¿Cuáles son los diez libros que cambiaron tu vida?

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Por Reinaldo Spitaletta

Cuando a uno le preguntan, por ejemplo, cuáles han sido diez libros que le cambiaron la vida, el impacto del interrogante es como un recto a la mandíbula. Cualquiera, menos avisado, podría decir que un libro no le cambia la vida a nadie. Pero resulta que, en aquella etapa en la que uno todavía está en la educación sentimental, sí hay lecturas que lo transforman. Puede que, en rigor, no sean todas obras maestras. Influyen factores disímiles, emociones de adolescencia, enamoramientos frustrados, alguna casualidad. La soledad que acecha… Hay libros que lo buscan a uno. Se le aparecen en una esquina, en una vitrina, en el café, en una conversación. Hay una suerte de misterio en el descubrimiento de aquellos libros.

 

En agosto de 2008, el finado Luciano Londoño López, un lector impenitente, quizá uno de los mejores que yo haya conocido, realizó entre sus amigos (no muchos) una encuesta tremenda: ¿Cuáles han sido los diez libros que más han influido en tu vida? Confieso que me quedé sin respiración. Bueno, un momento no más. Y después, al recuperar el aliento, en una meditación que me transportó a tiempos lejanos, los libros emergieron, unos entre ángeles custodios; otros, en medio de la bruma de los recuerdos. Cada libro, de los diez que seleccioné, tenía una historia, un momento crítico, una epifanía. Fueron revelaciones.

 

El flash back me condujo a días felices. De cómo llegaron a mis manos, podría contar tantas cosas y episodios; de cómo algunos de ellos los leía día y noche, en una especie de maratón adictiva, que alguna vez originó que mamá, molesta por el bombillo prendido de mi pieza, dijera que no leyera más o terminaría como el Quijote. En otra ocasión, menos literaria ella, ordenó con energía que apagara la luz o rompería el foco con un zapato. La risa que la amenaza me causó, se le contagió, y al fin de cuentas, en medio de las risotadas de ambos, permitió que siguiera la lectura.

 

Uno de los diez elegidos, llegó a mi poder, cuando yo tenía quince años. Un amigote de barra, Chucho Hernández, me dijo una tarde: “mi papá tiene muchos libros que ya no lee. Te voy a regalar uno”. Y entonces me entregó un libro gordo, de hojas amarillentas, titulado Moulin Rouge, de Pierre La Mure. Lo empecé por la noche y de pronto llegué al momento en que el pintor Henri Toulouse-Lautrec (era una novela biográfica), alucinado por el azul intenso de los ojos de su hermano, le clavó un lápiz en uno de ellos. Ya no pude parar.

 

El libro estuvo conmigo muchos años, hasta cuando un escultor, Gabriel Restrepo, al que le hablé una noche en un bar acerca del texto, me pidió que se lo prestara para, a su vez, el pasárselo a otro escultor, Rodrigo Arenas Betancur. Jamás lo devolvió. Y pasó el tiempo, y para mí la ausencia de aquel libro creó un vacío existencial. Una vez, en el Sindicato de Trabajadores de Vicuña, vi otra edición del mismo, en una vitrina. Le pedí al presidente del sindicato, Jesús (Chucho) Hernández (qué curioso: homónimo de mi amigo de barriada), que me lo prestara. Lo volví a leer y ya las emociones no fueron tantas, aunque mi amor por las historias del pintor de las prostitutas, los carteles y las bailarinas de cancán (ah, y de La Goulue), me seguían seduciendo. Pasaron los meses. Y un día el señor Hernández me dijo: “Spitaletta, quedate con ese libro. Aquí nadie lo va a leer”. Todavía lo tengo.

 

Al final de la adolescencia cogí la manía de leer varios libros “simultáneamente”. Leía veinte páginas de uno y saltaba a otro, y a otro. Lecturas desordenadas, sin rigor, sin disciplina de lector serio. El vicio arraigó y todavía hago lo mismo. Qué vaina.

 

Los libros que incluí en el listado para Luciano fueron parte de una aventura juvenil, tiempo de exploraciones y búsquedas desenfrenadas. Quizá si hoy alguien me formula la misma pregunta, la selección cambie. Pero, sin duda, varios de aquellos estarán ahí. Porque me llevaron a otros libros. O porque me hicieron llorar. O me disminuyeron la angustia existencial. O me la aumentaron. Qué sé yo. O porque me alborotaron la imaginación. Puede ser que la frase “cambiaron mi vida” sea solo un decir. El caso es que los diez libros de la lista hicieron que el mundo, mi mundo limitado y simple, no fuera como el de antes de leerlos. Fueron, quizá, como las estrellas con las que terminan el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso de Dante Alighieri.

 

Los diez libros de aquella absurda encuesta son:

 

-Moulin Rouge, de Pierre La Mure (novela sobre la vida de Toulouse-Lautrec)

-El lobo estepario (Hermann Hesse)

-Enciclopedia El tesoro de la Juventud

-Las Mil Noches y Una Noche

-Reportaje al pie del patíbulo, de Julius Fucik

-Teatro completo, de Antón Chejov

-El Manifiesto, Marx y Engels

-Cuentos completos, Edgar Allan Poe (creo que era la traducción de Cortázar)

-El hombre de Kiev, Bernard Malamud

-El faro del fin del mundo, Julio Verne

Scherezada y el rey Schariar, Las mil y una noches

 

Muchachas que comen fruta

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Es un atardecer de verano tropical. Con lentitud, me asomo a la ventana para llenar los ojos de luz magenta, que cambia en menos de un parpadeo a un tono malva. Recuerdo al poeta de la taheña barba que quería montar una fábrica de crepúsculos con arrebol, y sonrío. Medellín en el estío de agosto (¡qué luz de agosto, por Dios!) es una fiesta de viento y soles que abrasan. La calle parece reverberar. Y de pronto, por la acera, pasan dos muchachas que comen fruta (creo que una, la de blusa breve, de manga sisa, se lleva una manzana verde a la boca; la otra, también de blusita soleada y corta, chupa naranja). Una muestra parte de su vientre templado, joven. La otra come como Eva la manzana. Tal vez piensa en alguna tentación por la manera como redondea los labios. Los senos recientes se abultan en sus blusas, frutos nuevos. Caminan despacio, tardando, como si supieran que son observadas. Animan mi vista de voyerista atardecido. No tienen afán de vivir ¡Viven! Estiro el cuello, mi nariz contra la vidriera, para observar sus últimos pasos que ya voltean en la esquina. Afuera, el sol sigue quemando.

Pintura de Fernando Botero

Martillo y su Viejo Café

 

(Una vieja crónica para recordar a un cantinero muerto y su bar)

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Hace poco alguien me dijo: “¡Se murió Martillo!”, y entonces recordé al señor narigudo y atento que, en 1952, fundó un bar en la ciudad de los obreros, Bello. Había escrito, hace más de dieciocho años, una nota sobre él y su nostálgico cafetín en el que no había propiamente “sabiondos y suicidas”, pero sí en el que, muchos, pudieron conseguir allí “un puñado de amigos”. Reproduzco aspectos de aquella crónica de un tiempo ya muy lejano. ¡Ah!, El Viejo Café, que así se llama, sigue vivo y tangueando.

 

Lo primero que se le asoma al doblar la esquina es su afilada nariz, semejante a un pico de águila. Quizá por esa condición le dicen Martillo a ese señor decente que hace más de cuarenta y cinco años llegó a Bello de un pueblo del Suroeste de Antioquia, que no lo aceptaron como obrero de Fabricato por tener dañado un dedo de la mano y que entonces tuvo la feliz idea de abrir un bar de evocador nombre: El Viejo Café. En realidad, casi nadie sabe su nombre de pila: Luis Carlos Grisales; todos lo nominan como a esa herramienta que sirve para golpear puntillas. En cambio, todos saben que es el dueño de uno de los cafecitos más antiguos del barrio Prado, otrora centro de malevos con cartel y excelentes futbolistas. En esa población de obreros hubo cafés deslumbradores como el Viejo Palmeiras, el Lucerito, el Florida, el Torrente y el River Plate, pero fue El Viejo Café el que se quedó en la memoria de los ciudadanos.

 

“Este café lo conocen en todas partes. Han grabado videos para llevarlos a Estados Unidos y Europa, y venido de otros sitios para grabar tangos”, dice don Luis Carlos.

 

A diferencia de otros bares, este no tiene billares. Seis espejos, distribuidos estratégicamente en las paredes, aumentan la luminosidad (y también el tamaño). Caballos salvajes en frenética carrera están atrapados en un cuadro, junto al mostrador, con un vecindario de cajas de cerveza. El Viejo Café, color rosa pálida, tiene un traganíquel Seeburg de 200 selecciones. Como caso especial, 198 de ellas son de música argentina y dos del Jefe Daniel Santos: Esperanza inútil y Despedida.

 

Mientras suena un candombe, de alma negra y cadencias africanoides, a Martillo se le va llenando de recuerdos la voz. “He visto nacer y morir a mucha gente; a niños que se volvieron malos y los mataron”.

 

Martillo comenzó su actividad cantinera en los tiempos en que una cerveza o un aguardiente valían diez centavos. Alrededor del café, visitado por obreros y desempleados, “gotereros” y despechados, crecieron barras de muchachos y se formaron equipos de fútbol. El barrio era entonces muy peligroso, con zambras a puñetazos en las esquinas y humos de marihuana en las penumbras. A veces, dos familias del barrio se enfrentaban a palo, piedra y machete. Y hasta llegaron a darse martillazos, en sangrientas jornadas que le dieron mala fama al sector.

 

“El barrio era peligroso por la marihuana, pero a todos los viciosos los mataron. Nunca le permití a nadie que fumara marihuana dentro de mi establecimiento. Me respetaban mucho, y los convencí de que se portaran bien. Jamás he tenido un problema aquí”, dice Martillo. “Tampoco -agrega- aquí han matado a nadie. Los pocos muertos que ha habido han sido afuera. Claro que aquí adentro a veces se liaban a puños y cosas así, sin gravedad”.

 

El Viejo Café, sillas rojas y un farolito pintado en el aviso luminoso que lo identifica, convocó en otras épocas a los aficionados al tango. Iban a escuchar a Raúl Berón, navegante de su Barco María, y al japonés Ikuo Abo, que ahogaba sus penas en copas de champaña, y a Oscar Larroca con su malevaje en la sangre, y a Roberto Firpo con su Vals de los recuerdos. Y así por estilo, a Sobral, Rufino, Famá, Dante, Podestá, Rivero (qué raro, nunca se escuchó allí al Polaco Goyeneche). Y todavía, después de tanto tiempo, jóvenes imberbes y adultos de edad abultada, se congregan en ese ámbito a hundirse en las cadencias de tangos, milongas, valses, foxes y candombes, y a que, con su voz ahumada, el Anacobero Daniel les diga que “vengo a decir adiós a los muchachos…”.

 

A ese lugar rosado y amable también llegaron los miembros de conocidos equipos futboleros de Bello, a celebrar triunfos y llorar derrotas. En la memoria de algunos se conservan las gambetas impredecibles del Animalito, las atajadas de Jorge Cadavid y las piruetas de arquero de maravilla que era el Negro Tabares. Al barcito, que antes tuvo un inmenso mostrador de madera y fue bautizado como Los Tangos, también concurrían políticos locales, como Rodrigo Villa. Y llegaban los guapos de otras barriadas, que no se arredraban ante nada ni nadie, valientes y nobles, sin tapujos.

 

El café, que varias veces ha tenido puertas y pianos nuevos, se adornaba en diciembre con guirnaldas y festones y lucecitas de colores, y entonces los tangos se cambalachaban por música del trópico y el piso se cubría de aserrín verde (lo llamaban carnaza), hoy prohibido por la policía, porque, cuando llegaban a requisar, los malevos escondían en él sus puñales y navajas.

 

El Viejo Café, con sus melodías de arrabal, donde se escucha con insistencia aquello de “mucho tiempo después de alejarme, / vuelvo al barrio que un día dejé, / con el ansia de ver por sus calles / mis viejos amigos, el viejo café…”, es aún un referente de los antiguos cafés bellanitas, para obreros y estudiantes. Café de bohemios, con historias trágicas, cómicas, humanas todas. Cada que la noche se hace vieja, los frecuentadores de siempre desempolvan sus nostalgias y entonces arrugan sus corazones cuando suena un bandoneón. Y ahí, en medio de los acordes, la figura de Martillo, iluminada por los neones, parece el protagonista de un tango reo.

 

Nota: Martillo murió el 9 de febrero de 2014.

 

 

 

Duelo criollo en noches de la Guerra Fría

Por Reinaldo Spitaletta

 

No había leído todavía nada sobre duelos cuando escuché en el Bar Florida, una vieja cantina de esquina en un barrio de Bello, el tango Duelo Criollo. Al principio, no era más que una historia incomprensible, de la que apenas prestaba atención a algunos versos, al tiempo que la voz de Gardel, que ya reconocía porque papá y mamá hablaban del cantor que se quemó en Medellín y cantaban algunas de sus piezas, sin desafinar, digo que la voz iba desgranando la canción: “Mientras la luna serena / baña con su luz de plata / como un sollozo de pena / se oye cantar su canción…”.

 

Me quedaban resonando palabras como plata y luna y pena, pero después, con los muchachos que nos sentábamos en la acera del bar, hablábamos de lo que queríamos ser cuando grandes y ahí, en ese punto, no faltaba el que quería ser astronauta, que por entonces la Guerra Fría (según supe después) había puesto en boga, incluidos la perra Laika y el señor Gagarin. Algún otro, deseaba seguir los pasos de su padre, que era policía, y digo que a mí me ponía a rabiar su aspiración, porque, en esos días, los policías aparecían en el carro celular, o bola, o patrulla, para decomisarnos los balones e interrumpirnos los “picaditos” callejeros. No faltó el que quería convertirse en médico, o en bombero (y por la cuadra vivía uno de ellos que tenía una hija que caminaba como pisando flores), o en cantante de la Nueva Ola.

 

Ya no recuerdo que quería ser yo. A lo mejor, atleta de cien metros planos, o futbolista del Deportivo Independiente Medellín, puntero derecho. El tango, en todo caso, se repetía, tal vez porque había algún parroquiano que echaba monedas al traganíquel y solo le gustaba la misma pieza. De pronto, como una atracción inconsciente, volvía a escuchar algunos de sus versos: “la canción dulce y sentida / que todo el barrio escuchaba / cuando el silencio reinaba / en el viejo caserón”. Para mí, en esos instantes, nada significaban tales palabras.

 

Eran los tiempos en que los perros (o, mejor dicho, las perras) del barrio se nombraban Laika. Había una criolla amarilla que se paseaba enfrente de nosotros, cuando Gardel estaba en su interpretación. Alguien la espantaba, o le decía ¡usssh!, para provocar su ira, o le arrojaba un pedrusco. También había perros bautizados como Trotski, Nerón, Gitano, Júpiter, Capitán y ya no sé cuántos nombres más. En todo caso, a ninguno lo pusieron Gagarin, ni Apolo, ni Satélite. Ni cohete.

 

El cuento es que casi todos los atardeceres, cuando una luz malva se regaba por la plazoleta, que a su vez nos servía de cancha, el Duelo Criollo estaba repartido en el incipiente asfalto. Ah, sí, claro, eran tiempos de cuchilleros, pero nunca vi a dos que se batieran dentro del cafetín o en la calle. Tal vez usaban los puñales para disuadir. O, que tampoco era raro, para ir a asaltar alguno con mala suerte. Se contaban historias de que Atehortúa, un malevo del barrio vecino, sabía paradas con la puñaleta, un esgrimista, una suerte de malabarista que ponía a bailar en sus dedos el arma, con la cual, además, pelaba mangos y naranjas y se limpiaba las uñas. Se tejían leyendas sobre otros puñaleteros de peligro de Pacelli, Prado, Niquía, la calle del Talego y otros barrios. Pero insisto: no vi ningún duelo. Además, como lo dije antes, el duelo no estaba dentro de mi repertorio de palabras. Que para desafíos de fútbol con los de otras barriadas, calles y callejones, jamás se habló de duelo, sino de “selección”. “¡Hey, vamos a jugar una selección!” Y entonces nos íbamos a la Manga Elena, a los baldíos junto a la quebrada La García, o a las canchas de Niquía, donde el viento del norte jamás se aquietaba. Se jugaba por el honor del barrio.

 

Y volvían las frases del cantor: “Cuentan que fue la piba de arrabal / la flor del barrio aquel que amaba un payador”. Y ahí sí que menos entendía: ni piba ni payador. “Solo para ella cantó el amor / al pie de su ventanal”, y de pronto esta parte de la historia sí la relacionaba con las serenatas, que entonces no faltaban en ninguna noche de arrabal. “pero otro amor por aquella mujer / nació en el corazón del taura más mentao / que un farol en duelo criollo vio / bajo su débil luz, morir los dos”. Qué vaina. Lo del taura me martillaba pero no podía saber su significado.

 

Pasó el tiempo. Pasó la cantina. Pasaron los muchachos de entonces. Y años después, me encontré con un relato de Manuel Mejía Vallejo, en el que dos hombres encerrados en un cuarto se matan a puñaladas; y luego, con los cuchilleros de Borges. Un día, un mi hermano cantó en medio de una inspiradora borrachera Duelo Criollo, y las viejas palabras retornaron, como un recto a la mandíbula. Claras. Con sentido. En toda su dimensión trágica: “Por eso gime en las noches / de tan silenciosa calma / esa canción que es el broche / de aquel amor que pasó… / De pena la linda piba / abrió bien anchas sus alas / y con su virtud y sus galas / hasta el cielo se voló”.

 

   

Fútbol y literatura (con referencias a Pasolini y Borges)

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Pasolini, poeta, director de cine y gambeteador.

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

Qué tiempos estos en que hablar de árboles (o de troncos) se puede constituir en un crimen. Pero no hay remedio. Voy a hablar de fútbol y literatura. El mejor fútbol, ese que aún no está contaminado por las mafias y las transnacionales, es aquel que se juega (¿se juega todavía?) en los potreros, en el barrio, en las mangas donde la imaginación es todavía la reina, o la loca de la casa. Como en El sueño del pibe, un tango futbolero.

 

Es en esos territorios del asombro que suda donde aún se practica “la lealtad humana al aire libre” -la frase es de Gramsci-, y donde la fraternidad y la solidaridad aún no han sido feriadas. La literatura tiene temas eternos: la soledad, las incertidumbres ante el mundo, la muerte, el amor, la guerra… Es el canto (alegre, elegíaco, misterioso, compungido…) a la condición humana. A sus debilidades y miserias.

 

El fútbol, siendo como es una especie de religión universal (o de estupefaciente, dicen otros), todavía no alcanza a dar obras maestras en novela. Uno pudiera decir que en algunas, como Megafón o la guerra, de Leopoldo Marechal, hay escenas futboleras, un estadio donde juegan el superclásico argentino Boca-River. No es, sin embargo, una novela de fútbol. Aunque el colombiano Andrés Salcedo escribió una: El día en que el fútbol murió.

 

En cuento, en cambio, sí hay verdaderas joyas, dignas de estar en cualquier antología del género. No voy a hacer un inútil catálogo de supermercado. Se me ocurre mencionar tal vez al mejor narrador en estas lides. Osvaldo Soriano, cuya más lograda novela -para mi gusto- no es de fútbol sino de boxeo (Cuarteles de invierno), nos dejó una muestra preciosa de su arte como escritor de cuentos de fútbol.

 

Quién que es amante del fútbol no se estremece, por ejemplo, con la lectura de El penal más largo del mundo, o con ese humor letal de Gallardo Pérez, referí, y con Maradona sí, Galtieri no, un cuento ambientado en Las Malvinas en momentos en que el astro está marcando dos goles históricos, el de la mano de Dios y el mejor hasta hoy en los mundiales, precisamente contra Inglaterra.

 

Ese gol, que causó conmoción planetaria, hubiera dejado sin aliento al gran Pier Paolo Pasolini, que muchos años antes, cuando declaró que “el goleador de un campeonato es siempre el mejor poeta del año”, escribió que el sueño de cada jugador es partir de la mitad del campo, gambetearlos a todos y marcar el gol. Pero esa cosa sublime nunca sucede. Es un sueño. Lástima que el escritor, poeta y cineasta italiano no haya visto tal obra maestra de la estrella argentina. Su asesinato en 1975 se lo impidió.

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En el libro El fútbol a sol y sombra, de Eduardo Galeano, quizá el mejor escrito que allí aparece -qué pena con el maestro uruguayo- es el de Soriano, titulado Gol de Di Filippo, una reconstrucción de un golazo del delantero del San Lorenzo, en un supermercado donde antes quedó el estadio del equipo de Almagro.

 

En Colombia, donde con certeza se han escrito muchos cuentos de fútbol, hay uno muy conmovedor en Los cuentos de Juana, de Álvaro Cepeda Samudio, pero el de mayor factura literaria, creo, es el titulado Gol olímpico, de Óscar Castro, que narra un partido de calle en el barrio Manchester, de Bello.

 

Durante mucho tiempo, el fútbol no fue asunto de intelectuales. Se había decretado, sin razón, una especie de dicotomía barbarie-civilización, en la cual, desde luego, el fútbol estaba en la primera categoría. Ya de él, de ese deporte de multitudes, habían denostado, entre otros, Rudyard Kipling. Y más tarde, el admirado Borges había producido, con su distinguido humor negro, una tempestad en Buenos Aires. Para él era una de las “maneras del tedio”, una cosa insulsa de ingleses, un juego sin estética. Una estupidez. Sus artes provocadoras lo llevaron a programar su conferencia La inmortalidad el día y la hora que Argentina jugó su primer partido del Mundial de 1978. En los Cuentos de Bustos Domeq, que Borges escribió con su amigo Bioy Casares, hay uno en el que el fútbol tiene presencia. Se llama Esse est percipi (“ser es ser percibido”).

 

Bueno, en asuntos de escritura futbolística les ha ido mejor a los poetas. Miguel Hernández con su Elegía al guardameta, en honor a Lolo, aquel portero trágico de Orihuela que se mató al golpearse contra un vertical. Y Rafael Alberti con su sentida oda al arquero húngaro Franz Platko, del Barcelona.

 

Pero el más bello poema a un futbolista lo escribió Vinicius de Moraes, nada menos que a Manuel Dos Santos, Garrincha: El ángel de las piernas tuertas. Claro que no le fue mal a Horacio Ferrer, poeta uruguayo, autor de célebres letras de tango (Balada para un loco, Chiquilín de Bachín, etc.) con su muy histriónica Balada para Pelé, el fenomenal negro que era “medio Marçeau, medio Chaplin”.

 

Horacio Quiroga, también uruguayo, maestro del cuento en América y una de las vidas más trágicas de la literatura, escribió Suicidio en la cancha, basado en el caso real de un futbolista del Nacional de Montevideo que una noche se mató de un tiro en la mitad del campo de juego.

 

Y aunque Albert Camus no escribió relatos sobre este deporte, así haya reminiscencias en La Caída y La Peste, dejó una bella página, Lo que le debo al fútbol, en la que dice, entre tantas cosas, que lo que más sabía acerca de moral y de las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol. Eran tiempos en que ese deporte no estaba atravesado por los intereses monetarios de corporaciones y otros capos.

 

“La inteligencia en movimiento”, que decía André Maurois para referirse al fútbol, ha inspirado a escritores como Cela, Verdú, Sábato, Roa Bastos, Juan Villoro, Benedetti, y al sufrido hincha de Rosario Central, el gran Fontanarrosa, entre otros. El fútbol sigue causando locura en el orbe y dejando ganancias a granel a los verdaderos dueños del balón. Pero este es otro cuento, no tan imaginativo.

 

 Garrincha, el ángel de las piernas torcidas.

Las flores muertas del tulipán

Por Reinaldo Spitaletta

 

Por estos días de inicios de febrero, la ciudad florece en sus búcaros, cámbulos y tulipanes africanos. Es un estallido roji-anaranjado. Fulgura a orillas del río Aburrá, y por la unidad deportiva Atanasio Girardot, y en las vegas de Bello, y por el parque Norte. Hay tapices de flores muertas en el piso-cementerio. Y una fragancia de días lejanos se esparce por el recuerdo.

 

Había un tulipán o miona, en tiempos azules de escuela, a la entrada del hoy desaparecido calvario, en Bello. Las campánulas nos servían de flauta mágica. O para saborear su dulzura de hormigas y huellas de abejas. El árbol nos donaba pájaros y color. Junto al Ángel del Silencio, que coronaba un portón que a veces nos parecía un arco del triunfo, el tulipán regaba su constancia de vida. Recogíamos sus flores acuosas como una ofrenda, un regalo del viento y de soles nuevos.

 

Había un búcaro, de tronco áspero y poderoso, a orillas de la quebrada del Hato. Sombreaba un balneario, que acogía en sus remansos las flores caídas. El charco, que los muchachos bautizaron con el nombre del árbol, ya no existe. Tampoco está el coloso de las lágrimas anaranjadas. La infancia se fue, sin aspavientos. Sin darnos cuenta. Hoy, el ángel sigue enhiesto, centinela de un edificio cultural. No hay flores acampanadas. Ni hormigas. Ni abejas. Ni estaciones que mostraban, en mármol desgastado por pedradas y orines, el martirio del Nazareno.

 

La ciudad florece en los albores de febrero. Veo un niño que recoge flores muertas. No las prueba. Las echa en sus bolsillos y se va caminando, con la risa en todo el cuerpo.

 

 Fotografía tomada de internet