enmudecido por las cadenas, grilletes y otros mecanismos opresores del poder.

La prensa toda era un negocio respetable y que respetaba a los destinatarios de sus contenidos. Había historias bien contadas, aspectos insólitos o llamativos de una sociedad, y noticias que no solo eran las malas noticias. Y qué tal los suplementos. La literatura era parte de un periódico. La arquitectura. La plástica. La música. Había críticos especializados. Y cronistas de alto vuelo, como escritores invitados a determinadas secciones.

Era un símbolo de la libertad, un ejercicio para el libre pensamiento y los disensos civilizados. Sí, había posibilidades para el debate y para saber de las posiciones contrarias a una corriente, hecho, disposición gubernamental, en fin. Se podría decir que el periodismo llegó a ser una actividad de la inteligencia, la creatividad, la confrontación ideológica, la revelación seria de lo que algunos querían que no se revelara.

“El periodismo es libre o es una farsa”, dijo Rodolfo Walsh, un periodista investigador, pionero en América Latina y el mundo de las corrientes posteriormente denominadas “nuevo periodismo”. Además, era un escritor brillante que, además de reportajes como Operación masacre, legó a los lectores cuentos y novelas, algunos atravesados por lo policíaco y detectivesco.

Operación masacre, la historia de una matanza – HERALDO DE MADRID

Y así como el alemán Tucholsky dio una definición de estruendo sobre el periodismo (“El periodismo es el tejido de mentiras más complejo que jamás se haya inventado.”), y Balzac, puntilloso e irónico, decía que si el periodismo no existiera no había necesidad de inventarlo, hubo otros que lo pusieron como un pilar de la democracia y una actividad intelectual de envergadura.

En estos tiempos de las distopías se fue menguando el periodismo como una posibilidad de alerta, de mostrar asuntos que el poder no estaba dispuesto a que se mostraran, y se erigió en desdichado baluarte de la antidemocracia, de dictaduras y otros autoritarismos. Y alguien lo vio como un elemento de la tristeza, porque, sí, qué triste aquello que pronunció Luis del Olmo: “Ser un empleado de un medio para contar la verdad del dueño en lugar de la tuya, es algo terrible.”

En los tiempos del gran Oscar Wilde, un irlandés que puso a sudar petróleo a los muy flemáticos y moralistas ingleses, el periodismo ofrecía diversas alternativas, desde el amarillismo, hasta la seriedad en traje de paño. Y como su inteligencia y su humor eran ilimitados, no podía dejar de tirar una frase célebre, de las muchas agudísimas que insertó en sus escritos, como la novela El retrato de Dorian Gray, en su teatro, ensayos y cuentos: “La diferencia entre literatura y periodismo es que el periodismo es ilegible y la literatura no es leída.”

“Y para qué leer un periódico de ayer”, decía el portorriqueño Tite Curet Alonso. Creo que, sobre todo cuando se visitan archivos, es una delicia leer periódicos de ayer, mejor dicho, muy viejos, porque hay historias, reportajes, relatos, todo un mundo desaparecido que revive como testimonio de épocas, de mentalidades y de culturas. Y es porque entonces tales publicaciones se tenían como vehículos de conocimiento y divulgación cultural.

Después del “Descubrimiento de América”, pese a Borges, hubo noticias de gran calibre. Solo que había que contarlas bien. Y seguro algunas quedaron bien narradas, como, por decir algo, las de las pestes, los inventos, las inquisiciones, los descabezamientos reales, la revolución rusa, la bomba atómica, el viaje a la luna, la caída del Tercer Reich…

Hay que anotar que, más que todo, por estas geografías (de atracciones infinitas) es que el periodismo se ha vuelto una burla a la historia, un desdén a la razón y un arriar de las banderas de la libertad, el pensamiento y la creatividad. Y se ha erigido como propaganda burda. Y farándula ordinaria. Vulgar mercancía.

Lo que fue un oficio de la inteligencia y la ilustración, en estas comarcas se degradó. Periodismo de bufones. “Qué pesar”, decía una señora. “Ahí no hay nada”, repetía otra voz. Periódicos, noticiarios radiales, noticias televisadas, pura sobadera de sacos, linsonjas, lambonería y servilismo. Qué pesar, sí. Y qué desvergüenza. Ah, y para cerrar, como ha dicho el pueblo: “Al que le caiga el guante…”. A lo mejor, sí tenía razón el escritor de la Esquina rosada: “los periódicos se hacen para el olvido, mientras que los libros son para la memoria”.

(Escrito en Medellín el 2 de agosto de 2021)