El último día de Gardel

 

Por Reinaldo Spitaletta

 

 

“Este será tu último año”, le advirtió la pitonisa del barrio.

 

Todo el mundo solía hacer fila para que doña Concepción les leyera las cenizas de cigarrillo, los asientos de chocolate, las cartas de la baraja, el tarot. Era un fenómeno, decía la voz general. Claro que  Gardel  no creía en esas tonterías  baratas, que “esa basura a un duro como yo no le hace falta, porque de todos modos me tengo que morir de cualquier cosa”. Sin embargo, y no se sabe todavía el motivo, decidió entrar, rompiendo la cola, hasta la habitación en penumbras de la maga, porque “yo no nací para esperar nada, y aquí estoy porque he venido a ver qué es lo que usted sabe, mi señora, que me parece que todo es pura estafa, ¿o no?”.

 

—Pues no, mi querido. Sentate no más —le dijo—.  Ella lo observó sin parpadeos y el hombre se sorprendió con la serenidad de la adivinadora.

 

—¿Cómo querés tu futuro?

 

—Con cigarrillo.  —contestó él mientras encendía un Lucky cinco letras.

 

Cuando doña Concepción, tras examinar las cenizas, le dio el vaticinio, Gardel soltó una carcajada, pero sin poder disimular su súbito nerviosismo. Expresó  un temblor al prender el siguiente cigarrillo y también temblaba por dentro, sin comprender por qué. Tal vez fue la seguridad de ella la que lo desconcertó. Salió sin pagar la consulta, se abrió paso entre  la gente y caminó hacia el bar Florida.

 

—Bizco, servime un aguardiente.

 

El cantinero  lo observó con aire de conmiseración que no pudo saber por qué  le salía, sirvió la copa y de pronto se dio cuenta de que Gardel tenía miedo. Nunca en tantos años lo había visto así. Gardel, que jamás se había arrugado ante nadie, ni siquiera  frente a los más guapos del barrio, que era mucho decir  porque  cada uno tenía a sus espaldas más de un muerto. El Bizco advirtió un desencajamiento en la fisonomía de su cliente: “Algo muy malo le debió haber  pasado”, se dijo el hombre mientras  empezaba a recordar la tarde  aquella cuando Gardel le tumbó del Wurlitzer “Sangre maleva” al Tato Márquez. Aquella actitud, en rigor, era como suscribir una pena de muerte. Nadie, en la historia del bar había protagonizado un desafío tan temerario, pero Gardel ese día tenía ganas de terminar con el reinado de Márquez, y ¡plum!, apretó el interruptor y la música y las palabras cesaron. La concurrencia,  aterrada,  miró al atrevido. Gardel se sentó, como si acabara de llegar del orinal.

 

—Gardelito, se te acabó la vida, carajo —dijo Márquez.

 

—Eso creés vos, pedazo de hijueputa, —replicó, al tiempo que desenfundaba  la puñaleta y se abalanzaba con salto gatuno sobre Márquez. El cuerpo del malevo, sangrante, tirado en el suelo del bar era como el testimonio de que un nuevo rey había llegado al trono del barrio.

 

Desde entonces a Gardel todos le tenían miedo, que es otra forma del respeto por obligación. Las muchachas, sin embargo, veían en él a un galán, con una sonrisa  permanente, tan parecida a la del cantante que estaba en todos los cafés de barrio, enmarcado. A ellas les gustaba verlo pasar —eso decían— por ese caminado de bamboleo, de tipo que se cree único, exclusivo, que se sabe  mirado y deseado.  Y también  temido. Pero  eso  sí, siempre  impecable en el vestir de camisas bien planchadas y pantalones de dacrón o de pana, zapatos lustrados al charol y cabello peinado a la gomina.

 

—¿Qué será  lo que le pasa? —pensó el Bizco mientras lavaba unas copas. El café olía a detergente y a chorizos secos.

 

La mirada de Gardel se detuvo en la sonrisa petrificada  del cantor,  en  el cuadrito  detrás del mostrador. “Qué va, cuál último año. Esas son güevonadas”, se dijo con certidumbre y pidió otro trago. El Bizco lo observó  como si estuviera interrogándolo con los ojos.

 

—-Hoy estás más bizco que nunca —le dijo Gardel, alargando la sonrisa.

 

—Oíste, Gardel, vos sabés que no me meto en nada ni con nadie: por eso he sobrevivido. Pero me parece que tenés miedo, mucho miedo.

 

La frase le cayó como un machetazo.

 

—¿Miedo  yo?, de qué, si nunca me  arrugo, papá, cómo así, de dónde putas me va a venir a mí el miedo, si es que eso tan horrible no está hecho para mí, hombre,  vos sí que sos un güevón, bizco de mierda, dame otro guaro y no me fastidiés más, que de pronto me acelero con vos y ya sabés cómo es la movida conmigo.

 

Las palabras le salían en surtidores, los ojos fijos sobre el Bizco, pero, claro, el Bizco parecía mirar a otro lado. Y entonces Gardel recordó a doña Concepción: “Este  será tu último año”. Bebió con avidez, se limpió los labios con el dorso de la mano y tornó a mirar el cuadrito sonriente. “Vaya, si es que somos el mismo”.

 

Fue hasta el Wurlitzer, metió una moneda y seleccionó. La voz del cantor le susurró  una canción, que ya era un lugar común en el café: “Barrio plateado por la luna, rumores  de milonga es toda tu fortuna…”.

 

—Sólo me falta cantar como él —se dijo, no sin vanidad y volvió con aire de suficiencia hasta el mostrador. El Bizco, de espaldas a él, organizaba copas y vasos.

 

—Gardel —dijo el Bizco—, creo que algo malo te va a pasar. Vos sabés que no me meto en nada, pero te veo muy raro hoy. ¿Estás enfermo o qué?

 

—Ve, hombre, Bizco, lo que sea es asunto mío. A mí no me pasa nada y estoy muy aliviado.

 

La voz de la maga resonó  en el cerebro  de Gardel confundiéndose con la que brotaba del traganíquel: “En tus muros con mi acero, yo grabé nombres que quiero…”.

 

Y por qué me habrá de pasar algo, más bien le puede  pasar  a este  bizco que  ya se  está sobrepasando,  no sé por qué tuve  que  ir adonde esa vieja hijueputa, que de maga no tiene nada,  engañadora  y  estafadora, bueno,  por  lo  menos  no  le pagué nada.  “Barrio…  barrio…  que  tenés   el  alma  inquieta de  un  gorrión  sentimental…”. ¡Cuál  último año de mi vida ni qué nada, más bien éste será el último de esa perra tumbabobos…!

 

—¡Otro aguardiente!

 

El Bizco, al servirlo, vio que Gardel estaba temblando.

 

—Oíste, ¿cierto que estás enfermo?

 

—Cuál enfermo, bizco metido,  ya te dije que nada me pasa y no me jodás más, que  esa bizquera te la puedo arreglar  a punta de puñaleta, y entonces  el enfermo vas a ser vos, pedazo de nada.  —Su voz se unió a la del cantor: “…que al rodar por tu empedrao, es un beso prolongao que te da mi corazón”.

 

—Gardel, pero si estás  temblando.  —remató  el Bizco, que casi no alcanza a terminar  la frase porque un puñetazo de Gardel se estrelló contra su cara. El Bizco rodó detrás del mostrador, con un estropicio de botellas.

 

—Bizco, hijo de mala madre, que te dije que yo no estoy temblando, ni me pasa nada, que vos te la buscaste, hijo de la gran puta.

 

Gardel caminó como si nada hacia la pianola, introdujo una moneda, oprimió las teclas, se fascinó (o tal vez se encandiló) con las fosforescencias del Wurlitzer, miró cómo se movía un disco, cómo hacía contacto con la aguja, sintió un estremecimiento y de pronto oyó en confusiones la detonación del inesperado disparo y muy adentro aquella voz ineludible: “Este será tú último año”.

 

 

(Del libro El último día de Gardel y otras muertes, editorial UPB, 2010)