Un poema de Hesse en la mañana de domingo

(Coincidencias imposibles, pero que suceden sin saberse por qué)

Por Reinaldo Spitaletta

Había un profesor de secundaria que nos decía que cuando estamos hablando de un tema poco común, en menos de 24 horas alguna circunstancia nos lo recordará, o aparecerá el nombre, la situación, el episodio o las coordenadas propicias que nos lo ponen de nuevo en la palestra. No era ninguna declaración científica. Era, supuse en esos tiempos, una especie de motivación a despertar la curiosidad. Resulta que desde entonces, y no voy a decir que siempre, pero casi siempre acontece, resulta verdadera la aseveración del educador.

No sé qué tan común puede ser tener en los labios y la mente el nombre de Hermann Hesse, el escritor de lengua alemana, Nobel de Literatura en 1946. Pues bien. Ayer, mientras preparaba los contenidos del Taller de Lectura que hacemos en la Casa Barrientos, en la avenida La Playa, se apareció en mis recuerdos la inquietante presencia del autor de tantas obras, entre novelas, cuentos, poemas y meditaciones, a varias de las cuales nos asomamos cuando ya estábamos a punto de terminar la adolescencia.

La propuesta del taller 2022 es la lectura, o al menos el acercamiento, a algunos premios Nobel de Literatura y a otros escritores que, mereciéndolo, jamás se los otorgaron. Y, claro, apareció Hesse, con su Siddhartha, que pudo ser el primer libro de ese autor que leí ya hace tanto tiempo. No recuerdo en forma precisa cómo llegué a él, pero sí sé que las primeras menciones que tuve del escritor fueron hechas por el tío Benjamín, que sin querer o queriendo, nos introdujo en diversas lecturas, como las de textos de Stefan Zweig, Dante Alighieri, ciertas filosofías incomprensibles para nosotros entonces (y todavía) de Schopenhauer y Nietzsche, y algunas obras del mencionado Hesse.

Nos impresionó Siddhartha, pero, aún más, El lobo estepario, que me parece leían muchachos asediados de angustias existenciales, que es lo normal antes de los veinte años. A mí, como lo dijera un poeta quindiano, Nelson Osorio, la angustia existencial me la quitó el Manifiesto Comunista. Después continuamos con Demian, Narciso y Goldmundo, las Leyendas medievales y después con algunos de sus numerosos cuentos. Más adelante, casi que lo olvidamos y tiempo después reapareció en nuestras lecturas con un retorno a El último verano de Klingsor, un hermoso relato lleno de colores, y El juego de los abalorios, sobre Josef Knecht. Ayer, mientras ponía y quitaba obras en el listado de autores para el taller, pensé que no estaría mal volver con Siddhartha, tal vez como un regreso a la lejana juventud.

Quien no encaja en el mundo, está cerca de encontrarse a sí mismo». Frase  de Herman Hesse, escritor, poeta, novelista y pintor suizo- alemán (1877-  1962) – A partir de una frase

Esta mañana de domingo, mientras terminaba un artículo de opinión sobre el hambre en Colombia, a mi WhatsApp llegó un mensaje de un amigo que hace años vive en Alemania (desde 1987), donde trabaja como médico de hospital. Se llama Mario Correa y tiene enormes gustos por la literatura y la música. Era un poema del escritor germano-suizo Hermann Hesse, que yo jamás había visto: El hombre de cincuenta años (Der Mann von fünfzig Jahren), datado en 1926 o 1927. “Mirá, mi querido Reinaldo, ahora que el mundo literario está embelesado con la conmemoración del sexágesimo aniversario de la muerte de Hermann Hesse, te mando un poema de él”.

El mensaje de voz continuaba diciendo que era un poema “non-sancto” y “políticamente incorrecto” y que si hubiera sido escrito hoy, la moralina actual lo hubiera mandado al fuego y a todas las inquisiciones posibles. En su tiempo, quizá no fue muy leído, porque, que se sepa, no hubo ningún reproche al escritor. Hoy, sin embargo, pudiera ser blanco de distintos fuegos y de más de un pelotón de fusilamiento. La traducción literal la hizo Mario.

El hombre de cincuenta años

                     Por: Herman Hesse

                                     1926/1927

Desde la cuna hasta la velación

Son cincuenta años.

Entonces empieza la muerte,

Uno se apendeja, se echa a perder,

Se descuida, decae.

Al diablo se va el cabello,

También los dientes se aflojan

Y en vez de abrazar a una joven

Contra nuestro cuerpo

Leemos un libro de Goethe.

Pero, solo una vez, antes del fin,

Quiero atrapar a una niña

De claros ojos y bellos bucles,

Tomarla tiernamente entre mis manos

Besar su boca y sus senos y sus mejillas,

Bajarle la falda y sus calzoncitos.

Después, en nombre de Dios,

Que me lleve el diablo ¡Amén!

Lo llamé y conversamos un rato sobre Hesse, el poema enviado que puede tener ribetes, o, mejor dicho, esencias de pedofilia, y le dije que, justo ayer, pensaba en Hesse, en los días en que comencé a leer algunas de sus novelas, en la juventud extraviada y maravillosa en que todo era una ensoñación y una búsqueda de caminos. Le dije que hoy es imposible una publicación así, cuando hasta se cuestiona el rol de Dulcinea del Toboso. Ah, acoté, Lolita no hubiera sido posible publicarla hoy.

Esta mañana, cuando colgué con Mario, recordé la lejana imagen del viejo profesor (se llamaba Fabio, era del Liceo Nocturno Francisco Antonio Zea, en Bello) cuando con una convicción incontrastable y una demostración de certidumbre nos decía aquello de la coincidencia (¿si será esta la palabra?), del encuentro sorpresa con lo inesperado y con lo que bien pudiera ser un imposible. Quizá un logaritmo pudiera explicar el embrollo.

Hesse ayer, Hesse hoy. Y ni siquiera sabía que este año 2022 se conmemora el sexagenario de su fallecimiento. “El pájaro pelea hasta que consigue salir del huevo. El huevo es su mundo. Todo ser viviente debería intentar destruir el mundo”, escribió Hesse. Esperemos a ver si no le arrojan enfurecidos huevos a su poema.

(Escrito en Medellín el 16 de enero de 2022)

Genexus: 91144 HERMANN HESSE - 10 LIBROS

El lobo que llora en mi regazo

Por Reinaldo Spitaletta

En la adolescencia de acné y rebeliones contra la autoridad, de antipatías hacia lo que representara ataduras y restricciones, también hubo lecturas. En mi caso, menos libros que fútbol, calle y guitarra. Si se puede decir que esa edad tiene gradaciones, como decir, después de los quince y hasta los dieciocho (a mí me tocó la mayoría de edad a los 21), hubo encuentros con voces que nos retorcieron la mirada hacia el mundo y nos proporcionaron otras luces y sombras sobre la humanidad. Algunos de esos textos nos aumentaron la angustia existencial, aunque, como creo que lo dijo o escribió Nelson Osorio Marín, un poeta cafetero, El manifiesto nos la curó.

Son variados los escritores y obras aptos para esa edad en que hay un encuentro a veces traumático con la sexualidad y unas ganas permanentes de desobedecer. En esa etapa, en la que, como en una novela de Philip Roth, cual cohetes se lanzaban espermatozoides a los bombillos o se usaban calcetines para depositar el producto de un deseo incontenible forjado por la imaginación, en la que había un catálogo de actrices cinematográficas y, de pronto, una vecina o una maestra despampanante, arribaron obras de Faulkner y Hemingway y Poe y Steinbeck y London, por el lado gringo, y de una variedad de europeos.

No recuerdo por qué en casa iban apareciendo los libros de Hermann Hesse, como, claro está, El lobo estepario, que nos despertó estremecimientos y casi nos hace tomar la vida solitaria del anacoreta, así como nos puso a filosofar sin casi nada de fondo sobre el hombre y la sociedad. Y de a poco íbamos leyendo Narciso y Goldmundo, Demián, Siddharta, las Leyendas medievales (algunas muy tragicómicas, como la del Niño Jesús que nació niña) y alguna colección de cuentos. Todavía no era la hora de conocer El juego de los abalorios, al que llegamos muchos años después.

A esta última obra quizá nos impulsó a su lectura la nota de Borges en la que dice que, este libro, el más extenso del autor de lengua alemana, es “una larga metáfora sobre el arte de la música”. En todo caso, en días menos apresurados, el escritor que nos conmovió con sus influjos orientales y las anotaciones de Harry (el limpio) y su advertencia de “solo para locos”, nos acompañaba con su voz, que a veces era la voz de un peregrino.

Hubo otros autores en aquellos días de búsquedas e indecisiones, de reverberaciones que iban desde las llamas de textos marxistas hasta los hallazgos kafkianos y el estilo preciso y sin ornamentos de las crónicas de Azorín. Eran momentos de canción-protesta y vagancia en las esquinas. De cualquier modo, creo que el que más nos “tiró línea” en cuanto al tránsito por las literaturas de aquí y de allá fue Hesse. Ah, sí, por ese emocionante tramo se atravesaron Chejov y su Teatro Completo, además de algunos cuentos, y obras de Kazantzakis (como El pobre de Asís) y los libros que le sustraíamos de la biblioteca al tío Benjamín, casi todos de Stefan Zweig, como de orientalismo y teorías esotéricas. Lindos tiempos.

Y sucedió muchos años después cuando, sin buscarlo ni estar pensando en este escritor, me topé con un cuento muy breve de Hermann Hesse. En la red alguien, en unos contenidos ecologistas y sobre el cambio climático, deslizó El lobo. Creí que era un fragmento de la novela sobre Harry Haller, pero no; se trataba de un cuento de Hesse que nunca vi en los libros de relatos de entonces.

Creo que es Thomas Hobbes el que escribió algo así como que el hombre es un lobo para el hombre (homo homini lupus). En la narración de Hesse, que sucede en un invierno, en el que uno se va congelando cuando avanza en la lectura y en los glaciares, se llega a un punto en el que hay una frase determinante: “Eran tiempos difíciles para los animales de la zona”. Sí, más que para el hombre, para los animales, y entre ellos los lobos que “permanecían juntos, meditabundos y en silencio”. Y ahí es cuando inicia una aventura triste y traumática de estos bellos animales que han tenido, por otra parte, mala prensa y han estado amarrados a leyendas, cuentos de hadas, la licantropía y otros asuntos terroríficos.

El lobo es un cuento muy triste y bello. Intenso. Con luna y aullidos. Con disparos y agonías. Y, creo, que con una infinita soledad: la de los lobos. El gran depredador es el humano, incluso aunque produzca trasuntos tan sensibles y dramáticos como la joyita de El lobo.

Escrito en Medellín, 1º de febrero de 2021

Francisco de Asís, primer héroe del humanismo

(Recorrido por la formidable vida y obra de un santo excepcional)

 

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Por Reinaldo Spitaletta

 

En aquellos tiempos de cruzadas y herejes, de viajeros y búsqueda de nuevas rutas con los mercados de Oriente, de guerras y emperadores, de caballeros andantes y sangrientas discordias; en aquellas geografías de una Europa dispersa, feudal, principesca, con una Iglesia que dirimía conflictos armados y se aliaba con poderosos gobernantes, en la transición de los siglos XII y XIII, en pleno Aevum Medium, acontecerá el advenimiento de un hombre simple, un uomo qualunque, uno que irá contra la corriente, vislumbrará otras esferas de la vida y se convertirá en un paradigma del amor a la humanidad y a la naturaleza.

 

En tiempos en que la Iglesia romana, patrona del mundo, se ocupaba en armamentos y alianzas, en nunciaturas y práctica de excomuniones, en el auspicio inclemente de castigos y persecución a los distintos (infieles, herejes…), más que en la paz de las almas, como lo diría el escritor Hermann Hesse, en la Umbría de la fragmentada Italia, un joven, un rapaz que hasta entonces en el ejercicio de esa edad de delirios y sueños era lo que hoy se denominaría un rumbero, un amante del carnaval y de la vida disoluta, tras una serie de circunstancias se transmutará en un impar discípulo del Redentor. Uno que quiso ir más allá de imitar al Cristo, cuando lo que más se estilaba era la posesión de riquezas, de bienes materiales como un norte para la existencia.

 

En dichos tiempos, en que la llamada Cristiandad se proponía el dominio del mundo; cuando, aunque poco o nada se sabía al respecto, en Asia se construía el imperio mongol de Genghis Khan, que se extendería desde China hasta Irak, y de la India a Siberia; cuando el Islam se expandía por diversas latitudes del mundo conocido, en días en que había multiplicación de herejías, en momentos cuando está a punto de surgir para el imperio germánico Federico II Barbarroja, promotor de la Sexta Cruzada (1228), en un pueblito de Umbría, entre tanto, va a crecer alguien que tendrá su vida como obra, en los días en que el estilo gótico alcanza su máximo esplendor, en las catedrales de Colonia, Amiens y Burgos, por ejemplo.

 

En el siglo XII, habitaba en Asís, en la Umbría, Pietro de Bernardone, un mercader muy reputado, de abundante riqueza y miembro de la clase más distinguida, como solvente vendedor de telas, que era su oficio. Viajar era parte de su cotidianidad. Iba hasta la llamada entonces Franconia Meridional, en especial a Montepellier. Allí aprendió el idioma galo y adquirió inclinaciones por todo lo que en aquellas tierras era de buen gusto y elegancia. Estaba casado con Dómina Pica, de ascendiente noble y procedente de la Provenza. Eran los días del rey Federico Barbarroja, que dominaba en Sicilia y otras comarcas, incluido Asís, donde había impuesto a un gobernador, Konrad de Suabia, conocido como el Duque de Spoleto, de recio mando y que mantenía un duro régimen sobre las tierras y la gente.

 

En el año de gracia de 1181 (también se data como 1182), la señora Pica dio a luz a un niño, cuando su marido estaba en labores propias de su trabajo en la Franconia. Ella lo llamó Juan, aunque, al volver el padre, lo nombró Francisco, tal vez, se dice, por todo el afecto que tenía por lo francés. Y ahí, cerca del monte Subasio, nació una suerte de poeta extraño, de trovador provenzal, de ser que enriquecería la historia y la leyenda, el mito y la realidad, la ficción y la poesía. Un tipo fuera de lo común, aunque era parte del común, sin nada extraordinario en la apariencia ni en los primeros años de su vida, en la que también aprendió el idioma de los galos y se internó en tabernas y lugares de relajo.

 

En su infancia y juventud, no tuvo mayor instrucción, fuera de escritura y latín. Sus iniciales sueños se conectaron con las ganas de ser caballero y trovador, quizá imaginaba ser un héroe de las cruzadas, un justiciero. Se mezcló con la nobleza, aprendió manejo de armas, le gustaba cantar, pero también dilapidar el dinero, se ataviaba con lujo y bonituras, ofrecía banquetes. Y bailaba. Era un derrochador y un desprendido. Se gastaba la vida en fiesta. Lo llamaban, por su aire principesco, princeps juventutis. Quién lo creyera.

 

Llegaron las turbulencias a Asís. El duque de Spoleto, que tenía contradicciones con Roma, se rindió al papa. Abandonó la ciudad y entonces su fortaleza fue arrasada por los habitantes del pueblo y hubo ataques contra la nobleza. En su ayuda, llegaron los de Perugia y estalló batahola. Francisco, partícipe de aquellas contiendas, fue apresado y durante un año permaneció encerrado en la vecina ciudad, de donde salió en 1203. Todavía le quedaban arrestos para las comilonas y otros placenteros desórdenes de los sentidos.

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Son los tiempos de la Cuarta Cruzada, con saqueos en diversas partes de Europa y Asia. Para el todavía joven Francisco el mundo se va endureciendo debido a la enfermedad que lo agobia. Sabe de pronto de las debilidades del cuerpo. Y de sopetón se va a dar cuenta de lo efímero de la existencia. La fiebre lo atacó en Spoleto, cuando iba, alzado en armas, al servicio del papa Inocencio III, como parte del Sacro Imperio Romano Germánico. ¿Qué pasó? ¿Un llamado divino? ¿Un instante de lucidez frente a los significados de la vida y el mundo? ¿Una anunciación a lo Pablo de Tarso?

 

Y a partir de ese momento, Francisco va a ser otro. A su retorno a Asís, los otros lo observan con sorpresa, ya no es el mismo. Se torna rey de burlas, porque había salido con rumbos e ínfulas de héroe, de guerrero, y había regresado como si fuera un cobarde. Un derrotado. Apenas iba a comenzar la vida, la vida nueva. La de las renuncias y la de escoger como novia, para siempre, a la pobreza. Sabía que “el hombre es un peregrino, un fugaz huésped de la tierra”. Dejó la nobleza y si vinculó a los menesterosos, a los desheredados y olvidados de la fortuna.

 

A los veinticuatro años, delante de Guido, obispo de Asís, renunció a la herencia paterna, dejó sus ropas finas y descubrió la desnudez como parte de la libertad, y principió a vivir como un mendigo que predicaba el amor a Cristo y a la naturaleza, al sol y las estrellas, a los pájaros y el agua. Su papá lo desheredó y Francisco, a partir de entonces el Pobre de Asís, Il Poverello, se casó con la “sagrada pobreza”.

 

Francisco, una especie de vagabundo, se va sumiendo en una vida llena de carencias materiales, pero con un enriquecimiento interior que lo convierte en paradigma de los desprendimientos y de la sencillez. Su vida de anacoreta de pueblos va a influir sobre la poesía, la literatura, la filosofía, la teología, la ciencia y el concepto de santidad. No en vano Dante Alighieri (1265-1315) será un terciario franciscano como lo fue en España el Arcipreste de Hita (1283-1315). El poeta toscano, en el Canto 11 del Paraíso, a partir del verso 28, incluye a Francisco, al que se refiere como “todo seráfico en ardor”. Y al ir contando su parábola, dice: “a sus frailes, como herederos legítimos, / encomendó a su mujer más querida (Pobreza), / y ordenó que la amasen fielmente”.

 

El siglo XIII, el del gran creador de la Orden Franciscana, es también el de Tomás de Aquino, el de Alberto Magno, el de San Buenaventura y Duns Scoto, como lo será de Roger Bacon (franciscano y científico) y Raimundo Lulio, llamado el Doctor Iluminado, perteneciente a los terciarios franciscanos. El pobre de Asís influirá en Giotto, en Marco Polo, en reyes como Alfonso el Sabio y en San Antonio de Padua.

 

Este imitador de Cristo, el primer estigmatizado del cristianismo, “el siervo crucificado del Señor crucificado”, escuchará la voz de Dios en 1207, cuando el crucifijo de la iglesia de San Damián le dice que reconstruya su iglesia, y, en efecto, lo hace, como lo hará después con otras cercanas (la de la Porciúncula, por ejemplo). Francisco tiene el don de ver a Dios en todas las criaturas, en todo lo que vive. Al año siguiente, se le van acercando los seguidores, nobles y plebeyos, sabios e iletrados, laicos y sacerdotes. Es la hora de crear una orden.

 

En 1209, el persistente Poverello, ya familiarizado con las carencias, viajó a Roma y consiguió la aprobación del papa Inocencio III de las reglas de la nueva orden, las mismas que subrayará a modo de principios, años después,  en su breve testamento, dictado a Fray Benito en 1226: el amor entre los hermanos de la Orden, el respeto a “nuestra señora la Santa Pobreza” y la obediencia a la “santa madre Iglesia”.

 

Para el escritor católico inglés, G.K. Chesterton, autor de un libro sobre el santo, Francisco “anticipó cuanto de liberal y más atractivo encierra el genio moderno: el amor de la na­turaleza, el amor de los animales, el sentido de la com­pasión social, el sentido de los peligros espirituales que encierran la prosperidad y aun la misma propiedad”. Según él, el de Asís fue el “primer héroe del humanismo” y, además, una suerte de “lucero de la mañana del Renacimiento”.

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Francisco, que antes de ser el santo, el hombre de las renuncias, había perseguido a un mendigo al cual le había negado momentos antes una limosna, y lo agasajó con sus indumentos y le proporcionó donación en metálico, se convirtió en caminante y hacedor de caminos. No tuvo una doctrina económica, pero sí, como lo asegura el historiador Jacques Le Goff, autor de una investigación sobre el Pobrecito y su tiempo, conciencia de la economía, desde la cual rechazó el dinero y las riquezas materiales, con base en el capítulo X del evangelio de Mateo y su sentido de la pobreza y de la paz.

 

El santo de Asís no quiso nunca el poder, ni su ejercicio. Lo repudió. No propuso utopías, ni se acercó a los miedos milenarista y tampoco predicó sobre sociedades perfectas. Su alegría, su manera de ser, la distancia con los poderes, o, mejor, la práctica del no-poder, llevaron a Francisco a estar por fuera de instituciones y prejuicios de la sociedad. Era, en su tiempo convulsionado, un ser diferente que abrazó la pobreza y se desvivió por amar los animales, el estado natural y los modos de vivir sin ataduras a ningún bien terrenal.

 

Francisco, el que besó leprosos y estuvo siempre a su servicio, supo del valor de las palabras, de los sermones, de la predicación. Era un viajero de sí mismo y, claro, anduvo para convencer con el ejemplo. Llegó a Siria, a España, a Marruecos. También a Túnez y Egipto. Su cruzada no era a punta de espada, sino de palabras. Como un trovador. Como un poeta ambulante, que habla con los “exempla”. Es un caballero de Dios, un enamorado de la belleza divina manifestada en disímiles criaturas. San Francisco es risa y alegría (pobreza henchida de alegría, es su consigna).

 

Se ha dicho que Francisco fue más grande que su siglo. “Quizás el único cristiano verdadero que ha habido en  toda la sangrienta historia del cristianismo”, escribió Antonio Caballero en el libro Y Occidente conquistó el mundo. Aquel que dijo “bienaventurado quien nada espera porque de todo disfrutará”, tuvo frente a la ciencia y otros discursos, una mirada desconfiada y más bien hostil, aunque respetó a los intelectuales de su orden. Sobre la universidad, advirtió que era incompatible con la pobreza, el trabajo manual y la mendicidad, tres estrellas de sus coordenadas espirituales. Como se sabe, los franciscanos ingresaron en los claustros universitarios y san Buenaventura “hará del Cristo de Francisco un Magister”.

 

Francisco tenía muy claro por qué no tener bienes materiales, debido a que, de poseerlos, serían indispensables armas y leyes para defenderlos. Una lógica que cabalgaba a placer con su modo de ver el mundo, al que revolucionó entonces con el ejemplo y la gracia para ejercer un apostolado distinto a todo lo conocido hasta aquellas calendas.

 

San Buenaventura de Bagnoreggio, que compuso entre 1260 y 1263, una hagiografía del fundador de los franciscanos, titulada Leyenda Mayor de San Francisco, cuenta con pormenores la trayectoria y parábola santa del más humilde de los hombres de su tiempo, aquel que proclamaba que todos los que quisieran hacer parte de la Orden tenían que repartir sus bienes entre los pobres. Quien quiera enterarse, por ejemplo, de la facultad de Francisco para comunicarse con los animales, para conversar con ellos, para entenderlos y que ellos a su vez lo entendieran, el texto de este autor es ilustrativo, entre otros aspectos.

 

San Francisco, que ha inspirado novelas, cuentos, películas, canciones, pinturas, en fin, compuso varios cantos, como el Cántico de las criaturas o Cántico del Sol, en el que se refiere a la madre tierra, a la luna, a la existencia: “Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento / y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo, / por todos ellos a tus criaturas das sustento”. Y suya es por la esencia mas no por autoría, la célebre Oración por la paz, que en el mundo cristiano casi todos la conocen de memoria, y aun los no creyentes, porque no solo tiene un encanto en el ritmo y lo que afirma, sino en las intenciones humanísticas.

 

De acuerdo con las enseñanzas y principios del santo de Asís, no era fácil tener adeptos. Sus cánones conectados con la renuncia y la humildad extrema no eran atractivo para mucha gente. Y de los doce primeros neófitos, de pronto el orden franciscano fue creciendo. La Primera Orden, la que aprobó Inocencio III, es la de los frailes menores, orden mendicante, masculina. Después, la Segunda Orden, para mujeres, y que sin duda surgió por la magna amistad de Francisco con Clara de Asís. Y, la tercera, que permitió a los seglares participar del movimiento franciscano sin abandonar los hogares ni hábitos de la humanidad común y corriente. A esta orden, entre muchos, pertenecerá el escritor Miguel de Cervantes Saavedra, que, además, fue enterrado con el hábito de San Francisco.

 

A Francisco, para quien era mejor crear cristianos que destruir musulmanes, le cabe la virtud de haberse prolongado tras su muerte; de haber creado o motivado, quizá sin proponérselo, una legendaria multitud de historias acerca de su vida y obra, y las de sus seguidores, como el amigo Fray Bernardo de Quintavalle. Las florecillas de San Francisco, una reunión narrativa de episodios sobre el santo, se escribieron entre finales del siglo XIII y mediados del XIV, muchos años después de la muerte del Poverello (1226). Los imaginarios populares le confirieron milagros inverosímiles, lo situaron en el ámbito de lo sobrenatural y, de ese modo, contribuyeron a enaltecer las dimensiones humanas de Francisco, pero, a su vez, lo situaron en terrenos de la ficción y el mito.

 

Una historia, muy atrayente, es la que se refiere a cómo san Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia y a la prostituta que lo llevaba al pecado. En Sarracena, mientras el misionero predicaba iluminado por el Espíritu Santo, otros de allá, que ya habían matado cristianos a granel, lo apresaron y llevaron ante la presencia del sultán. Este quedó tan admirado por las palabras y actitudes del trovador, que se enamoró de todo lo que aquel proponía y lo autorizó, junto con sus correligionarios, para que esparciera su doctrina por Sarracena.

 

Y en ese mismo lugar, en una de sus calles, el santo entró a un albergue para reposar y entonces lo estaba esperando una hermosa dama, que lo invitó a acostarse con ella. “Yo acepto, vamos a la cama”, le dijo Francisco. “Ven conmigo, yo te llevaré a una cama bellísima”, agregó. Y en un fuego que se hacía en la casa, tras desnudarse, Francisco se arrojó a la candela y desde allí invitaba a la mujer a yacer con él en aquel “lecho emplumado y bello”. La prostituta, aterrada, y asombrada porque el hombre no se quemaba, ante lo que consideró un milagro, se convirtió al cristianismo.

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La orden franciscana, que se esparció por el globo, llegó a América primero al Caribe y después a México, antes que los jesuitas, los agustinos, los dominicos y la Orden de Predicadores. Allí preparó un proyecto con el fin de estudiar las lenguas nativas, con el fin de hacer una evangelización más efectiva. Entre los más connotados monjes de esta orden estuvo Bernardino de Sahagún, autor de obras en náhuatl y castellano, entre las que sobresale Historia General de las Cosas de la Nueva España, una monumental colección cultural, etnográfica, que ha hecho que a su autor se le considere como el primer antropólogo de América.

 

En Colombia, donde se registra su presencia desde 1510 en Santa María la Antigua del Darién, los franciscanos han participado con creces  en la educación. En Medellín, con el claustro de San Francisco, donde nació la Universidad de Antioquia, y con colegios como el Fray Rafael de la Serna, esta orden ha cultivado a muchas generaciones.  La Universidad de san Buenaventura, que está cumpliendo medio siglo, es parte de la imagen intelectual y magisterial de los franciscanos, que en esta ciudad tienen iglesias de alta representatividad,  como San Antonio y San Benito, ambas de arquitectura preciosista.

 

El santo de Asís, el patrono de los ecólogos y los animalistas, sigue proyectando su fuego doctrinal por el mundo. En la cultura, su influjo no deja de sorprender. En literatura, por ejemplo, son célebres novelas, poemas y relatos basados en su existencia, como los de Nikos Kazantzakis (El pobre de Asís), José Saramago (La segunda vida de Francisco de Asís), Emilia Pardo Bazán, Chesterton, Hermann Hesse, Juana de Ibarbourou con su Relato del beso al leproso: “Por un camino musgoso / que hacia Asís derecho lleva, / va Francisco Bernardone / de regreso de una fiesta”. Y Los motivos del lobo, de Rubén Darío.

 

En el cine, el Pobrecillo sí ha tenido mucha pantalla. Desde 1911 se han filmado películas sobre su vida y obra ascética. Entre las más conocidas están Francisco, juglar de Dios, de Roberto Rossellini (1959); Francisco de Asís, de Michael Curtiz (1961); Francisco de Asís y Francesco, ambas dirigidas por Liliana Cavani (1966 y 1989) y Hermano Sol, hermana Luna, de Franco Zeffirelli (1972).

 

El primer biógrafo del santo fue Tomás Celano. De él es un célebre retrato, que ha servido a artistas plásticos para tomar características físicas y de personalidad del ecuménico Francisco, y del que citamos un fragmento: “Veloz para hablar, lento para enojarse, de ingenio agudo, bien dotado de memoria, sutil en las discusiones, prudente en decidir, y en todo sencillo. Severo consigo mismo, indulgente con los demás, discreto siempre…”.

 

Francisco, que no se sabe por qué se salvó de ser acusado de herejía, el mismo que naufragó en el camino a Tierra Santa, el que intentó predicar entre los moros de España y se embarcó a Egipto, llegó a espantarse de cómo su orden crecía en seguidores y riqueza, y más bien prefirió refugiarse en una montaña.

 

Una noche de invierno, en la navidad de 1223, Francisco se metió a una ermita en el pueblo de Greccio, rememoró el nacimiento de su modelo de vida e inventó el pesebre. Ah, sí, con un buey y una mula (Francisco puso un asno) al lado de pajas y del niño Jesús. Y desde entonces, los belenes o nacimientos son una expresión no solo de religiosidad, sino de la imaginación y creatividad populares.

 

El 13 de marzo de 2013, el papa Francisco seleccionó este nombre en honor y gracia a san Francisco de Asís. La segunda encíclica de su pontificado, Alabado seas (Laudato Si), cuyo tema central es la preservación del medio ambiente, se inicia con algunos versos del Cántico de las criaturas: “Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba”.

 

Francisco de Asís, fuego y aire y agua y tierra, se pasea por la historia como promulgador consecuente de lo que hoy parece imposible: la renuncia a los bienes materiales del hombre. Y por los avatares del mito. ¡Ah!, y por el halo único de una luminosa santidad sin discusión.

 

(Ensayo escrito para el libro De puertas para afuera, conmemorativo de los 50 años de la Universidad de San Buenaventura, Medellín)

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Pintura gótica en la Basílica de Asís.