Historias de pasajes y una casa con armas

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Por Reinaldo Spitaletta

Uno de los pasajes residenciales desembocaba en la margen izquierda de la quebrada Santa Elena. Entramos por la puerta que tenía su reja abierta y continuamos hacia el fondo, pasando al lado de otras puertas añosas y descaecidas, hasta que llegamos al extremo y nos detuvimos a mirar y escuchar las aguas. De pronto, Daniela, una de las integrantes del Semillero de Periodismo Urbano, grupo con el que investigábamos aspectos del histórico barrio La Toma, de Medellín, y su próxima desaparición debido a la construcción del parque Bicentenario, se me arrimó y en voz baja me dijo: “profe, en la casa que está a la izquierda tienen armas. Lo mejor es que nos vamos”.

Los pasajes, que todavía hay muchos en Medellín, son una especie de zona de misterio para los que los ven de afuera, con filas de casas en un callejón, mejor dicho, en una estrechura por la que no cabe un Topolino, el carrito italiano diseñado para andar por las callejuelas de Roma. Son otra manera del inquilinato y de los muy cantados conventillos porteños. Casi todos tienen una reja que da a la calle y su longitud varía. En ellos parece vivirse un mundo aparte, lejos de la vida cotidiana del barrio. Y seguro los que allí habitan, se conocen las intimidades y las especificaciones de cada vivienda. Están siempre en un adentro, en una como isla urbana, que los hace ser distintos y, si se quiere, extraños para los que apenas logramos verlos, o intuirlos, desde el afuera.

De los primeros que tuve noción, fueron los que estaban muy cerca de La Buena Esquina, un paraje de Bello, delimitado por la que hace años se nombraba como la Calle Arriba y parte del barrio Andalucía. Eran, para mí, unos lugares inalcanzables y, por lo demás, propicios para imaginar historias macabras o de aventuras de espadachines medievales. Uno, que ya no existe, se denominó San Francisco, y en él, también hace tiempos, hubo un crimen pasional. La sangre de la víctima, dicen, salió del pasaje y se regó por la calle principal, como anunciando el asesinato, haciéndolo evidente. Acusadora.

Mi tía Tina, una mujer que tenía la capacidad proverbial de improvisar historias y de inventar mentiras piadosas, vivió en uno, muy especial, situado en el sector de El Huevo con la carrera El Palo, en Medellín. Allí, cuando yo era apenas un párvulo pleno de asombros, presencié la primera pelea de dos mujeres que, en una suerte de patio central del pasaje, se jalaban con furia las cabelleras y se gritaban cuantas palabrotas había entonces. Eran chillidos en medio de blusas rasgadas y arañazos. Hoy, es un taller de mecánica con parqueaderos. En una de las casitas del pasaje, dos artistas pusieron su atelier de pintura y escultura. Se llamaban Alonso y Pedro, y mi tía los invitaba a tomar café.

Otros pasajes, más escabrosos aún, estaban por el antiguo Camellón de Niquitao, algunos muy cerca de la llamada Calle del Sapo, que limitaba con el cementerio de San Lorenzo. Había callejuelas, como la Corraleja, que en sí mismas eran pasajes, con salidas (o entradas) en sus extremos. Casi siempre olía a marihuana y en las ventanas había ropa oreándose. Por la avenida La Playa, otrora un sector lleno de quintas donde habitaban los ricos de Medellín, había otro pasaje (todavía está), con casas grandes llenas de sanjoaquines y rosales en sus afueras. Tenía un aire de distinción y en nada recordaba los oscuros inquilinatos de Niquitao. Los de La Toma estaban unos por la Vuelta de Guayabal (ya no existe, porque la extinguió el parque Bicentenario; sobre la misma se construyó un puente feísimo) y otros tenían su entrada sobre la entonces llamada calle Ricaurte. Los de la derecha, subiendo hacia el viejo Puente de “Brooklyn”, eran enrejados, y los del otro lado, tenían entrada libre casi todos. Hace muchos años, cuando pasaba por esa calle que en otros días fue sede de fiestas, con bares de tango y música del Caribe, en la que se mantenían de farra muchos obreros de Coltejer, unos muchachos de un pasaje tenían en la acera varios changones (del inglés shotgun), sobre los cuales pasé, porque ya no era posible frenar, ni devolverme, ni tirarme a la calle angosta atiborrada de buses y automóviles. Se rieron, mientras yo continué con los nervios alterados. “Tranquilo, viejo, usted es del vecindario”, escuché decir. Por aquellos días, en los que la ciudad reverberaba por su calentura de disparos, yo vivía en Miraflores, arriba de la calle que Tomás Carrasquilla y vecinos del sector nombraron como La Canguereja.

Pero tal vez el pasaje más perturbador, porque tiene una arquitectura llamativa y una entrada estilo republicano, es el que está en la carrera Giraldo, entre Pichincha y Ayacucho. Al frente, hace unos veinte años, hubo un caserón que el intelectual Fabio Botero alquiló para depositar allí sus libros. De noche, abría las ventanas para que los que por allí pasaban vieran la biblioteca de maravilla, con estanterías por todos los ámbitos. Y dejaba entrar a quién sentía curiosidad por ingresar en aquel espacio literalmente de fantasía. Hoy, la mansión no existe. Se transmutó en un enorme aparcadero.

Digo entonces que el pasaje más atractivo es el que estaba enfrente de la que fue la biblioteca del autor de libros como Historia del transporte público en Medellín 1890-1990. Parece ir, prolongarse, hasta el infinito porque, en el fondo, hay una conjunción de cielo y horizontes, que todavía los edificios (muchos de ellos de dudosa estética) que lo rodean no pueden ocultar. No sé por qué en otros días, pensaba que si entraba en ese pasaje, podría haberme infiltrado en el mundo de un relato fantástico de H.G. Wells, que leí cuando era adolescente: La puerta en el muro.

Cuando Daniela Calle me advirtió, sin nerviosismo alguno, lo de las armas que había en una casa del pasaje de La Toma, me asomé con disimulo y, en efecto, logré ver a varios tipos que parecían hacer un inventario de armas de corto alcance y las metían en unos cajones. De inmediato, les dije a los estudiantes que con la mayor cautela saliéramos de allí. La quebrada sonaba con su música móvil y olía a alcantarillado. Por la vieja calle Ricaurte subían y bajaban vehículos y viandantes. Era la hora del retorno.

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Pasaje residencial en la calle Giraldo, Medellín. Foto Daniel Botero

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2 comentarios

  1. Ester Goeta S.

     /  febrero 27, 2015

    Fascinante relato y recorrido por los pasajes…

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  2. helena7719

     /  marzo 8, 2015

    Encantador, delicioso relato, quiero saber más, ver fotos de todos esos lugares, hacer un recorrido, qué tal si nos invita a un tour abierto a ex – alumnos que no tuvimos la suerte de tenerlo como maestro. Mucho pedir, pero de pronto se me da.

    Un cariñoso saludo.

    Claudia Helena Robayo G.

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