Aventura de un árbol de navidad

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«Arbolito de navidad que siempre florece los 24…».

 

Por  Reinaldo Spitaletta

 

 

Subimos, con un deteriorado machete envuelto en un periódico, hasta la finca La Selva, que desde lejos, desde el barrio El Congolo, se veía con corredores y ventanas rojas y un curvilíneo camino enrielado. Alrededor, al pie del cerro el Quitasol, había noros, chagualos y otros árboles y arbustos. Entonces, a mediados de los sesenta, no había conciencia ecológica ni defensas del medio ambiente, pero todavía no estaba tan destruido el planeta y por las laderas del morro bajaban riachuelos cristalinos y se escuchaban cantos de pájaros.

 

Las vecindades de aquel caserón las habíamos recorrido con muchachos de la cuadra, cuando jugábamos a ser Tarzán y su corte de monos. No faltaba el grito largo (¡iiiiiiuuuuhaaaaaaaah!) mientras uno se arrojaba de un árbol a otro, reviviendo las aventuras de Edgar Rice Burroughs, del cual todavía no habíamos leído sus libros, pero sí los cómics de periódicos y revistas, además de haber entrado al Teatro Bello a ver algunas proyecciones en blanco y negro sobre el héroe de papel, que entonces lo representaba Johnny Weissmüller.

 

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Aspecto del cerro Quitasol.

 

En ocasiones, ascendíamos hasta una prominencia que, desde la distancia, aparecía como un grano en el rostro inmenso de aquel morro emblemático. La llamaban (todavía es así) La verruga. Y aprovechábamos las aguas límpidas y heladas de los arroyuelos para pegarnos zambullidas y darnos un refresco. Y a principios de diciembre, cuando todavía no había ventas de arbolitos navideños preparados para el efecto, sino que había que ir a cortarlos a las florestas y otros montes, las romerías ascendían al Quitasol para conseguir su ejemplar al que recubrirían con algodón de colores, o solo blanco, y les colgarían bolas quebradizas verdes, rojas y doradas. Y al conjunto, que iba en un soporte, a veces una matera, se le agregarían bombillitos, guirnaldas y cadenetas. En 1962, cuando vivíamos en un caserón de Manchester, el arbolito que mamá había confeccionado se fue al piso tras un fortísimo temblor de tierra y sus ornamentos se destrozaron sin remedio. El resto del mes, el árbol se quedó triste y sin casi ninguna decoración.

 

Pues bien. Íbamos los cuatro hermanos a conseguir un árbol navideño, que no fuera muy grande pero tampoco una ramita sin carácter. Tenía que tener cierta presencia y estar dotado de suficientes ramificaciones. Y ya, en las lindes de la finca, comenzamos la labor. Seguro desde el caserón escuchaban los golpes de la herramienta y fue cuando apareció como de la nada un hombre de sombrero con un enorme perro al que llevaba sujeto de una cadena. Nos decomisó el machete y no permitió que nos fuéramos con el “arbolito” que habíamos cortado. Ni siquiera un chamizo del mismo. No recuerdo si nos espetó algún insulto, pero lo que sí quedó en evidencia fue aquella frase perentoria: “no quiero volverlos a ver por aquí”,

 

Cuando tornamos a casa sin nada, mamá nos interrogó. Contamos la peripecia y ella, de inmediato, salió hacia La Selva. La seguimos a distancia. “No se aparezcan por allá”, nos advirtió. Cruzó el portón y se arrimó a la puerta principal. Después, salió el hombre del sombrero. La vimos manotear. Supusimos que estaba más colorada de lo que era. No se escuchaba con claridad ni lo que ella decía ni lo que, luego, el tipo le contestaba. El hombre se metió a la casa y después salió con el viejo machete “tres rayas”, que nos había acompañado durante años en casa y que mamá tenía como una especie de “reliquia” familiar. Cuando ella se había vuelto sobre sus pasos, se escuchó la voz del “mayordomo”: “Señora, puede llevarse también el árbol que cortaron sus hijos”. Tal vez fue el viento el que condujo las voces hasta nosotros. La vuelta estuvo adobada de relatos heroicos sobre el Quitasol y de imaginaciones acerca de cómo iría a quedar el árbol de navidad en la sala de la casa. El machete lo llevaba mamá como un botín de guerra y nos pareció que había gentes en las ventanas de la cuadra que saludaban a los vencedores de una batalla floral.

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Tarzanes de selva urbana

(Recorrido para revivir pedreas, noches de cementerio y un bar que ya no está)

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Por Reinaldo Spitaletta

 

La finca, con entrada de rieles y arborizada, con puertas y ventanas rojas y amplios corredores, que siempre veíamos desde lejos, se llamaba La Selva, y a ella, mejor dicho, a sus boscajes, de chagualos y noros y otras especies, llegábamos a representar, porque en la infancia, prolongada en la adolescencia, hay mucha teatralidad; sí, a creernos tarzanes y colonos de junglas cuasi urbanas. En los primeros días de diciembre, íbamos en asalto a cortar ramas y arbustos para convertirlos en el árbol de navidad, en un tiempo en que el mundo se reducía a partidos de fútbol y juegos de calle.

 

En aquella floresta, que considerábamos una sucursal de la selva africana, a veces volábamos de palo en palo, mediante lianas imaginarias y gritos a lo “hombre mono” que se perdían en una suerte de espesura irreal, porque, en rigor, aquella tierra era más pedregosa e infértil, y los arboles raleaban con espacios por los que el sol era el rey a falta de algún león de fantasía, que igual producía rugidos como el de las películas. Lo que era el poder de las invenciones infantiles.

 

En ocasiones olía a hongos, aroma rudo de paragüitas sin gnomos, que a veces crecían entre boñigas añejas y cerca de los troncos de carboneros y acacias en las afueras del predio, en los que había una manga dispuesta para el fútbol y una quebradita de agua limpia. A la entrada de aquella finca, que nos parecía inmensa, había un barrio incipiente, de pocas casas, casi todas sin repellar, en las que algunas damas vendían amores de superficie a ocasionales buscadores de placer de extramuro. Por extensión, también se llamaba así: La Selva (hoy, El Mirador).

 

Esos contornos, al pie del cerro (al que denominábamos morro) Quitasol, participaron en la educación sentimental de la muchachada de fines de los sesentas, cuando estaba el hombre a punto de llegar a la luna (aunque para nosotros ya lo había hecho a través de Julio Verne), y el Che Guevara, su efigie en alto contraste, aparecía fijada en la parte trasera de las camisas de juventud. Aquel relieve, pedregoso y en el que se ejercía la aventura de vivir, tuvo tiempos de excursiones nocturnas al entonces nuevo cementerio de la localidad, para alterar el sueño de los muertos y disfrazarnos de momias y cadáveres con hábitos oscuros y máscaras de medias veladas. También, en esas mismas noches de noviembre, para desafiarnos a pedradas con las patotas de alguna cuadra del viejo Niquía. Todavía eran parajes con pocos habitantes y más mangas y malezas que asfalto y cascajo.

 

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Muchos años después, en una caminata decembrina, y con el propósito de observar los cambios y las permanencias, con mis hermanos salimos en una expedición que comenzó en donde antes el viento tenía su reino: en los extinguidos llanos de Niquía, por la parte alta, que entonces era un camino polvoriento que comunicaba al sector con nombre de mítico cacique, con el barrio el Congolo y parte de La Selva;  y todo, con la quebrada La García de por medio. Por ninguna parte estaban aquellos caserones con antejardines y verjas. Y por los predios de la iglesia de Chiquinquirá, había desaparecido la biblioteca comunal, con local ahora cerrado, y el paisaje ya era de atiborramiento; casitas por aquí y allá, casi todas queriendo ascender las laderas del morro. La conurbación era notoria. Qué diferencia con los días en que nos parecían larguísimas las distancias por aquel carretero de soledades y aire limpio.

 

Ahora, sin espacios para construir, sin mangas ni árboles, todo es una conjunción de ladrillos y techumbres. La finca de entonces es solo añejo recuerdo de infantes que leían a los Hermanos Grimm y se tragaban en la pantalla las películas de Johnny Weissmüller, y después salían a imitar en los charcos su manera de nadar. El cementerio es ahora parte del vecindario. Ya no hay nada lejos. Todo está unido por la presión de las construcciones.

 

No hay manga, no hay quiosco de gaseosas, ni balones que naufragan en la quebrada. Ni gritos de goles en la distancia. Ni olor a grama y a higuerillas. Como dice una canción, todo se ha ido. Nada se ha quedado. O sí, tal vez una memoria en añicos, que al paso nos hace buscar una huella, un entejado envejecido, la casucha en obra negra en la que una mujer atendía pedidos de piel y respiraciones agitadas. Lo único que queda es el puente sobre La García, reformado, y, abajo, la quebrada, ahora más sucia y muerta.  Amurallada, continúa si infinito transcurso en el que antes hubo peces y balnearios.

 

Por aquí vivían los Siete Cabezas, que tenían televisor y que nos permitieron apreciar la llegada del papa Paulo VI; más allá, el bombero y su hija, a la que papá apodó Miss Congolo, de caminado con tongoneos y que no saludaba a nadie. Y ahí, sí, en la calle en la que doña Cruz vendía helados y doña Marta era la tendera más activa, estaba la casa de los Spitaletta, ahora con otra fachada que no recuerda en nada a la de otros días (ventanas y puerta grises), vecina de una construcción inconclusa que duró así una eternidad y ya está terminada.

 

Y a nuestro paso, como en un tango, nos íbamos preguntando qué sería de aquella Teresa Flórez y de Gabriela la colorada, y qué si fizo Olimpia la de la minifalda bien lucida. La que sí continúa, alterada, claro, es la esquina donde años ha estuvo el Florida, un bar en el que Raúl Berón todas las noches entonaba “Siempre fueron / mis mejores compañeros / los muchachos milongueros / jugadores y algo más”.

 

Ya no está el muro donde a lo Gardel grabamos con aceros (más que todo con clavos) los nombres de Edilma y Lucía y Amparito. La plazuela en la que hubo gambetas y goles ya nos parece más pequeña e imposible que allí hubiéramos jugado unos partidazos que ni siquiera los superaban los de Brasil 70. Nos pasamos un balón imaginario y revivimos en instantes aquellas jornadas de embeleso, que sacaban de quicio a las señoras de la cuadra y a las vidrieras de sus casas.

 

Con leves variaciones, las arquitecturas de aquel sector obrero permanecen, y tal vez por eso, vemos en las ventanas muchachas bonitas y cortinas de flores. Y en el distante recuerdo, alguna mano que se agita con adioses. Con los mismos adioses que ahora los caminantes dispersan en un barrio que hace años les permitió soñar con amores de celuloide y viajes a la luna.

(Diciembre de 2016)

 

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Morro Quitasol, Bello, Antioquia.

 

Tarzán y esos días de infancia

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Por Reinaldo Spitaletta

 

Mi primer contacto con el Hombre Mono (que en Antioquia hubiera sido más apropiado el Hombre Simio, el Hombre chimpancé, el Hombre Mico…, porque además el Tarzán, que era blanco, no era “mono” o rubio) sucedió en las tiras cómicas de un periódico. En semana, aparecía en blanco y negro, en tres o cuatro cuadros, y nos hacía ir a la biblioteca de Bello, después de la jornada escolar, a leer las aventuras de un sujeto criado por gorilas en alguna selva africana, tras el accidente que sufrieron sus padres (John y Alice), aristócratas ingleses, muerta ella en su casa selvática y él “asesinado” por un mono. El niño, John Clayton, el sobreviviente, fue amamantado por primates, aprendió su “lengua” y se convirtió, quitándole el trono al león, en el rey de la selva.

 

Los domingos, en el suplemento literario, había un inserto de cómics. Y ahí, abriendo el cuadernillo, aparecía Tarzán, el simio blanco, volador de bejucos, aplicador de justicia, invencible, que luchaba contra otros antropoides y los derrotaba, para después proferir un grito de victoria que se extendía por toda la selva. Después, llegó -para mí, en una suerte de epifanía- el Tarzán en la pantalla grande, en los tres teatros de Bello, con un actor que nadaba como un tritón y tras ganar alguna lid con hombres o animales, atronaba con su alarido, al tiempo que se golpeaba el pecho (en rigor, golpecitos para activar la glándula del timo, que produce relajación y flujo de energía, según supe años más tarde). Era Johnny Weissmüller, un tipo que de niño era un enclenque y, que según las revistas que me tocó leer en “alquiladeros de revistas”, un médico le recomendó que nadara para que tomara cuerpo. El tal Johnny, de origen austro-húngaro, se convirtió luego en campeón olímpico de natación.

 

Tarzán comenzó a ocupar mis sueños infantiles. Con algunos muchachos, íbamos a jugar al morro Quitasol, y entre los árboles asumíamos el rol del hombre mono. Volábamos de palo a palo, como los porteros de fútbol de entonces, y gritábamos como Weissmüller, en una algarabía que hacía huir pájaros y caer hojas. En efecto, a veces, en algún duermevela, me veía como la reencarnación de aquel héroe creado por Edgar Rice Burroughs, y me daba por besar a Jane, que a veces, como pesadilla, se transformaba en Chita, el chimpancé que con sus monerías nos hacía reír en las funciones de cine matinal.

 

Fue entonces cuando papá me regaló el primer libro: era Tarzán de los monos, con una que otra ilustración, en el que se narraba la historia del hombre-simio, que tenía records de lecturas entre la muchachada, que nos hacía soñar con ir al África para encontrarnos con él a fin de que nos enseñara a montar en lianas y nos iniciara en el lenguaje de la gorilada. O, mejor, de los “mangani”, que fueron los monos que lo adoptaron y lo bautizaron con ese nombre, Tarzán, que significa “piel blanca”.

        

El hombre mono, que sedujo a varias generaciones de infantes con sus aventuras de jungla, nos disparó la imaginación y nos deslumbró con sus peleas con cocodrilos, con leones, con gorilas rebeldes, y con el brillo de su cuchillo. Era, además, un ser que combatía por un como ideal de justicia frente a lo que se ha denominado la “maldad humana”. Sin embargo, más tarde, ya creciditos, nos dio por hacer análisis y conceptuar que esas novelas de Burroughs (como veinticuatro, ¡uff!) no eran otra cosa que una apología del colonialismo inglés contra los africanos; que el “hombre blanco” estaba por encima de los nativos y había en sus discursos una disimulada segregación, una suerte de superioridad racial, en fin.

 

Rice Burroughs, que en sus inicios escribía libros de ciencia ficción, encontró una veta tremenda en Tarzán. Y digamos que Weissmüller, que no fue el primero en caracterizar al “buen salvaje” (antes en películas mudas hubo otros artistas, como Gordon Griffith y Elmo Lincoln), fue el actor que se quedó en nuestro gusto de chicos. Porque no pudimos, por ejemplo, con Lex Barker ni Gordon Scott, que nos parecían sobreactuados y como si fueran impostores. Claro que en el caso de Jane, la mujer de Tarzán, Bo Derek, desnuda, superó a las otras, incluso a la bella Maureen O’Sullivan, que en ocasiones nos puso a suspirar entre las cobijas nocturnas.

 

Como hubiera sido, una creación inocente o con intenciones “geopolíticas”, Tarzán nos elevó a otras esferas (que tal vez sí el hombre viene del mono), nos condujo por selvas de fantasía y nos hizo vivir peripecias a granel. Yo no sería capaz, hoy, de volver a ver las películas de Weissmüller, ni leer las obras de Edgar Burroughs, porque sería como matar la “edad de la inocencia”. Pero la muerte de Tarzán, con héroes y superhéroes de pacotilla, con Rambos y otros comandos asquerosos, con basura gringoide para retrasados mentales, sí nos deja un hálito de tristeza y una suma infinita de dolorosos ataques contra la imaginación.

 

Hace cien años (1913) se publicó Tarzán de los monos. Para no sé cuántos muchachos, que ya no son, fue una especie de educación sentimental, como el cine, como las historietas, como las fábulas, como los juegos de calle… A veces, el grito prolongado de aquel ser creado por un escritor norteamericano me despierta en las madrugadas y entonces vuelvo a verme como ese pelado que un día fue capaz de volar de árbol en árbol, sin fracturarse ni sufrir rasguño alguno, ante la admiración de pájaros y del viento fresco del legendario morro Quitasol.

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