Por Reinaldo Spitaletta
Soñar con árboles, con bosques de higuerones y almendros, y además con cagadas de pájaro, puede ser un signo aciago de una tragedia. Puede ser, también, que vestir un traje de lino blanco, en vez de uno caqui, y tener una pistola Magnum 357, con balas blindadas, sean otros síntomas augurales de un desenlace fatal. El destino, como en las tragedias de Sófocles, es ineludible, y por más vericuetos y atajos que tomes, por más intentos que hagas por no toparte con lo fatídico en una esquina, en un altozano, en la incertidumbre de una puerta cerrada, todo es inútil. Nadie podrá salvarte de lo escrito en el ininteligible libro del sino humano, solo comprensible a los dioses y a los iniciados en la interpretación y lectura de presagios.
Los sueños que tuvo Santiago Nasar, protagonista de la novela de Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, en los días y momentos previos a su sacrificio, a una muerte de cordero pascual o de cerdo de navidades, no le sirvieron ni siquiera a su madre, Plácida Linero, experta en lecturas oníricas, “siempre y cuando (los sueños) se los contaran en ayunas”, para detectar lo inevitable. La suerte estaba echada. Y en aquel pueblo ribereño, tropical, con un río mítico por el que todavía navegaban barcos de vapor y pasaban obispos indiferentes, hieráticos y fatuos frente a los que se agolpaban para que les echara la bendición, un desastre de sangre marcaría la historia de sus moradores y de las familias implicadas en un asesinato de honor. Un ajuste de cuentas por una afrenta de piel y cama.
En un pueblo en el que todo el mundo sabía que a Santiago Nasar lo iban a matar los gemelos Pedro y Pablo Vicario, matarifes de oficio, y antiguos amigos de su víctima, todo conspiró para que el crimen se llevara a efecto, sin que ni el cura, ni el alcalde, ni la madre del descendiente de árabes, ni la tendera, ni la prostituta matrona, ni nadie pudiera impedirlo. Entre complicidades e incredulidades el desenlace se vuelve inexorable.
El crimen de Nasar sucede un lunes de desgracia tras la fiesta más estrepitosa, costosa y desproporcionada jamás vista por esos andurriales, y unas pocas horas después de que Bayardo San Román, un galán forastero y dueño de sonora fortuna, se entera de que su recién desposada Ángela Vicario no era virgen y entonces la devuelve a su familia. En Crónica de una muerte anunciada, escrita con técnicas del reportaje y basada en un hecho real que el novelista ficciona y con su prosa de alucinación torna en “realismo mágico”, desde el principio se notan los amarres y símbolos de la tragedia.
Estos comienzan a aparecer cuando la cocinera de los Nasar, Victoria Guzmán, que además tiene una hija adolescente a la que Santiago acosa con la lujuria alborotada, está descuartizando tres conejos para el almuerzo, mientras varios “perros acezantes” esperan el tripitorio, o cuando ella misma, tras decirle al joven que se dejara de estar persiguiendo a la niña, le muestra el cuchillo untado de sangre de conejo, porque “de esa agua no beberás”. Y continúan surgiendo durante las peripecias de esta novela corta, que mantiene, con control absoluto del narrador, la intensidad y la tensión hasta el final.
La gracia de la narración radica, no en saber desde el principio que al protagonista lo van a matar (reto que el novelista propone al lector), sino, al contrario, en una estructura que permite ir montando un rompecabezas, con planos temporales diferentes, todos en círculo, y que, a través de voces, las voces del pueblo, se van juntado las piezas de la tragedia. En contravía de las novelas policíacas, aquí se sabe quiénes son los asesinos casi desde el principio de la obra. Y estos, los hermanitos Vicario, uno seis minutos mayor que el otro, intentan por todos los medios de que el asesinato no se lleve a cabo, pero, a su vez, saben que es la única manera de vengar una deuda de honor. O tal vez, si se mira desde otro minarete, de vengar una humillación no de la hermana de ellos, sino de haber dilapidado la oportunidad de que los Vicario salieran de su crisis económica, con un cuñado y yerno rico.
El rompecabezas, que se ayuda y complementa con partes del expediente del crimen, tiene un efecto de alta tensión en la novela y muestras las distintas fases y facetas no solo de un pueblo perdido en la costa Caribe, sino de sus habitantes. Y aunque en general no se puede afirmar que los personajes de esta “crónica” sean inolvidables por su caracterización sicológica, sí lo son, en parte, por la selección sonora de los nombres de casi todos, que se hacen difíciles de borrar, como si fuera la aplicación de una nemotecnia. Así que Plácida Linero, Divina Flor, Bayardo San Román, Clotilde Armenta, Ibrahim Nasar, Carmen Amador, Lázaro Aponte, entre otros, tienen música en sus nominaciones, en las que se pueden encontrar similitudes con las de los personajes de Juan Rulfo (los buscaba en lápidas de cementerio), de larga recordación.
A diferencia, por ejemplo, de A sangre fría, de Truman Capote, que con técnicas literarias fabrica un gran reportaje sobre un hecho aparentemente anodino para muchos periodistas, García Márquez, con técnicas del periodismo, crea una ficción en la que él mismo (en la novela coinciden autor y narrador) sin nombrarse se convierte en el narrador, con personajes reales, como su madre Luisa Santiaga, sus hermanos Luis Enrique y Margot, aparte de la que sería su esposa, Mercedes Barcha. Como si fuera un reportero, el narrador, veintisiete años después del crimen de Nasar, reconstruye los detalles, peripecias, indicios, causas y efectos del acontecimiento desgraciado. Con vestuario de periodismo se escribe una novela.
Mientras el norteamericano, que en 1960 atravesaba por una crisis creativa, y de pronto, en las páginas de un diario lee una corta noticia de un crimen en el pueblo de Holcomb, en Kansas, Estados Unidos, y durante seis intensos años reportea, investiga, va y viene, ayuda a prolongar la ejecución de los convictos, en fin, para producir al fin de cuentas una “novela de no ficción”, que no es otra cosa que un reportaje de gran calado, García Márquez, que para el año en que publica su Crónica (1981) ya es un reconocido escritor mundial, aprovecha sus dotes de reportero para subir su creatividad e imaginación de novelista.
La novela, que tiene una composición en tiempo circular, que se cierra con el destazamiento de Santiago Nasar contra una de las puertas de su caserón, permite, sin embargo, especulaciones al lector sobre si, en efecto, fue él el autor del desfloramiento de Ángela, o tal vez esta, no se sabe por qué ignotas razones, lo acusó a él en la posibilidad de encubrir al “autor”. En tan pocas páginas, el escritor incluye mentalidades sobre el machismo, comportamientos femeninos, religiosidad popular, rituales, con un destacado manejo de las arquitecturas de las casas, del clima, de la flora y de creencias y supersticiones agoreras.
También da cuenta, sin ser explícito, de la migración árabe, de aquella ola que, tras la Primera Guerra Mundial, llegó al Caribe colombiano, y se instaló en distintas ciudades y pueblos de la costa, desde Maicao hasta Lorica. Los denominados genéricamente turcos, procedían del Líbano y Siria, y el apelativo se lo ganaron porque, en aquellos días del imperio otomano, diluido en la Gran Guerra, los pasaportes eran turcos. Y hasta la segunda generación hablan en árabe entre ellos, como sucede con Ibrahim Nasar y su hijo Santiago, de 21 años.
Mentalidades e imaginarios machistas se pueden percibir y encontrar en la obra, en la que, por lo demás, los personajes femeninos están muy bien confeccionados. Tal vez hoy, en los albores del siglo XXI, parezca inverosímil que una moza recién casada sea devuelta por su marido debido a que ha perdido la virginidad, y más aún que sus hermanos asuman una vindicta contra el presunto desvirgador. Sin embargo, en la temporalidad en que está inscrita la obra todo esto era posible, y más aún en el Caribe. En aquel pueblo (como sucedió en muchos otros de Colombia) las mujeres eran educadas para el casamiento, para la reproducción y los oficios caseros. La mamá de los Vicario, por ejemplo, que de soltera había sido maestra de escuela, se dedicó a la crianza de sus hijos y a la atención al esposo. Mientras a los muchachos se los levantaba “para ser hombres”, a las hijas se les enseñaba a bordar, coser a máquina, cocinar, tejer encajes, lavar, planchar, barrer, confeccionar florecitas y algunas veces a escribir “esquelas de compromiso”.
Con aquellas muchachas, como las de la novela, y tal como lo declara un personaje de la obra, cualquier hombre podría ser feliz con ellas, que habían sido criadas para el sufrimiento. Así, y durante muchos años, el rol de las mujeres se limitó a lo hogareño, sin presencia en lo público, con una vida interior, de puertas para adentro. Y una de las conductas que debían asumir era la de llegar vírgenes al matrimonio. Era una manera de la dote. Un tesoro que se reservaba al “príncipe azul”. Y en los pretendientes esa mentalidad caló, como sucedió con Bayardo San Román, un tipo de “cintura angosta de novillero” y ojos dorados, que seis meses antes de la cataclísmica tragedia, llegó al pueblo, porque, según lo dijo después, andaba buscando con quien casarse.
En la novela que parece un reportaje hay putas y serenatas y se sienten las calenturas climáticas. Y de pronto, todo el pueblo está, cuando apenas la mañana despuntaba, pendiente del desenlace desventurado, sin poder —o no querer— evitarlo, porque, además, hay asuntos que solo el azar determina, y este está muy bien delineado en la obra como un elemento contra el cual no opera ni la voluntad ni la razón. Una de estas situaciones aleatorias puede ser la entrada de Nasar a casa de su novia Flora Miguel, que, conmocionada, lo esperaba para devolverle sus cartas y decirle en tono perentorio: “¡Ojalá te maten!”.
Las últimas páginas de esta Crónica son deslumbradoras, porque la tensión alcanza su cumbre y parece haber una música de fondo, con suspense, que le provocan al lector ganas de meterse en aquella realidad ficticia y salvar al pobre Santiago que parecía “un pajarito mojado” buscando un refugio para eludir los cuchillos de los hermanos Vicario. Los mismos con los que le sacarán sus entrañas, que se diluyen con el último símbolo mortuorio de la novela: el sábalo que Wenefrida Márquez estaba desescamando en el patio de su casa, al otro lado del río.