Un coro de silbidos y otras melodías

(Crónica con tango, reos meditabundos y algunas películas con silbos)

 

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Por Reinaldo Spitaletta

 

En casa hubo la cultura del silbido, tal vez porque papá la introdujo, con su capacidad para interpretar piezas del Caribe y una que otra canzonetta napolitana, como O sole mio. Tenía una manera peculiar de cambiar del genuino silbar, en el que los labios se recogen y se disponen como si se fuera a dar un beso, para transitar a otro que consistía en poner la punta de la lengua entre el paladar y los dientes, con una vibración de gracia y originalidad. Con esa misma técnica, llamaba a mamá o anunciaba su llegada, sin necesidad de tocar la puerta. Pero también hacía sonar con propiedad desde La pollerá colorá y Santa Lucía hasta El bobo de la yuca.

 

Y por tal cualidad, nos animamos sus hijos a silbar, como un contagio. No era raro que en un momento, en cuartos distintos de la casa, se alzaran melodías de juventud. De un lado podía emitirse Yesterday, al tiempo que, de otro, sonaba un fragmento de la Cantata Santa María de Iquique o una balada de Nino Bravo. Era común que nuestro hogar fuera silbante. Era una forma de ser, y también de no sentirse solo en determinado momento. “El que canta, sus males espanta”, se afirma en alguna parte del Quijote, pero en nuestro caso, era el que silba.

 

Aquel trabalenguas de candideces que decía “nadie silba como Silvia silba, porque el que silba como Silvia silba es porque Silvia le enseñó a silbar” era una tontada. Nosotros, cada uno de los cuatro chiflados, chiflantes y chifladores, además del silbador mayor que era papá, estábamos capacitados para recitales interminables, con trémolos, trinos, vibratos y demás matices expresivos. Aparte de cantar, nos entusiasmaban los silbidos. Los pájaros del vecindario a veces acompañaban nuestras entonaciones. Y, por lo demás, aparecían en los patios de casa para reforzar la silbatina.

 

A mamá, en cambio, el ejercicio le costaba. Mejor dicho, era casi un imposible sacarle una nota de esa manera. Tal vez por eso, con su voz de tiple, entonaba canciones casi todas tristes, de mares lejanos, de naufragios y despedidas. Para ella, los pasillos ecuatorianos, en las voces de mexicanos (como Margarita Cueto y Juan Arvizu), eran una cantera de desdichas musicalizadas. También le gustaban barcarolas mediterráneas y uno que otro tango gardeliano. Silbar no era su don.

 

En mi adolescencia “avanzada”, cuando ya estaba estudiando en el conservatorio de la Universidad de Antioquia, los ejercicios de solfeo los practicaba a punta de silbidos. Y me gustaba silbar trozos de obras de Schubert, Liszt, y, para recordar los días de serenatas estudiantiles, canciones de tunas, más bien simplonas. Había una, llamada El silbidito, que en coro nos hacía estallar en risas y los silbidos se destruían en una farra de recocha.

 

Me parece que en esos días felices a mucha gente le encantaba silbar. A veces, en las madrugadas, se escuchaban las bicicletas obreras y silbidos andantes por las calles recién amanecidas. Los hombres solos, sentados en bancas de parques, silbaban quizá como una manera de sentirse acompañados. Y me da la impresión que el silbar (a diferencia de lo que dice el trabalenguas citado) era más de hombres que de mujeres. Aunque en este aspecto no tengo certezas. Las muchachas de antes no estaban en esa onda, digo, porque, más que todo, sus inclinaciones propendían por el canto, debido, claro, a los juegos callejeros de pegajosas y rítmicas rondas.

 

En mi caso, era un silbador de categoría, facultad que se me redujo a casi la mínima expresión después de haber tenido hace años un tratamiento de ortodoncia. Quizá el canino que tenía medio torcido, con el enderezamiento me hizo perder “embocadura” y ya no fue lo mismo, pero algo siguió sonando. Sin embargo, ya no es un silbido de concierto.

 

No sé cuándo escuché por primera vez un viejo tango, de nostalgias italianas, que, bien lo dijo Borges, los inmigrantes de ese país entristecieron el gotán. Pudo haber sido en una pianola de bar bellanita. Era una pieza compuesta por Sebastián Piana y Cátulo Castillo, con letra de José González Castillo, de 1925, con versiones de Gardel, pero estrenada por Azucena Maizani: Silbando. Es un tango trágico, con brillos de facón y tajos fatales, mientras el eco transporta acentos de un monótono acordeón y otros lamentos. Pero lo que más me llamaba la atención  (bueno, todavía me seduce) era aquello tan categórico, sugestivo, de “un reo meditabundo va silbando una canción”.

 

Silbando es un tango con fuelles rezongones y traiciones de amor, con galanes y perros vagabundos. Y si el intérprete, el vocalista, no sabe silbar, o prescinde de ese mecanismo indispensable, se pierde la esencia, o, por lo menos, parte de ella. Da cuenta, por cierto, de una manifestación de la cultura porteña. En Buenos Aires casi todo el mundo silba al caminar, en el café, en la esquina, en el autobús. Es una ciudad de silbidos, de melodiosos silbidos callejeros.

 

En una película de Adolfo Aristarain, Martín (Hache), protagonizada por Federico Luppi y Cecilia Roth, el padre, que ya vive en Madrid, en una suerte de exilio, le dice al hijo que lo que más extraña de su ciudad, de Buenos Aires, son los silbidos, “la gente que iba silbando por la calle”. Y dentro de esos extrañamientos están los entejados, las callecitas del barrio, alguna esquina inevitable, pero Martín se queda con los silbidos, tal vez los que se escuchan en Barracas al sud, o en cualquier lugar de esa metrópoli.

 

Silbar tiene su gracia. Y su desgracia. Como ocurre en El vampiro de Düsseldorf, película de Fritz Lang, en la que el asesino silba un fragmento de Peer Gynt, de Grieg, con lo cual proporciona pistas para su identificación. Y un coro de silbidos se da en la épica banda sonora del filme El puente sobre el río Kwai, de David Lean, lo mismo que en varios de los spaghetti westerns de Sergio Leone.

 

A veces, la brisa de los recuerdos trae lamentaciones cantadas, pero, sobre todo, el eco de silbidos de adolescencia y juventud, en una casa en la que los pájaros se sentían opacados por la musicalidad sibilante de cuatro muchachos y un señor, todos con alas grandes y melodías de tiempos de tranquilidades.

 

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1 comentario

  1. renandario

     /  octubre 3, 2016

    Y… salvando silencio me voy entonando de a poquito en el umbral del re cuerdo

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